El gobierno no da nada gratis

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     Contrario a la muy extendida creencia, el gobierno no da absolutamente nada que no haya extraído antes de la sociedad (o que extraerá en el futuro). Aún a pesar de esta obviedad, muchas personas se empeñan en creer que el gobierno da (y debería dar) cosas «gratis». En este caso el calificativo de “gratis” no es más que una ilusión, un truco de magia. Un grupo de personas tiene la ilusión de no pagar nada por algo que recibe del gobierno y esto los hace felices. Y esta ilusoria felicidad es aprovechada por los políticos para ganar votos en el corto plazo. Mientras tanto, como una especie de macabros y mediocres magos, lo único que estarían haciendo es enmascarar, diluir y postergar en el largo plazo los costos sociales de aquello supuestamente “gratis”. Esto no sólo es la base del clientelismo y el populismo, por desgracia tan extendido en la política, sino que también explica en buena medida por qué estas sociedades, a pesar de ser gobernadas décadas y décadas con políticas de reparto, nunca logran superar el estado de mediocre pobreza que motivó para la ciudadanía estas políticas. Una condición que termina por perpetuarse y que incluso continúa muchas veces afectando a un creciente porcentaje de la población.

 

     Lo que el votante medio no percibe en seguida es que, a cambio de la supuesta «gratuidad», el gobierno les quitará algo mayor de forma camuflada. Es difícil percibir los costos de estas cosas “gratis” porque generalmente aquello que nos quita no nos impacta directamente, sino de manera insospechada y luego de algún tiempo. Es por esto que difícilmente llegamos a relacionar los verdaderos costes de esas cosas “gratis” que nos encantan recibir del gobierno. Ese es justamente el truco. No sólo se nos hace creer en una gratuidad que no es tal, sino que cuando eventualmente nos llega la factura, probablemente ya gobierne otro partido. Y además, como los costes nos llegan de formas muy indirectas, es muy fácil echarle la culpa a alguien más por los nocivos efectos que esta práctica tiene en el largo plazo. Así, por ejemplo, los siempre esperados decretos de aumento del sueldo mínimo, se cobran en unos meses a toda la sociedad en forma inflación; o las seductoras regulaciones de precios, se cobran algún tiempo después con escasez de productos; o las regulaciones laborales que blindan y dan privilegios a los trabajadores, eventualmente lo pagamos con un aumento del desempleo y baja de salarios por el descenso en la productividad. En términos netos la calidad de vida siempre empeora, pero convenientemente luego siempre se podrá culpar de esto, por ejemplo, a una ficticia “guerra económica”. Es como barrer el sucio debajo de la alfombra, pero de forma permanente.

     A continuación veremos cómo afectan –a todos y a la larga- algunos de los trucos que usa el gobierno para financiar lo que nos hace creer que nos estaría dando de forma gratuita. Para esto haremos caso al brillante economista francés del siglo XIX Frederic Bastiat, quien decía que un buen economista es aquél que presta atención a “lo que no se ve”. Es decir, una política cualquiera puede tener un muy concreto y visible resultado inmediato. Pero la clave para un análisis correcto, es investigar los efectos menos visibles, más difusos y a largo plazo que esta misma política produciría de forma no intencionada. Estos efectos van desde aquello que la sociedad pudo haber hecho de forma alternativa –y que nunca existirá- con los recursos que en cambio le fueron confiscados por el gobierno, para dedicarlos ahora a financiar dicha política. Hasta por supuesto los efectos colaterales que, sin que fuera el deseo de sus diseñadores, produce paralelamente dicha política. Esto es lo que vendría a representar el costo social de las políticas: lo que se dejó de hacer –y que por tanto no existirá por llevarla a cabo- y los inintencionados daños colaterales. Y este costo debería compararse con aquello que al final es de lo único que por desgracia se habla en los debates políticos: los supuestos efectos beneficiosos, visibles e inmediatos, de las políticas públicas.

 

¿Cómo financia el gobierno las cosas “gratis” que nos ofrece?

 

1) Con los impuestos. Son la principal y más visible fuente de ingresos de los gobiernos. Vienen en todas las formas y colores y con las más variopintas de las motivaciones (además de la obvia de exprimir dinero al ciudadano). Como la misma palabra lo indica, es una imposición obligatoria a todos los ciudadanos. No todos los impuestos se reflejan de forma evidente en la factura y en las declaraciones de impuestos de los ciudadanos, sino que muchos de ellos impactan de forma indirecta a los ingresos de las familias, al encarecer los precios de todos los productos y servicios que, de manera directa o indirecta, son objeto de algún tipo de tributación. Los hay por consumo (e.g. IVA), por la renta personal (e.g. ISLR, IRPF), por la renta de las empresas (e.g. impuesto de sociedades), por el capital (e.g. impuestos a los bienes inmuebles), por tener un vehículo, por poner combustible, por fumar un cigarrillo o tomar una bebida alcohólica, en la forma de aranceles para todo aquello que se importa desde el extranjero, por instalar una placa de energía solar en el techo de tu casa, por comprar un disco o DVD virgen que podría o no usarse para piratear contenido, y un muy largo etcétera.

 

     Los impuestos representan para el ciudadano un costo adicional –del que no se puede escapar- en todo aquello que necesite para vivir. La mayoría de los países del planeta hoy por hoy cobran de impuestos entre una tercera parte y la mitad de todo lo que el ciudadano promedio produce. Para ilustrarnos con claridad la magnitud y el significado de esta expoliación, la organización Tax Foundation se encarga todos los años de calcular hasta qué día del año debería trabajar un ciudadano promedio en Estados Unidos solamente para poder pagar los impuestos que deberá pagar ese año (para otros países ver acá). Por ejemplo, un norteamericano promedio en 2016 tuvo que trabajar exclusivamente para el gobierno (sin gastar un solo centavo para sí mismo) desde el 1 de enero hasta el 23 de abril. Sólo a partir del 24 de abril ya empezaría a producir sólo para él y podría comenzar a comer, vestirse, poner un techo sobre su cabeza, conectarse a Internet, comprar un libro, ir al cine, etc. En España el día de la liberación fiscal también en 2016, llega tan tarde como el 30 de junio. Estos son 6 meses del año en los que el español promedio trabaja única y exclusivamente para poder pagar a su gobierno todos los impuestos que le tocará pagar ese año. Este período de tiempo, en el que no trabajamos para nosotros mismos, sino que somos literalmente los esclavos de la hacienda pública, es lo que pagamos (de forma más directa y evidente) por los servicios que nos ofrece el gobierno, nos gusten o no, hagamos uso de ellos o no. Esto se parece mucho más a la esclavitud de antaño que a un paraíso de cosas “gratis”. Antes también el dueño de esclavos le daba a estos comida “gratis”, techo “gratis” y una cierta atención médica “gratis”, no le convenía que se les murieran o dejaran de ser productivos.

     Los daños colaterales del cobro de impuestos a los ciudadanos deberían ser evidentes. Se priva al ciudadano promedio de decidir en qué gastar una gran proporción de sus ingresos, duramente ganados y que pueden ir entre la tercera parte y la mitad de lo que produce al año. De mantener los ciudadanos estos recursos, a través del proceso competitivo del mercado, los usarían para procurarse de lo que deseen y haciendo esto, premiarían a los proveedores de bienes y servicios que mejor satisfagan las necesidades de los consumidores. También una buena proporción de estos recursos podrían haberse dirigirse al ahorro y la inversión, proveyendo de capital necesario a los proyectos empresariales a largo plazo que parezcan tener probabilidad de éxito a los ciudadanos, que aumenten la productividad de la sociedad, que creen empleos productivos y que generen además una renta a sus inversores. Sin embargo estos recursos van en cambio a pagar una inmensa estructura burocrática, cuyo único objetivo es decidir por los ciudadanos en qué gastar esta gran cantidad de dinero. Se sustituyen así las millones de decisiones descentralizadas de asignación de los recursos sociales por parte de la ciudadanía –que sabe exactamente lo que quiere, cuánto estaría dispuesta a pagar por ello y en qué debería sacrificarse para poder hacerlo- por unas pocas decisiones de terceras personas. Un grupo muy pequeño de burócratas que suelen fundamentar sus decisiones mayormente en criterios políticos o, más específicamente, a qué otro grupo desean beneficiar con la transferencia de estos recursos (sean estos empresarios amigos o sectores de la población con muchos apetecibles votos).

 

     Una buena parte de los recursos obtenidos mediante impuestos, va a parar a financiar aquellas actividades que el gobierno, o bien monopoliza y controla en su totalidad, o lo hace parcialmente. Así el gobierno obstruye totalmente a la alternativa privada o compite con ella de manera muy desproporcionada, a la vez que la asfixia con multitud de regulaciones y la condena a mantener precios altos y no tan buena calidad, porque al no promoverse una mejor competitividad ni tener acceso a un mercado mayor, tendrán menos incentivos para bajar costes y precios e innovar. En estos casos, un ciudadano (que por cierto ya fue obligado a pagar la alternativa pública) no podría decidir entre muchos proveedores, cuál de ellos satisface mejor y a un menor precio sus necesidades. Sino que es obligado a aceptar el servicio público o, si existe, la alternativa privada, un poco mejor pero no como sería en un régimen abierto y muy competitivo. El servicio que ofrece el gobierno, bueno o malo, ya lo ha cobrado vía impuestos y en ocasiones, haciendo los respectivos cálculos, resulta más caro y de menor calidad, que la más eficiente alternativa privada, incluso sometida a la asfixia y la competencia desleal que sufre desde el propio gobierno. Cualquier actividad económica que pueda darse en el mercado libre, asignará mejor los recursos sociales (será eventualmente más barata y mejor) como consecuencia del proceso competitivo, que una alternativa gubernamental con poca o ninguna competencia. Con malos y caros servicios públicos y privados, por falta de competencia, también estamos pagando los ciudadanos la supuesta gratuidad de los primeros.

 

     Pero no acaba acá todo lo malo de los impuestos, también está su extendido uso como herramienta política y de planificación centralizada. Además del objetivo recaudador, los impuestos son muy utilizados por el gobierno, como obstáculos y beneficios relativos artificiales para los diferentes sectores productivos, estilos de vida y grupos sociales. Esto introduce distorsiones artificiales premeditadas por los gobernantes, para guiar así a la sociedad en uno u otro sentido. Esto termina afectando las estructuras de precios relativos, premiando unas alternativas de acción y castigando otras, de acuerdo con las preferencias de un burócrata y no según las demandas del soberano consumidor.

 

     Así, por ejemplo, los políticos aumentan los impuestos de importación de ciertos productos, para que la ciudadanía tenga que pagar más por algo importado y se vea entonces motivada a comprar la alternativa local, que suele ser de peor calidad y más cara porque los productores locales se adormecen al no tener que competir con el resto del mundo. Muchas veces estas industrias protegidas mediante aranceles de importación, son dominadas por buenos  amigos del gobierno, que prefieren un mercado cautivo obligado a comprar sus productos que tener que competir con productores extranjeros en mejores precios y calidades. También puede aprovechar el político el vicio de los ciudadanos y cobrar más impuestos por el alcohol, el tabaco o la lotería (suele ser típico que los juegos de azar sean a veces también monopolios estatales), a sabiendas de que un adicto seguirá consumiéndolo al precio más caro, pero que recaudará más y penalizará ciertos estilos de vida que no sean acordes con los deseos de la élite gobernante. Con las rebajas selectivas de impuestos para ciertos productos, se tienen efectos análogos. Representan incentivos arbitrarios y artificiales para favorecer unas actividades productivas a costa de las demás, independientemente de las preferencias reales de los consumidores, quienes deberían ser al fin y al cabo los únicos con derecho a decidir qué hacer con su dinero y no a ver cómo los productos que realmente desean terminan siendo relativamente más caros por culpa de una política premeditada. Debido a estas estrategias, muchos malos empresarios se sitúan a la periferia de la clase política para canjear favores en su beneficio (e.g. incentivos a su industria y desincentivos a las de sus competidores, obstáculos o encarecimiento artificial de las importaciones, etc.) a cambio de donaciones para la próxima campaña electoral. Usar instrumentalmente el poder político para beneficiarse económicamente, ha demostrado ser más fácil que satisfacer competitivamente a los consumidores. Por esto es que paradójicamente a muchos ricos empresarios con amigotes políticos, no les agrada tanto el libre mercado como pensaríamos, sino que se encuentran más bien bastante cómodos con un mercado muy intervenido, eso sí, por sus aliados en el gobierno. Pagamos así también, con el encarecimiento de muchos productos que desearíamos y al vernos empujados a comprarle a mayores precios y a malos productores (pero amigos del gobierno), las cosas “gratis” que creemos recibir de los políticos.

     Finalmente otro vicio asociado a los impuestos es la llamada progresividad. Esto es una estrategia política para la llamada redistribución de la riqueza y que consiste en cobrar desproporcionadamente más a quienes más tienen en relación a quienes menos tienen. Esto, que viola aún más flagrantemente que los casos anteriores el principio de la igualdad ante la ley que debería tener todo gobierno, no consiste en cobrar una mayor cantidad de impuestos a los ricos en términos absolutos. Tampoco en cobrar proporcionalmente lo mismo a uno que otro ciudadano. Sino que a un rico el gobierno cobra por ejemplo un 60% de sus ganancias mientras que a un pobre sólo le cobra un 30%. Pedro por ganar 1.000 es activamente discriminado por el gobierno y es obligado a pagar 600 (un 60%), mientras que a Juan por ganar 100 sólo lo obligan a pagar 30 (un 30%). Se produce así una evidente distorsión del principio de justicia que se agrava aún más por el hecho de que el que discrimina es justamente aquél ente que debería ser el garante de iguales derechos para todos los ciudadanos. Pero además, esto tiene consecuencias económicas directas. A Pedro de hecho se le castiga por ser exitoso en proveer lo que la sociedad demanda –que es como en el mercado libre uno se hace rico- mientras que a Juan se le premia por no serlo tanto. Además, a Pedro se le quita un excedente que probablemente podría utilizar para ampliar su proyecto empresarial demostradamente exitoso, para abaratar sus precios invirtiendo en bajar sus costos y generando de paso empleo y más personas satisfechas por lo que ofrece. Así el ahorro de una parte de impuestos de un grupo de personas con menos recursos, se paga a la larga con menos empleo y un más lento crecimiento económico. Y esto sucede incluso antes de que la distorsión llegue a ser tan grande, que los grandes capitales huyan a otro país con condiciones fiscales más favorables. Los llamados “paraísos fiscales” que suelen ser los chivos expiatorios de quienes crean verdaderos infiernos fiscales que desincentivan toda inversión y producción.

 

     En descargo de los impuestos se tiene que decir que, mientras existan los gobiernos de la forma en que los conocemos, deberían ser estos su única fuente de financiación. Por supuesto esta afirmación tendría aún mayor sustento si se redefiniera el tipo de gasto público y se simplificara el cobro de impuestos. En cuanto a lo primero, mientras exista el gobierno, debería dedicarse única y exclusivamente a aquellas actividades que aún la sociedad no pueda resolver por sí sola –algo que hasta donde sabemos es justamente producto de las distorsiones creadas con anterioridad por la intromisión estatal y sus fallos al demarcar y proteger claramente los derechos de propiedad. Y que en lo poco que haga el gobierno, la estrategia debería ser tender siempre a que la sociedad se encargue progresivamente y de forma competitiva de estas actividades (por ejemplo tercerizando la gestión de los servicios al sector privado o cambiando la educación y salud pública por cheques para ser canjeados por la población más necesitada por servicios en el sector privado).

 

     En cuanto a lo segundo, el cobro de impuestos debería ser simple y directo y en ningún caso atentar contra la acumulación de capital de la sociedad, sino preferir de ser posible un impuesto al consumo. Un impuesto sencillo y único siempre será más efectivo y menos perjudicial que una compleja estructura tributaria, llena de tecnicismos y muy distorsionante de los procesos productivos movidos por la soberanía del consumidor. Y un impuesto al consumo en vez de a la renta o al capital, siempre favorecerá la capitalización de la sociedad, el ahorro y la inversión, con lo que se tendrán estructuras de producción más alargadas e intensivas y por tanto más productivas y competitivas, lo que produciría empleos de mejor calidad y más remunerados y precios cada vez más bajos para los consumidores.

 

     Por otra parte la financiación del gobierno únicamente vía impuestos, permite mantener una prudente conexión entre la suerte de la gente y la de sus políticos en el gobierno. Una sociedad pobre tributará muy poco y su gobierno será igualmente pobre. Mientras que una sociedad rica podrá sostener a un gobierno rico. Veremos al final las terribles distorsiones que introducen fuentes alternativas de riqueza para el gobierno, sin que sea esta riqueza producida antes por la sociedad.

 

2) Con endeudamiento. Cuando los impuestos no son suficientes para cubrir los gastos del gobierno, este hace lo que cualquier otra persona jurídica o natural: pedir prestado. El gobierno se endeuda en moneda local o extranjera, acudiendo al mercado, a bancos nacionales o internacionales o a otros gobiernos u organismos multilaterales. Como toda deuda, el prestamista accede a adelantar una suma de dinero, a cambio de la eventual devolución de este capital más un cierto interés que le compense el renunciar a esta cantidad por un cierto tiempo. El interés, que es lo que se paga por la deuda, es decir, por la urgencia de necesitar el dinero ahora y no tenerlo, es el costo de esta transacción para el prestatario. Suele depender el interés de qué tan serio sea percibido el gobierno y de qué tan endeudado ya estaba, ya que a mayor riesgo, mayor será el interés por el que se estaría de acuerdo a prestar el dinero. Venezuela por ejemplo, tiene una deuda externa (lo que ha pedido prestado fuera y que aún no ha pagado) de unos 150.000.000.000 de dólares (150 mil millones de dólares). Antes de Chávez era tan solo de la sexta parte de esta cantidad. Por esta deuda pagará solamente en 2016, la suma de 16.000.000.000 USD entre intereses y capital. Este monto supera hoy las reservas internacionales de Venezuela que se ubican en unos 11.760.000.000 USD, que por cierto es el nivel más bajo desde 2003 cuando se ubicaban en 13.900.000.000 USD. No extraña que en los primeros meses el gobierno venezolano haya tenido que vender la tercera parte de las reservas en oro para obtener la liquidez necesaria para, entre otras cosas, pagar puntualmente a sus acreedores. Es de destacar que otra parte de las reservas en oro están empeñadas (esto es, comprometidas mediante swaps con bancos extranjeros, una especie de préstamo de lingotes de oro a cambio de divisas extranjeras).

 

     Naturalmente el costo de endeudarse en el presente, lo terminarán pagando los ciudadanos en el futuro, capital más intereses. Hoy pagamos con nuestros impuestos el servicio de la deuda adquirida en el pasado. Y mañana, nosotros y nuestros hijos, pagaremos la deuda que el gobierno asuma hoy. Esto nos costará aún más que haber financiado el déficit con una subida de impuestos, ya que además del capital, nos toca pagar un extra por haberlo pedido prestado y poder devolverlo en el futuro. Así un incremento del gasto público sin que lo acompañe una subida de impuestos, significa que el gobierno está postergando el impacto en los ciudadanos de los costos de lo que nos ofrece hoy por endeudarnos.

 

3) Impresión de dinero. También llamada inflación monetaria o más coloquialmente “el impuesto de los pobres” por la gran capacidad de la inflación de afectar hasta el último de los ciudadanos. La estrategia de imprimir dinero nuevo es con seguridad el más vil y torpe mecanismo de financiación de las actividades de un gobierno. Sólo comparable a cuando en la edad media los reyes recogían las monedas de oro, las envilecían –las fundían, les quitaban una buena parte del oro que reemplazaban con otro metal y volvían a acuñarlas- y las devolvían a la gente con la misma denominación. Hoy en día el mecanismo es más elegante e invisible, consiste en que el gobierno pide al banco central en préstamo un dinero que antes no existía. Así el gobierno se aprovecha de la llamada soberanía monetaria –su monopolio de impresión de billetes y acuñación de monedas que son de uso obligatorio para todos en un país- y del hecho de que el dinero (antes oro y plata) fue expropiado hace décadas por los gobiernos del mundo, para emitir en cambio papeles y monedas sin mucho valor, pero supuestamente respaldadas con divisas, oro y otros activos en las bóvedas del banco central. Este nuevo dinero inorgánico, que no está respaldado por nada, pasa a manos del gobierno que lo utiliza para sus pagos en moneda local. Inyectándolo así en la economía por caminos bastante concretos.

 

     Al comenzar a circular este dinero nuevo en el país, al pasar de mano en mano en muchas transacciones, se percibe que hay ahora mucho más dinero que antes, pero los mismos productos y servicios de siempre. Esto conlleva a que el poder adquisitivo del dinero caiga progresivamente –por haber ahora muchas unidades monetarias nuevas compitiendo por los mismos productos que ya había antes- así los precios de todo tienden a subir de forma generalizada. Eventualmente cuando el nuevo dinero tal vez llega al último ciudadano, este ya llevaba rato sufriendo de la inflación. Así la ilusión de los beneficios de la nueva capacidad de gasto del gobierno –lo que creíamos que ahora nos comenzaba a dar gratis- se traduce a la larga en una generalizada subida de precios por la disminución del poder adquisitivo del dinero que todos tenemos en los bolsillos. Los únicos beneficiados de este truco son los que reciben de primeros o de segundos el nuevo dinero (e.g. el propio gobierno, los bancos, los contratistas del Estado) pues pueden utilizarlo rápidamente para adquirir bienes y servicios que muy pronto tendrán un precio mucho mayor, debido al efecto de la circulación de nuevas cantidades de dinero inorgánico. Así terminan beneficiándose unos pocos, pero sufriendo todos la larga, del gasto público que se financió por esta vía. Si alguien se beneficia de esta nueva capacidad de gasto del gobierno, téngalo por seguro que no le será “gratis” por mucho tiempo.

 

4) Expropiando y monopolizando una lucrativa actividad productiva. Si la impresión de dinero es la más vil y fraudulenta de las estrategias de financiamiento de los gobiernos para hacernos creer que nos da algo gratis, esta tiene que ser entonces la más criminal, maquiavélica y efectiva de todas. Consiste en que la élite política identifique el sector de mayor potencial de riqueza del país y decida entonces apropiárselo para sí, haciendo ilegal a sus ciudadanos el que se dediquen por su cuenta a esta actividad. Esto termina haciendo muy rico al gobierno –y a sus gestores, los políticos, quienes controlan en la práctica estos recursos y se benefician directamente de su repartición- independientemente de la suerte con la que corra la sociedad. Se rompe así el sensato mecanismo de que el gobierno tenga que negociar con sus ciudadanos los impuestos para su manutención, rindiendo cuenta por ellos y que el Estado deba depender de la sociedad y jamás al revés. No sólo se mantiene el gobierno sólo y sin depender de sus ciudadanos, sino que además es inmensamente rico, como consecuencia de prohibir a sus ciudadanos la explotación de la más lucrativa actividad del país. En la práctica, esto representa la expropiación del futuro de un país para enriquecer a un Estado que ya no necesita a sus ciudadanos.

     Puede el gobierno idear bonitos eslóganes para decir que la industria expropiada ahora “es de todos”, pero la realidad es que dicha industria pertenece en la práctica a quienes la controlan y deciden en qué utilizar los recursos que genera, esto es, a la clase política. En Venezuela conocemos de primera mano lo que a la larga conllevó la expropiación de la industria petrolera. El petróleo nunca fue “de todos” los venezolanos, sino del pequeño grupo de la élite política que ha controlado esta industria y decidido qué hacer con sus rentas. El petróleo de Venezuela siempre fue y es de sus políticos. Lo fue de la cuarta república, que adormeció y corrompió a buena parte del sector empresarial –para qué producir o competir, total, para eso están los petrodólares, los subsidios y las protecciones- y lo es ahora de la quinta república, que raspó la olla y terminó de quebrar el aparato productivo del país y al gobierno y a la industria petrolera consigo. Esta y no otra es la razón por la que Venezuela no es un país rico como desean creer muchos: es tan solo un país pobre con un gobierno inmensamente rico.

 

     El primer costo social de este mecanismo es, como hemos dicho, divorciar los destinos económicos de gobierno y ciudadanía, al hacer a la clase política tremendamente rica con independencia de lo que suceda a la sociedad que se mantiene sometida a sus mediocres políticas económicas. Ya no le importa al gobierno lo acertado o no de su programa económico, sus ingresos no dependerán de que la sociedad se haga cada vez más próspera. Depende tan solo de como maneje la fuente de riqueza que le fue expropiada a la sociedad o, en la versión más mediocre, de cuánto sea el precio internacional del petróleo. Así las políticas económicas ya no tienen que dirigirse a aumentar la productividad y la competitividad de la sociedad o a corregir sus deficiencias estructurales e históricas. Sino que pueden dedicarlas casi con exclusividad a los más rentables fines políticos clientelares y populistas de la élite gobernante y de los privilegiados que orbitan a su alrededor.

     Este divorcio económico entre ciudadanía y gobierno, no sólo trae consecuencias económicas evidentes, sino además terribles efectos institucionales, políticos y sociales. Estos se suman también a esos diluidos y camuflados costos sociales de esas cosas “gratis” que ofrece un gobierno que se financie con este mecanismo. La actividad política se convierte en un negocio de repartición y apropiación de la renta y así lo entienden sin dudas políticos, pseudo-empresarios y votantes. Los incentivos al trabajo duro, la austeridad y el ahorro, que tanto éxito reservan a las sociedades que los mantienen, son abandonados a favor del exceso y de la búsqueda de conexiones políticas. Esto erosiona gradualmente la capacidad productiva y competitiva de la economía, la orienta a la importación en vez de a la producción y a la monoproducción en vez de a la diversificación. A la vez que mantiene una ilusión de riqueza que no es real y que a los últimos en la cola de la repartición del gobierno, empieza a parecer como que su anclaje permanente a la condición de pobreza, es culpa de aquél que sí terminó enriqueciéndose, bien sea por el ilegitimo reparto, o bien por su esfuerzo y talento. Esto lo aprovechan los políticos del establishment –o sus competidores externos que ambicionan desde lejos su poder- al introducir una narrativa de suma-cero que apoyaría esta ilusión: “el país es rico y si tú no lo eres, debe ser porque en el reparto alguien se llevó más de lo que le tocaba y lo hizo a tu costa”. El chivo expiatorio en esta maliciosa historia, suele ser por supuesto un capitalismo que nunca existió y que de haberlo hecho habría cambiado radicalmente la situación. Pero siempre es una buena excusa para que ahora el gobierno controle y expropie todavía más o para que unos nuevos políticos revolucionarios, ofrezcan ahora mano dura para revertir la situación, profundizando las políticas equivocadas que la originaron en un principio.

 

     El segundo costo social de este mecanismo de financiamiento del gobierno, es la pobre integración de esta industria expropiada con el tejido social y productivo del país. En Venezuela, por ejemplo, la frase “sembrar el petróleo” fue acuñada por el prestigioso intelectual Arturo Uslar Pietri, para referirse a la necesidad de invertir la renta petrolera venezolana en actividades productivas diversificadas en el sector no petrolero del país. Uslar Pietri introdujo la famosa frase de “sembrar el petróleo”, sorprendentemente en 1936. Ochenta años después –durante los cuales esta idea ha sido un mantra permanente de las élites intelectuales, políticas y empresariales del país- el Estado venezolano aún no ha logrado diversificar el aparato productivo del país. No por falta de intentarlo y de controlarlo a su voluntad, cabe aclarar. Ya desde 1936, unos cuarenta años antes de la expropiación formal de la industria petrolera por el partido socialdemócrata Acción Democrática, la estrategia del Estado venezolano era la de poseer el monopolio de la propiedad del subsuelo de todo el territorio nacional –es decir, la propiedad de todo lo que hay debajo de tú terreno privado- y de gravar escandalosamente con impuestos a las empresas dedicadas al petróleo. Así ya se apropiaba de una buena parte de sus ganancias, proporcionalmente muchísimo más que de cualquier otra industria. Ya se identificaba a la gallina de los huevos de oro y se le exprimía avariciosamente para que la clase política terminase en control de una gran proporción de la renta petrolera. Esto empezó mucho antes de las cuatro décadas anteriores a la expropiación definitiva en 1976. Con el inmenso caudal de petrodólares en manos de los gobiernos venezolanos, en 80 años no han podido, por desgracia para Uslar Pietri y especialmente para el resto de los venezolanos, sembrar el petróleo.

     Una industria monopolizada y expropiada, para que la élite política pueda beneficiarse de la repartición de su renta, a través de cosas “gratis” que ofrece al pueblo y a los grupos de intereses cercanos, tiene canales muy específicos para el ingreso de la renta en los circuitos económicos nacionales. Estos canales por los que entra el dinero del sector expropiado a la sociedad, vienen determinados fundamentalmente por criterios políticos, por mucho que la supuesta intención nominal pueda ser algo tan loable o pleno de sentido común como “sembrar el petróleo”. En primer lugar va a financiar a un hipertrofiado e ineficiente aparato burocrático del Estado, muy propio del hecho de haber mucho dinero y tener que premiar a los aparatos partidistas que llevaron al poder a los gobernantes. Es decir, a mantener puestos de trabajo no solo bastante improductivos, sino a la vez dedicados en buena parte a obstaculizar al sector productivo privado. Además, como consecuencia de la inmensa cantidad de recursos que maneja el sector público, la pobre calidad institucional y poca transparencia (tan propia de un gobierno que no depende de su sociedad para financiarse) y de la multitud de alcabalas que el gobierno impone al sector privado, buena parte del dinero se irá en corrupción.

 

     El resto de la renta del lucrativo sector monopolizado y expropiado, entrará a la economía según criterios también políticos y sólo por casualidad con alguna mínima racionalidad económica. Se destinará a favorecer grupos de electores o sectores empresariales donde haya amigos o que tengan una buena organización para el lobby político y la influencia mediática. Se destinarán por ejemplo a rescatar empresas quebradas que no supieron satisfacer las necesidades de los consumidores con los recursos sociales que controlaban. A subsidiar industrias de amigotes que no supieron bajar sus costes o hacerse más competitivas. A ofrecer créditos altamente subvencionados y riesgosos, que ningún banco en su sano juicio otorgaría por ofrecer pérdidas y temer un impago. A reflotar otras empresas públicas hipertrofiadas, ineficientes y con inmensas pérdidas para los contribuyentes que las mantenemos pero que no gozamos ni de sus productos, ni de los productos que de otra forma pudieron haber existido de no financiarse aquellas empresas malgestionadas. Y como estas un larguísimo etcétera. Y al final, los recursos no son infinitos y poco queda para algo más después de costear los muy diversos sectores clientelares a la periferia de la casta política.

 

     Si esta actividad expropiada y monopolizada, en cambio, hubiese estado en manos privadas, habría implicado en primer lugar competencia (en vez de un monopolio); en segundo lugar la gestión de este negocio con criterios racionales económicos (en vez de criterios políticos); y en tercer lugar la integración efectiva de este sector con el tejido social y las demás actividades productivas (y a beneficiar clientes políticos que viven de buscar esta renta). Los frutos de la competencia son el mejor aprovechamiento de los recursos sociales en lo que la sociedad verdaderamente demanda y la existencia de claros incentivos para la innovación, el esfuerzo y la disciplina en la gestión empresarial. La expectativa real de ganancias o pérdidas de los actores privados, los mueven a ofrecer a los consumidores la mejor calidad al mejor precio. Y este espontáneo proceso del mercado premia a quienes saben hacerlo mejor y que ahora podrán utilizar sus ganancias para ampliar sus negocios o financiar otras actividades con los mismos criterios demostradamente exitosos creando muchos empleos realmente productivos. La racionalidad económica en el uso de los recursos de esta lucrativa industria, permitiría que los agentes privados tuvieran en mente siempre la sostenibilidad futura de sus proyectos empresariales asociados a esta industria o alternativos. E invertirían estos recursos con criterios más apropiados y rentables que la alternativa pública y además con estrategias de riesgos muy distintas. Debido que a mayor riesgo mayor ganancia, un empresario podría asumir riesgos mayores con su propio capital, a la espera de mayores beneficios, que la estrategia que debería seguir un gobierno teóricamente sometido al examen público. En pocas palabras, un gobierno responsable tal vez no hubiese invertido en Google, sino más bien en una explotación agropecuaria.

     Por ejemplo ante los vaivenes de los precios del petróleo en el caso venezolano, de no haber sido expropiada esta industria, miles de empresarios independientemente habrían tomado a los pocos años previsiones importantes. Previsiones que por cierto a los políticos venezolanos de forma centralizada les tomó décadas intentar implementar, mediante el Fondo de Inversión para la Estabilización Macroeconómica (FIEM), creado tan tarde como en 1998. Este fondo para compensar los altibajos en los precios del petróleo, sólo duró 13 años hasta 2011 cuando Hugo Chávez terminó de desmantelarlo de forma definitiva (ver vídeo acá). Un buen número de empresarios privados se habría dado cuenta en seguida, porque son dolientes directos de su propiedad, de la necesidad de ahorrar y diversificar sus actividades y de agregar valor en vez de dedicarse meramente a la actividad primaria de extracción, con precios tan volátiles. Esto los habría empujado a orientar su renta proveniente del petróleo, en el caso venezolano, verticalmente aguas abajo –refinación, petroquímica, plásticos, investigación y desarrollo en ingeniería de los materiales, productos terminados para el consumo final, etc.- y horizontalmente hacia otras industrias conexas o muy distintas del sector petrolero –turismo, alimentación, servicios, exportación de bienes de consumo, etc. Y estos proyectos no nacerían con una vocación política, sino con la firme expectativa de que su consecución será financieramente sostenible y lucrativa. Así en unas pocas décadas, con capital privado, el sector privado venezolano habría “sembrado el petróleo” eficazmente. Lo hubiese hecho espontáneamente, sin plan centralizado alguno, generando empleos productivos en proyectos empresariales sostenibles, competitivos y rentables, difundiendo así de manera efectiva en todo el tejido social los beneficios privados de la renta petrolera. Porque un empresario que no prevea la volatilidad de los precios del petróleo, que maneje su capital de forma ineficiente o a pérdida, o que despilfarre sus recursos en coloridos proyectos no rentables o insostenibles a largo plazo, quiebra rápidamente y libera los recursos sociales que controlaba, para que otro empresario más competente les de ahora un nuevo uso con una mayor utilidad social (que no es otra cosa que en proyectos lucrativos con posibilidad de ganancias).

 

     Estos, creo que son los principales mecanismos de financiación de los gobiernos, es decir, de dónde salen los recursos para costear lo que muchos creen que de aquél obtienen “gratis”. En palabras de Gerald Ford: un gobierno tan poderoso como para darte todo lo que quieras, también es lo suficientemente poderoso como para quitarte todo lo que tengas. En general un gobierno grande, que asfixie, exprima, hostigue y le quite grandes oportunidades de prosperidad a la sociedad, solamente para poder sostener un proyecto de repartición de la riqueza, a la larga acabará con ella e inexorablemente condenará al país a la pobreza estructural. Y de esto en el largo plazo no se beneficia nadie, por muchas cosas puntuales que el gobierno pueda ofrecerte como carnada y por muy visible que puedan aparentar ser los beneficios a corto plazo. No hay varita mágica en la economía, ni caminos fáciles, ni debe ser el objetivo de la política dar nada a nadie. Todo se paga, pues “no hay nada gratis en la vida”. Cuando te ofrezcan o recibas algo aparentemente “gratis” de algún gobierno, haz caso a Bastiat y detente un instante a reflexionar a cambio de qué puedes estarlo recibiendo, cómo lo pagarás tú y tus hijos en el futuro y, en el mejor de los casos, a quién más tuvieron que quitarle en tu nombre algo que necesitaba a cambio de aquello que te están prometiendo.

 

Luis Luque

 

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