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El sillón verde

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El sillón verde

La mamá de Andrea ya no era ni la sombra de sí misma; creo que una sombra es más digna y menos lastimera. Ya no quedaba ni rastro de la persona jovial, divertida y hasta atrevida que había sido. Fue un cambio lento, un cambio que parecía gestarse en la oscuridad y en las miradas volteadas. La enfermedad, como las peores, tuvo una paciencia casi infinita, digna de su maestría, y no manifestó ninguna prisa por llevarse a la mamá de Andrea al mundo de los muertos; ella estaba, al fin y al cabo, segura de su victoria.

La mamá de Andrea reposaba en el sillón verde que, enclavado en medio de la sala, jamás había cambiado de sitio desde que yo lo conocía. Aquel sillón era un símbolo para mí, tenía tantas historias como cráteres tiene el lado invisible de la luna. En aquel sillón me senté la primera vez que visité ese apartamento. En aquel sillón vi la final del mundial de Sudáfrica, con ese gol de Iniesta en un tiempo agónico. En aquel sillón leí y entendí, al fin, la magnitud de La Divina Comedia. En aquel sillón mis labios rozaron los labios de Andrea cuando más los anhelaban, durante la parte más aburrida de una película de Kubrick. En aquel sillón, en medio de una noche en la que el Ávila tenía heridas de fuego y escupía cenizas asfixiantes, Andrea y yo nos hicimos novios.

Los ojos de la mamá de Andrea permanecían cerrados. Su cara estaba echada hacia atrás, como en una patética actitud de meditación. Creo que hasta el médico más hábil hubiese tenido dificultad para determinar si ella estaba viva o muerta de no ser por aquella respiración errática que sonaba similar a una máquina descompuesta. Tenía las manos esqueléticas ya curvadas, a modo de garras, apoyadas sobre los brazos casi aterciopelados de aquel sillón verde. Andrea me recomendó caminar con cuidado, en medias y en puntillas, y hablar en voz baja para no despertarla.

Aquélla era una tarde hermosa, aunque el calor era húmedo y un tanto insoportable, de ese calor que se intensifica aún más gracias al humo perenne de la ciudad. Irónicamente, aquél no era un sábado de mucho tráfico. El apartamento en el que Andrea vivía tenía un gran ventanal que contaba con privilegiadas vistas a la Francisco de Miranda. Ella y yo éramos capaces de pasar jornadas enteras fumando y apoyando los codos en el alféizar mientras observábamos a los peatones, quienes, de día y de noche, caminaban aterrados y despertaban, entre nosotros, comentarios que se habían transformado en lo único capaz de hacernos reír. Nos burlábamos de las señoras gordas de rostros entristecidos que abrazaban sus bolsas de mercado. Nos burlábamos de un tullido mendigo que había tenido la fortuna de encontrarse, en la basura, un lujoso traje negro prácticamente nuevo. Nos burlábamos de los niños que jugaban entre las aceras rotas de un país destrozado.

Andrea me había invitado a almorzar. Ella no tenía muchas habilidades culinarias, pero era docta en crear salsas espesas para pasta. A pesar de que aquello era lo que más le gustaba comer, Andrea era bastante delgada. Ella tenía la teoría de que era el cigarro, su buen amigo el cigarro, lo que la mantenía en forma. Andrea detestaba el ejercicio, y las pocas veces que la vi correr la vi cansarse rápidamente, teniendo que parar para apoyarse en sus rodillas y recuperar el ritmo normal de su respiración casi asmática, que venía acompañada de una intensa tos con flema.

Una vez que Andrea y yo comimos, regresamos a la sala y quizás un mal paso, o de repente el ruido de un aire que entró por la ventana, despertó a su mamá. Fue un despertar lento, como si una estatua milenaria cobrara vida de repente y, con torpes gestos, estuviese aprendiendo a moverse y a tener un mínimo control sobre su cuerpo. Abrió los ojos y me vio, pero no me reconoció. Yo creo que la mamá de Andrea ya no tenía capacidad de reconocer a nadie. Se comunicaba (si es que podía considerarse aquello una comunicación) mediante berridos y gritos en voz baja. Andrea y yo la atendíamos en lo que podíamos, forzándola a comer, forzándola prácticamente a respirar.

Andrea me confesó una mañana, después de besarme de un modo un tanto diferente, que para ella era un verdadero alivio que su madre muriera. Yo me quedé en silencio por un momento. Ella buscaba en mi cara alguna respuesta, algún gesto de aprobación o de desaprobación para sus palabras. Yo me encogí de hombros. Supuse que nunca es fácil tener a un familiar en un estado como el que había transitado su madre. Ella se acurrucó en mi pecho y aprovechó para encender su cigarro con el mío. Sin querer me quemó, pero pareció no querer darse cuenta.

Al funeral de la mamá de Andrea fuimos pocas personas. Se celebró sin mucha parsimonia en el Cementerio General del Sur. Los rituales se hicieron con prisa ante un féretro prestado a falta de presupuesto familiar. Se escuchaban decenas de balas desde la parte de arriba, desde la zona de los barrios que bordean al camposanto. El sacerdote no dejaba de echar vistazos mal disimulados hacia los puntos más peligrosos; sabía bien que en aquel lugar, a la hora de una eventualidad, su dios no podría salvarlo.

Fue la primera vez que vi al papá de Andrea. Llevaba puestos un sombrero ridículo y un traje gris algo desgastado con una camisa blanca y una corbata morada. Andrea lo miraba con odio, con un odio que la hacía entrecerrar los ojos, con un odio que le provocaba choque de dientes. Su padre las había dejado solas, para irse con otra mujer, cuando ella comenzaba el camino de la adolescencia. Ella, después de encerrarse durante muchos días a llorar en su cuarto, transformó todos aquellos sentimientos en una ira gigantesca. Quemó todos los recuerdos de su papá y le juró rencor hasta el último de sus días (de él o de ella).

Yo sabía bien que Andrea no desaprovecharía la oportunidad de tener cerca a su papá para recordarle y manifestarle su desprecio. Era obvio que el padre de Andrea sabía bien (o, al menos, sospechaba) lo que se cruzaba en la cabeza de su hija única. Ella nunca le recibía sus regalos en navidad ni se comunicaba con él en ninguna fecha, fuese especial o no. La mamá de Andrea era un poco más condescendiente, le pedía a Andrea que no fuese tan tajante con su padre, seguramente hechizada por la idea estúpida y no recíproca del primer amor; pero Andrea no discutía, pues para ella la ley del silencio y de la distancia eran leyes sagradas e inquebrantables. Cuando terminó la ceremonia, se acercó a su padre y le escupió en la cara, frente a la mirada de los pocos asistentes; el salivazo era negro, repleto de nicotina. Él se puso furioso, sabiéndose humillado. Intentó, en un ataque de ira y en un intento desesperado por conservar algo de dignidad, alcanzar a Andrea con una bofetada violenta, pero ella simplemente fue más rápida y, tras esquivarla por mero reflejo, se alejó mientras rumiaba, en voz muy alta para ser baja y muy baja para ser alta, los insultos más atroces que la mente es capaz de imaginar.

Fue durante una mañana, desayunando cada uno un gran tazón con Froot Loops, cuando Andrea me pidió hacerlo. A veces siento que las proposiciones más geniales, más perversas y más locas de este mundo nacen siempre a la luz del alba, como si el sol agitara los pensamientos de los seres humanos hasta hacer que éstos no se reconozcan a sí mismos. Yo tardé en saber si ella hablaba en serio o no. La vi a la cara durante varios segundos, pero ella me perforó con la mirada profunda de sus ojos marrones. No estaba jugando con lo que decía.

Ella me dijo que su vida había perdido el sentido desde hacía mucho tiempo, pero que la muerte de su mamá, a pesar de ser un alivio para el cuerpo, para el cansancio y para los nervios, fue una suerte de tiro de gracia, un parteaguas hacia la nada. Andrea siempre había sido una persona displicente, pero ahora el mundo, o su visión del mundo, era una película infinita sin trama ni objetivo, una obra experimental en blanco y negro capaz de aburrir hasta al cineasta más entusiasta. Me pidió decidir rápido. Me dijo que, si no la acompañaba, ella igual lo haría sola.

Yo tenía, apenas, cinco o seis años de noviazgo con Andrea. Nunca habíamos planificado nada. Nunca había estado en nuestras cabezas la idea de casarnos, mucho menos la idea de tener hijos. Todo se fue dando de una manera espontánea y natural, quizás allí radicaba el éxito (o al menos la rutina) de nuestra relación. Andrea era parte de mi vida, la parte más importante. Ella me había iniciado en muchas artes consideradas nocivas para las mentes de los puristas. Ella me había dado la sensación de amor y protección que mi familia jamás me había otorgado. Al visualizar mi vida sin Andrea, sin los proyectos de Andrea, sin las ideas locas y enfermas de Andrea, sin la risa dulce de Andrea, también yo veía al mundo como una obra de arte sin forma ni fondo, como un hoyo en donde ni el tiempo ni el espacio tenían el más mínimo de los sentidos. Por eso le dije que sí, que contara conmigo.

Prometimos no decirle a nadie. Aquél sería nuestro secreto, quizás el único explícito que habíamos forjado en toda nuestra vida. Era un acto de lealtad pero también de prudencia. Si alguien se hubiese enterado, seguramente hubiese llamado y alertado a la policía. Es cierto que la policía, nuestra eficiente policía de Caracas, no se hubiese interesado mucho en el caso. A lo sumo lo hubiesen considerado como una broma y lo hubiesen desatendido entre risas sarcásticas y grotescas. Pero yo siempre sentí que bastaba con ver a Andrea a los ojos para saber que su pulso no temblaría a la hora final. Fue la primera vez que tuve dudas. Fue la primera vez que tuve miedo.

Andrea me preguntaba, entre sonrisas que parecían de ensoñación, si su padre sufriría. Yo no sabía qué contestarle. El sufrimiento siempre me pareció una variable absolutamente relativa. Yo me limitaba a decirle que sí, no tanto porque estuviera seguro, sino porque sabía que mis palabras eran una promesa complaciente y balsámica para ella. Todo lo que implicara sufrimiento, dolor, pánico, humillación, destrucción, pérdida o vejación para su padre, para ella era como un trofeo que, aunque tuviese un valor proporcional al daño causado, ella atesoraba como lo único que tenía en esta vida que la trataba tan mal.

Acordamos el día. Sería dentro de dos viernes, casualmente el viernes santo. Andrea nunca fue creyente, pero siempre sintió curiosidad e interés hacia la simbología de la mitología cristiana. Quizás en sus momentos de rabia, de esa rabia no canalizada que se desbordaba como un torrente, Andrea se veía a sí misma como a una mesías, como a una enviada de Dios o del Diablo que tenía la licencia para injuriar esta tierra y para utilizar cualquier instrumento, desde un escupitajo negro hasta el sendero irrevocable de la muerte.

Lo haríamos con navajas. Yo prefería un método más limpio, más elegante, con menos evidencias, que dejara la menor cantidad de pistas posibles para que tardaran más en encontrarnos, si es que nos encontraban algún día, pues nuestra huida sería definitiva; pero al final, tal cual como si fuese una mesías o una profetisa, lo que Andrea decía y decidía era, para mí, santa palabra. No fue difícil encontrar un par de navajas Swiss Army; en mi casa había de sobra, ya que mi papá las coleccionaba y las utilizaba para sus labores del día a día. Andrea me dio las gracias, con seriedad, cuando le entregué una de las navajas en su mano, aprovechando para acariciarla en un gesto cursi. Ella parpadeó fuerte, en tono divertido, pero yo no sonreí. La idea de pensar en filos y en navajas me provocaba manchas trémulas en el corazón y en los nervios.

Yo le juré que iba a hacerlo con ella y junto a ella, pero no pude. La traicioné a última hora. La dejé sola aún cuando puse todo mi empeño en no fallar. Pero ella, como no podía yo dudar, sí fue fiel a su palabra. Sobre el sillón verde se hizo una herida profunda, en una línea recta casi perfecta, que fue desde la muñeca hasta el antebrazo. La sangre brotó como un manantial, como una fuente salvaje, y bañó el sillón y la alfombra, bañó el piso y su cuerpo; incluso algunas gotas salpicaron hacia las paredes. Ella se desmayó en seguida, aunque no supe exactamente cuando murió. Supongo que lo hizo cuando los labios se le pusieron morados y sus pestañas dieron la impresión de haberse congelado. Yo la miré con una ternura infinita, sabiéndome, para variar, el mayor de los cobardes.

Lo menos que pude hacer por ella fue darle a su padre la noticia de primera mano. No le confesé el detalle de que yo había estado junto a ella en el momento previo y exacto a cuando lo hizo, de que yo fui testigo y hasta cómplice de la planificación. Le inventé que me había enterado gracias a que ella me había enviado una nota de voz al Whatsapp que yo decidí borrar. A los pocos minutos asimilé que había cometido un error. Seguramente la policía revisaría el celular de Andrea y se encontraría con que yo, para variar también, había mentido. También descuidé el detalle de que la navaja era de mi papá y que, seguramente, no sería difícil relacionarme con el hecho. Ya decía yo que lo de las navajas no era una buena idea. Pero sí puedo asegurar que, aunque el padre de Andrea se hizo el duro, su rostro estaba descompuesto y que, quizás como castigo desde el más allá, tendría él que ser el encargado de todos los trámites relacionados con la investigación y con el cuerpo de su única hija. A veces me gusta imaginar a Andrea riéndose, junto a su mamá, de aquel patético hombre derrotado.

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