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Los nadie

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Los nadie
Fotografía: Miguel Gutiérrez.

Cuando la niña sonrió y cerró los ojos, cuando la muerte le venía por la espalda, yo también cerré los míos. No estaba lista para ver algo así.

Creo que cuando la gente se refiere a Caracas, en realidad se refiere sólo a su propio lado, a su propia perspectiva, a sus propios aciertos y desaciertos. Creo que, más allá del concepto de una ciudad, existen muchas Caracas. Existe la Caracas de los niches, la Caracas de los sifrinos, la Caracas de los deportistas, la Caracas de los drogadictos, la Caracas de los resentidos, la Caracas de los fracasados, la Caracas de los exitosos, la Caracas de los políticos, la Caracas de los que ríen, la Caracas de los que lloran, la Caracas de los que viven, la Caracas de los que mueren. Pero también existe, a mi parecer, la Caracas de los nadie.

Los nadie proliferaron a montones gracias a la revolución. Se reproducen como conejos aún sabiendo que son nadie, que son nada. Tienen el cabello encrespado y feo, tienen los ojos apagados. Sólo saben andar por la calle pidiendo dinero o comida. Intentan actuar para ganar más victimismo, intentan poner voces melodramáticas como si ya no fuese suficientemente patética su hambre. A veces sacan navajas y cuchillos. Se molestan cuando no les haces caso. Se multiplican y duermen al calor del gas maloliente de las alcantarillas.

La primera vez que me topé con un nadie fue en los tiempos del apagón. Estamos hablando de hace dos años. Fueron tiempos difíciles para todos. En los Naranjos llegamos a pasar hasta siete días sin electricidad de ningún tipo. La noche era aterradora. Mi mamá, siempre paranoica, hasta que la vencía el sueño, se asomaba por la ventana ayudándose con una linterna. Los cercos eléctricos eran inútiles y ella temía a los escaladores, aquellos hábiles ladrones que trepaban por las ventanas de los edificios para saquear y robar. «Anteayer mataron a una señora por El Cafetal. Se metieron a su casa y la degollaron», nos comentaba una vecina.

Había ido con mi carro a buscar gasolina. La cola era titánica, quizás de unos cuatrocientos o quinientos metros. Me dolía la cabeza, no había desayunado. Me amargaba la sola idea de tener que estar allí toda la tarde o, peor aún, toda la noche. Cuando estaba ensimismada en mis pensamientos, un nadie, un niño nadie, con su cara sucia y su franela desteñida de Coca-Cola, me tocó el vidrio del carro con sus nudillos mugrientos. Traté de ignorarlo, pero él se quedó allí parado, quieto, como los asesinos de las películas de terror. Bajé el vidrio con un enfado evidente. «¿Qué coño quieres?», le pregunté.

Mi papá siempre me decía que a los nadie, a los más pobres, a los mendigos, a los vagabundos, hay que hablarles rudo. De lo contrario, pueden oler tu miedo y aprovecharse de él. «Uno tiene que andar siempre bajo perfil», comentaba mi papá tras quitarse el saco gris que tenía bordado el logo del banco Mercantil. A mí papá lo habían asaltado más de quince veces en su vida saliendo del trabajo. Ya se podía considerar aquello como una tradición dentro de la familia. Tenía contada cada una de las veces y siempre, cuando en alguna cena de Navidad o de año nuevo contaba los sucesos, se reía con su risa de fumador y se lamentaba de ser una persona de mala fortuna.

El niño nadie, el que estaba parado al lado de la ventana de mi carro, me pidió dinero o comida, lo que pudiese. Le dije que no tenía nada. Él siguió allí de pie, sin moverse, como si en cualquier momento yo fuese a cambiar de decisión y a decirle algo como «Es mentira, hijo mío, toma para que almuerces como es debido». Como le pedí que se fuera, me arrojó un insulto que no entendí bien cuál era, unas palabras masculladas, y se fue caminando hacia el carro de enfrente, que también hacía cola para poder poner algo de gasolina, y no cesaba de verme con un odio y con un resentimiento que eran más grandes que su insignificante estatura.

Pedro era uno de mis mejores amigos. Era un chamo robusto, de barba espesa, que no le tenía miedo a absolutamente nada. A pesar de que tenía una camioneta cara, considerada como un imán para los ladrones y los secuestradores, Pedro jamás le tuvo respeto a la calle. Hablaba en un acento extraño, como en una mezcla de mandibuleado con tuki. Se había graduado en la Metropolitana de administración y siempre decía que su proyecto en la vida era acabar con la pobreza en Venezuela, ya fuese por la vía de la política o por la vía de la violencia. Cuando lo decía en las reuniones, con una seriedad que a todos nos inquietaba un poco, mezclando con su dedo su trago de ron y refresco, siempre se formaba un silencio algo incómodo que nos hacía cambiar de tena enseguida. «¿Alguien vio el golazo que metió Sergio Ramos de cabeza contra el Bilbao?», comentaba alguien, y todo seguía su curso, como si nada.

La rabia que Pedro le tenía a la gente de clase baja no era gratuita. Pedro era muy unido con su papá. Recuerdo bien al papá de Pedro, era un obeso estricto pero simpático que me trataba con mucho cariño y que siempre nos echaba vaina, pues nos decía que Pedro y yo terminaríamos casándonos algún día. Una noche, tras terminar de verse con varios amigos con los que se había graduado hacía muchos años, lo interceptaron un par de motos cerca del elevado de Los Ruices. El papá de Pedro se resistió al atraco e, intentando mediar, recibió un tiro fatal en el cuello. Nunca vi a Pedro llorar por eso, pero sí es cierto que se fue transformando, se convirtió en un ser diferente, más frío y más seco. La rabia parecía borbotearle a veces; por eso, decíamos todos, siempre era mejor jamás sacarle el tema de su papá.

Si yo hubiese sabido que el decir aquellas simples palabras sería el detonante de todo lo que sucedió luego, me hubiese quedado callada quizás para siempre. Pedro y yo estábamos bebiendo en el césped de mi edificio, acostados uno al lado del otro, viendo al cielo, hablando de millones de pendejadas, cuando yo, para mantener viva la llama de la conversación, lo dije. «Un niñito de mierda, de esos pordioseros, me insultó cuando estaba en la cola para echar gasolina». Pedro se incorporó, se sentó, la expresión le cambió. «Un día tengo ganas de matar a alguno». Un temblor me entró por el espinazo, por los hombros, por los pechos, por la boca. Pedro no estaba bromeando.

Una mañana, en uno de esos sábados lindos que nos regala a veces Caracas, de esos sábados luminosos en los que el Ávila parece fragmentarse en un sinfín de anaranjados y verdes, Pedro me pasó buscando a mi edificio de Los Naranjos en su camioneta. Me había invitado por Whatsapp, aquel mismo día, a comer un dulce y a bebernos un café por Los Palos Grandes. Yo acepté de buena gana. Nos montamos en su camioneta y él parecía tan sonriente, tan feliz, tan inocente. Hasta me comentó que se había levantado bastante temprano y había ido a trotar.

Nos paramos en la panadería Aida de Los Palos Grandes. Nos bajamos y nos sentamos en una de las mesas de adentro. «Pide lo que quieras», me dijo Pedro. Yo pedí un croissant con queso crema y jamón y un café con leche grande. Él pidió un cachito mixto con un jugo de parchita. Me comentó, cuando estábamos comiendo, que últimamente soñaba mucho con su papá, a pesar de que ya habían pasado más de siete años de todo aquel suceso de los motorizados. Algunas moscas volaban alrededor de los panes frescos del mostrador. Uno de los panaderos, malhumorado, con un acento portugués que rozaba lo cómico, se quejaba de que el aparato eléctrico para matar los insectos estaba dañado de nuevo.

Cuando terminamos de comer y salimos de la panadería, dispuestos a regresar a la camioneta de Pedro, estacionada a unos diez metros, se nos acercaron dos niños nadie, de unos siete y cinco años (más o menos) respectivamente. La de siete era una niña de ojos asombrosamente ambarinos y diáfanos a pesar de su piel morena. El niño, su hermano menor con casi toda seguridad, tenía el pelo negro mal cortado, con tijeretazos aquí y allí a lo largo de su cabeza pequeña. La niña nos pidió algo de comer. Yo la ignoré y Pedro, siempre más directo, le dijo que no con un desdén infinito. «Pero para desayunar sí tienes, hijo de puta», le respondió la niña a Pedro.

Pedro palideció durante unos instantes. Sus cejas se enarcaron en una expresión de furia que sólo sabía crecer con el paso de los segundos. Tuve miedo. Pensé que Pedro, ahí mismo, le entraría a patadas a la niña hasta arrinconarla en la pared exterior de la panadería. Cuando se volteó a encararla, la niña permaneció de pie, sin alejarse ni un paso, y miró a Pedro de una forma alzada y retadora. «Vámonos», le dije a Pedro, pero él pareció no escucharme. El niño de los tijeretazos, al parecer más precavido y con más sentido común, se escondía detrás del vestido de su hermana, por vestido entiéndase una franela larga que le cubría a la niña casi todo el cuerpo.

Del bolsillo de atrás de su bermuda, Pedro sacó su cartera de cuero. La abrió y tomó un billete de cincuenta dólares. Yo me sentí confundida, tuve uno de esos presentimientos de que, a partir de aquel instante, todo iría a peor. A la niña (y a su hermano también) le cambió la expresión del rostro completamente, aunque seguía asomándose, en sus ojos casi amarillos a la luz del sol de la mañana, un retazo de desconfianza; al fin y al cabo, Pedro era un desconocido. «¿Quieres cincuenta dólares para que desayunes bien?», le preguntó Pedro. La niña permaneció un rato en un silencio dubitativo. Su hermano, también sorprendido por el valor de aquel billete, la miraba con ojos suplicantes. La niña, con más desconcierto que otra cosa, asintió con la cabeza, pero sin decir una palabra.

Pedro le extendió el billete. Cuando la niña fue a tomarlo, Pedro lo retiró con brusquedad. La niña retrocedió con instinto, al igual que un gato que brinca hacia atrás cuando la presa se le mueve por sorpresa. «Si quieres el dinero, tienes que acompañarnos primero a hacer una diligencia», dijo Pedro. La piel se me puso de gallina. «¿Qué coño haces, Pedro? Vámonos, por favor». Pedro no me hizo caso. Pedro señaló con su mano hacia la camioneta, como indicándole a la niña el camino que tenía que seguir.«Si no nos acompañas, no hay nada. Será sólo un momento». La niña, tras secretearse durante un instante con su hermano, comenzó a seguirnos. «Coño de la maldita madre con este loco de mierda de Pedro», pensé.

Comenzamos a rodar por la autopista. Pedro iba manejando, yo iba de copiloto y la niña, entre asustada y curiosa, estaba sentada en la parte de atrás. Vi mi expresión en el espejo retrovisor. Mi cara era de miedo, de incredulidad. Si no hubiese sido porque la niña se montó en la camioneta por voluntad propia, hubiese pensado que estaba implicada en un secuestro. Las manos me sudaban, estaba nerviosa. Pensé en pedirle a Pedro que me dejara en mi casa y poder huir, pero, por alguna razón, me contuve. No quería que cualquier palabra iniciara una conversación con aquella niña extraña, con aquella niña nadie. Era mucho mejor el silencio, a veces lo es.

Cuando estacionamos en el edificio de Pedro, que no estaba tan distante del mío, Pedro se bajó y le abrió la puerta a la niña. La niña tardó varios segundos en bajar, comenzaba a tener miedo auténtico, a darse cuenta, quizás, del problema tan grande en el que se había metido. «Baja, hija, que no te voy a comer”, dijo Pedro con una sonrisa sarcástica. La niña bajó. Caminamos hasta la casa. Era curioso ver a aquella niña caminar por los pasillos y meterse en los ascensores de aquel edificio de lujo. Rogué a la vida que ningún vecino nos viera, sería una imagen extraña y, sin duda, comenzarían a murmurar y a preguntar. Pero no salió nadie, no hubo testigos. Entramos, finalmente, en el apartamento de Pedro.

Nunca, nunca (juro que, literalmente, nunca) olvidaré la expresión de aquella niñita sucia al momento de entrar en el apartamento de Pedro. Pedro vivía solo en un apartamento precioso. Era un apartamento que estaba ubicado en un cuarto piso. Era luminoso, con grandes ventanales, con muchas plantas, con cuadros hermosos de muchísimos colores, con un gran televisor en el que solía jugar PlayStation. La niña nadie miraba todo aquello con boca abierta, girando su cabecita hacia todos lados, como si hubiese entrado a la cueva de las maravillas.

«¿Quieres desayunar?», le preguntó Pedro. La niña, sin pensarlo dos veces, dijo que sí. «Después de que comas, te doy tu dinero y te vuelvo a dejar en la panadería». Mientras pedro fue a la cocina, me dejó sola con la niña. Yo evitaba mirarla, y ella evitaba mirarla a mí, pero hubo un momento en el que, inevitablemente, nuestros ojos se encontraron. Yo sonreí cortésmente, como una estúpida, y la niña, a quien nunca la había visto sonreír (por razones obvias) permaneció seria y alerta, como dispuesta a echar a correr en cualquier momento si llegaba a notar algo (aún más) inusual.

Pedro regresó con un gran vaso de Toddy, un vaso que parecía más grande que la misma niña. «Esto es Toddy», le explicó a la niña, como si ésta fuese una retrasada mental. La invitó a sentarse en la mesa y la niña, con sus manos delicadas aunque terrosas, agarró el vaso y se lo bebió con una prisa tal, que parte del líquido se le derramó, sin a ella importarle mucho, sobre la ropa. «Qué asco esta vaina», me susurró Pedro al oído y se quedó esperando una respuesta mía. Yo, al igual que había sucedido en el carro, cuando estábamos por la autopista, preferí el silencio.

«¿Te gustó?», le preguntó Pedro a la niña. La niña, ahorrando vocablos, movió la cabeza afirmativamente luego de dejar el vaso sobre la mesa. «Ahora tengo una sorpresa para ti, pero debes cerrar los ojos», dijo Pedro. Un agujero del tamaño de La Antártida me perforó el estómago. «Mosca con una vaina, Pedro», quise articular, pero las palabras, por el miedo, no me salieron. La niña, tras dudar un largo rato, y quizás habiendo bajado la guardia por efectos del Toddy, cerró los ojos y sonrió como esperando algo fantástico. En ese momento se vio tan desdichada, tan miserable, tan vulnerable.

Pedro, a espaldas de la niña, desenfundó un cuchillo que se había traído de la cocina y que había escondido debajo de su propia franela. La voz no me alcanzó ni siquiera para pegar un grito de advertencia, para implorarle a la niña nadie que corriera, que huyera, que se volteara al menos. Aunque cerré los ojos para no mirar, todo me pareció tan vivaz, tan nítido, que fue como si lo hubiese visto con todo lujo de detalles. Pedro le fue directo al cuello, a la espalda, a la cabeza. Le fue con saña, le fue muchas veces, como si aquella muchachita hubiese sido la culpable de la muerte de su padre, de las desgracias de Venezuela, del mal de todo el mundo. La niña casi ni se dio cuenta de nada, sólo se desplomó, chorreando sangre como un puercoespín herido, y cayó al suelo con la mirada petrificada. «Así es como hay que hacer con estas mierdas», sentenció Pedro tras un breve silencio, luego de verificar que él también se había manchado.

Tras limpiar mucho, mucho, tras llorar y moquear, tras vomitar y reclamarle, tras maldecirlo y acusarlo, lo ayudé a esconder el cuerpo entre sábanas, a bajarlo hasta la camioneta y a lanzarlo en algún rincón del Ávila, en la ruta hacia Galipán. Creo que el cuerpo no fue hallado nunca, sólo quizás por zamuros, por alimañas y por otros animales de rapiña. Me volví una chica nerviosa y ansiosa, con un insomnio bestial y sin ninguna gana de leer o de ver noticias. Incluso evito, en la medida de lo posible, mirar al Ávila, aunque el Ávila, y eso lo sabe bien mucha gente, es una experta en guardar secretos macabros y negros dentro de su cuerpo inundado de árboles.

Pedro, por prevención, huyó del país, ahora vive en algún rincón de los cada vez más decadentes Estados Unidos. A veces, muy de vez en cuando, nos hablamos, nos escribimos y hasta conversamos por Skype. Pero nunca, nunca, nunca tocamos ese tema. Es como si lo hubiésemos suprimido entre ambos, aunque el recuerdo de aquella niña nadie, sobre la que no preguntaron ni investigaron jamás, al menos a mí me retuerce el espinazo y la consciencia. Pero los nadie, de todas formas, se siguen reproduciendo en Caracas, en una de tantas Caracas.

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