Ya estás muerto. Y no es una verdad revelada. Ergo, si te suicidas o decides esperar a la muerte y mientras tanto fomentas al género humano, tu situación no habrá cambiado. Bucar amapolas en otras tierras, otros hábitos para tender la vista cuán ancho es tu mundo, tampoco cambia a tu realidad. Y si contemplas a tu propia sangre, verás que todos a tu alrededor también están muertos. Esqueletos ataviados como la nobleza; cadáveres cuyos semblantes se niegan a dejar este mundo; estelas talladas con sangre; dioses para todas las nimiedades; ovejas rojas, osarios, huesos de animales extintos, cuadros barrocos, piezas alabastrinas y columnas enhiestas para los nuevos templos o pura futilidad humana.
Catervas afanadas, solamente moviéndose en ese ilusorio ir y venir que las criaturas lujuriosas y medrosas conocen, que tú siempre ves. O cada mañana bebiendo el jugo de los dioses o regocijándose en el despuntar del día, claridad que tanto anhelan. Y el mismo afán de fatigar a tu mente con miríadas de libros que siglo a siglo, en mayor o menor medida, nuevas sombras se esfuerzan por repitir.
¿No habría que formar una palabra que aluda a lo-que-no-es y a lo-que-es en tanto que ambigüedad? (Sé que mis colegas deben estar riéndose de esa última pregunta.) Las paráfrasis son tácitas. El ejercicio de futilidad es el mismo. Pero ya irás acostumbrándote a la manera en la que no suelo emplear a los lenguajes. Lo más probable es que no sea como no digo.
Aunque otras sugestiones y páginas más folletinescas que el Eclesiastés me llevan a figurar a un conjunto de alternativas para ampliar a la idea central –que no son exactamente estas voces–, como las preconizaciones de Leonard Susskind y asimismo a las variaciones seculares de la Hipótesis del genio del mal de Descartes. Solo consabidas palabras, siempre.
