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Transacción fallida

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Transacción fallida

Me divertía como fiscal de tráfico, recorriendo de palmo a rabo la avenida Río de Janeiro. Ya había contabilizado una docena de “compinches” para surtir combustible (gente de diferentes clases sociales, desde mecánicos, profesores universitarios, comerciantes informales, hasta funcionarios policiales)  pero la sed, el pregón interno por matar la ansiedad como una cucaracha en el parabrisas era superior. En épocas recientes las colas eran razón de adquirir rubros alimenticios comunes; los últimos cinco años en el país dieron cabida a ratas miserables que adquirían, redoblaban y vendían sobreprecio los productos. Una sociedad descompuesta que brilla con luz propia, o mejor dicho se extingue al final de un túnel de entresijos judiciales corruptos, absurdos muy parecidos a la ficción. Desde el sábado 18 de julio cerca de las 5:45 a.m. me aparque a tres cuadras de la bomba de gasolina Texaco de las mercedes; el río Guaire ondeaba cerca de donde me tocó darme un puesto de espera. Como un vigilante trasnochado recibí el alba, gire suavemente la tapa del termo de café y, además de todo le metí un mordisco de cocodrilo a la arepa con huevo frito que preparó mi esposa.

Hace quince años o menos sentía latir bajo mis músculos el deseo de irme lejos de este país. La guerra intestina que se gesta en medio de este sancocho de colores tropicales, mestizaje indoeuropeo que se afirma en la soberanía de la frase “Bochinche, puro bochinche” que declino en un momento aciago Francisco de Miranda, hizo que perdiera las ganas de graduarme de politólogo. La universidad y sus consecuencias tuvieron que, resumiendo cuentas, quedar disminuidas al recuerdo de una juventud perdida.

Una agenda de cuero viejo es mi cuaderno de notas para los momentos de aislamiento, que no es lo mismo que “aislamiento voluntario”. Este proceso que nos ha tocado vivir desde hace cuatro meses, ya ni recuerdo. Me inclino un poco por el astigmatismo que me hace perder las palabras, se arremolinan como en un torbellino de basura en la calle. Entonces, proceder a imprimir alguna que otra reflexión puede matar la ladilla. Las esperas nunca fueron un lugar donde me gustara permanecer. Un responsorio inadecuado para soltar las amarras de la ansiedad más violenta, el estrés y los pensamientos oscuros. Limitado por un rayo de sol escandaloso me decidí a cerrar la agenda cuando un hombre maduro, de complexión regordeta me hizo señas desde la acera contigua. Baje del automóvil, con lo que me había costado encontrar un poco de comodidad y, sintiendo que de pronto la mañana nos daría un impulso diferente me acerque al extraño.

  • Espesa la mañana, aunque el sol esta como de playa en carnavales – sonreí sin querer; cubriendo mi boca con el codo aguantando un estornudo.
  • Así parece (sostuvo el gordo parecido al señor barriga) – el tapabocas parecía que no le sentaba bien, respiraba con dificultad.
  • Yo vengo de La Trinidad, en el municipio Baruta. Por allá nada que ver con la gasolina. La vaina esta fea – decore lo último para darle dramatismo.
  • Sí, hermano – dijo el gordo. Apenas por aquí surtieron el miércoles en la noche. ¿Puedes creer que pasada la media noche ya estaba seca la bomba?
  • Coño, es arrecho. Quien quita, a lo mejor estemos de suerte. Brindo por ello – y me lance otro trago de café para ahuyentar el pesimismo.
  • Depende, mi pana. Dicen que en esta bomba de gasolina los funcionarios o algunos “ciudadanos” tienen una mafia. Como cualquier otro rubro nacional que este escaseando se le monta el ojo y bueno… lo demás se sabe.
  • Cosa de costumbre, ¿no? Mientras uno pueda poner combustible al carrito para hacer las diligencias. Y con este peo de la pandemia, ¿Nos la supieron montar? La pata me refiero.
  • Pero, sin embargo… la vaina es cuesta arriba. De repente, mientras estamos aquí hablando como pendejos nos roban la batería. Los malandros ahora son como gatos, ni se sienten – y el gordo se ahogó en tos.
  • No me asustes, mira que la acabo de comprar hace un año. Un ojo de la cara, tu sabes; cualquier vaina se adquiere en divisas – y me abrí la chaqueta porque el sol me hizo correr una lagrima de sudor.
  • Voy a dar un vuelta, hermano. Hablamos…- el gordo se enfilo hacia un puesto de empanadas.
  • Dale, aquí seguiremos. Al pie del cañón – saque una cajetilla de cigarros, deslice uno del montón y dispuse mis pulmones a un sorbo de cáncer.

En apariencia la cola del combustible de la mañana del 18 de julio no parecía diferente a cualquiera de las otras 10 o 20 que cubrían la ciudad como el Kraken de los mares inhóspitos. Encendí un rato el radio que llevo en mi auto, un modelo del 71 Dodge Valiant, color negro. Los cuentos peregrinos de siempre, más en este caso, la locutora dejó un balance regular sobre el abastecimiento de combustible en la gran Caracas. Desde hace un mes y pico habrían llegado los buques desde Irán, para que este país macilento pudiese seguir en movimiento.

Se hizo todo un alboroto por los bloqueos americanos dirigidos al gobierno de turno; y cuando la gasolina que mantiene el aparato automotor en marcha se vio en peligro los profetas del desastre dijeron “No habrá gasolina en meses”. Yo creí en su momento que todo se iría al carajo, pero, en Venezuela, con la maquinaria propagandística más el enfoque nihilista de la mayoría nada se da por sentado. Metí lo poco que me quedaba de café en el termo, a ver si por arte de magia volvería a llenarse, a sabiendas de lo duro que es mantenerme distraído sin él.

12:00 m y el valle luminoso de reflejos no dejaba entrar en su seno a cualquiera que impusiera de way of life. Practicantes de la improvisación se daban un banquete con un picnic a expensas del público presente. Unas tres camionetas en seguidilla, de esas modelo Four Runner Toyota partían el día en dos con una parrilla que instalaron sin escrúpulos. Se repartieron los pedazos más obscenos de carne de primera: solomo de cuerito, chorizo español y, por si fuera poco, morcilla carupanera. Acompañados con lo mejor de una orden de cervezas con sus respectivas hieleras. Solo pude sobarme la barriga con envidia de la buena; permitiéndome quitarles un trozo de carne en pensamientos como un perro ladrón.

A eso de las 5:30 p.m. no había rastros de homo sapiens a la redonda. Todos parecían dormitar en sus casas rodantes. Los automóviles exhalaban como animales que pacen en las llanuras africanas luego de un día de cacería. Uno que otro colocaba una canción chocante, yo me envolví como trompo en mi puesto, coloque las manos sobre el volante, el play de la casetera dijo “ok” e intente dormir algo.

El reloj en mi muñeca izquierda marcaba las 8:09 p.m. cuando una mujer delgada, que sin mentir tendría unos 20 años, por máximo; chasqueo sus numerosos anillos en mi retrovisor a modo de guiño. Sus uñas largas, rojas, unas medias de malla, tacones de silicón y una falda que le dejaba ver hasta la cedula me plantó el dilema de contraer sus servicios de manera exprés. Yo tuve la amabilidad de negarme como un caballero, la morena platinada se arrechó… me sugirió una remodelación en la polla, seguido de un enjuague y engrase (del original traducido: oral 5$ y con todo 8$). Le recalque que era muy bella, que podría ser su hermano mayor. La verdad podría contraer rabia o peste si me acostaba con un elemento de la noche como ese. Me maldijo, se montó en una moto de parrillera, en dos acelerones se perdió avenida adentro.

Volví a mis sueños habituales cuidando ganado en tierras del llano adentro. Donde cualquier excedente del caos citadino se puede interrumpir con el canto de un alcaraván. Mi mujer sirviendo una comida suculenta, con poca ropa, yo columpiándome en mi chinchorro…

Los sueños se revolvían unos con otros, o sentía despertarme sobresaltado a cada momento. Una interferencia de vibración moderada rompió la calma al sentirme observado de pronto, más el chasquido del vidrio como quien toca la puerta me puso frente a frente con mi sorpresa. Dos hombres con tapabocas que no les dejaba ver ni las caras estaban postrados frente al carro. El primero de ellos con una automática apuntando directamente a mi rostro, el segundo blandiendo un puñal que brillaba en la noche que ya había dejado secuelas en mi cabeza.

Baje el vidrio con los movimientos automáticos de quien no sabe si la vaina es sueño o realidad. Entendí algo así como “Baja del carro o aquí mueres”, seguidamente me descubrí en medio de la calle; con la cara de un payaso de feria esperando su paga, y los demás automóviles impávidos ante el acontecimiento. Los vi alejarse con mi auto, me dieron en las manos mi radio casetera porque no les servía de mucho y, una revista donde no habían mujeres desnudas. Nadie dijo nada, ni se apersono a defenderme en su momento. Lo que indica que la diferencia entre el enemigo invisible del coronavirus y los criminales de turno no es su corporeidad, sino más bien su gesta fatal. A la que muchos se niegan a combatir, ignorando que la solución es más que evidente.

Me senté en la acera, mis “camaradas” de cola iban de aquí para allá. Decían que la gandola iba a llegar en cualquier momento. Y en efecto, llegó cerca de las 10 menos 10 de la noche de ese mismo día donde perdí mi medio de trabajo. Unos contentos, otros insatisfechos como cualquier ser humano, llenaron sus tanques correspondientes. Tuve que jalarme la cajetilla entera de cigarros para asimilar la situación; necesariamente una escena de tragicomedia vulgar. Las autoridades me dicen que no han dado con el automóvil en cuestión, las probabilidades de que este haya cruzado la frontera son altas (puede que termine como vehículo de contrabando para el combustible que se lleva en tropel hacia territorio colombiano)  aunque se juega en contra de lo peor, siempre hay que estar preparado, y uno muere callado. Es un destino irónico, un chiste.

Con el acetaminofén en capsulas blandas combato mis dolores de cabeza incesantes, la palabra gasolina me causa un terror cercano a tener que ir al odontólogo. Los problemas sociales siguen su curso para implantar el virus de la frustración en el corazón de quienes queremos echarle ganas a pesar de. La entereza que tenía para aspirar a una vida mejor se ha reprimido en poco menos de 15 minutos, el tiempo necesario para que alguien decida si morirás o vivirás; si serás un registro olvidado en la estadística roja. Mi nombre es Marcos Suniaga, y trabajé de taxista por cinco años.  Vivo en Caracas, ciudad de claroscuros que merece ganarse cualquier record Guinness en finales felices.

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