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el conejo blanco

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el conejo blanco

Ese sube y baja que funge como mecanismo de regulación social abraza la idea del deseo con tanta firmeza como un puente entre dos miradas. Destapa otra cerveza, mira el encendedor que tiene sobre los dedos sucios, y comienza a juguetear con él. Quedarán par de cigarrillos, uno para él y otro para mí. Mientras enciendo el mío, Gonzalo se levanta de la mesa busca otra cerveza en la nevera y prosigue. No me interesa convivir en un mundo de esclavos, de fascistas, de comunistas, menos de perros proletarios. Cierra los ojos sobre el humo del cigarrillo. Para respirar hacen falta dos pulmones, ellos a su vez necesitan oxígeno, este procede de los árboles, maquinaria pesada que absorbe dióxido de carbono y expide el anhelado suspiro de vida para el ser. Un perro orina un poste con la serenidad de las hojas que ruedan sin rumbo, o una bolsa del mercado olvidada en la acera. Trastos sucios en el fregadero, vieja costumbre de dejar las cosas para después, para cuando haya tiempo, para cuando surja la vida entre los cuerpos muertos del presente. Ese mimo diabólico que nos patea las pelotas con la sorna de un infante, se me pierde el rollo de papel y cagar se convierte en un tema de supervivencia o canto frío de un pajarillo que se cae del nido. Apago mi cigarrillo en una totúma que hace las veces de cenicero. Una sonrisa se dibuja en mi rostro, esqueleto fiestero, pienso en lo que he sido un filo de navaja sobre un trozo de pan francés. Un arma mal aceitada, activada a media noche, que hiere la piel de lo intangible. Soy una hiena, un bebe de probeta, un axioma sobre la estupidez que significa querer volar entre cuatro paredes. Gonzalo sonríe, se rasca la barba y mastica un trozo de pan que adornó con un poco de mantequilla. Me dice: tienes que madurar, hacerte el ruin con el momento, opacar las miradas malignas con un baile de arlequín iluminado. La vida es estúpida, nosotros somos estúpidos. Pero en ese trajín, en esa canción desesperada, nos toca lavar el baño de los que no les importa un carajo el amor, la felicidad, el placer, el inservible objeto de la ideología: la plenitud del alma. No me pongas contra la pared, le digo. Todo a su tiempo, uno sale del huevo, se come los restos y crece en un nido. Ese terruño desaparece, materialmente hablando, pero persiste en nuestro corazón. Luego el desierto. El desierto va a ser nuestro hogar. Nunca nos dolió tanto como ahora ser libres, salvajemente malditos como decían los poetas franceses. Ese ínterin entre una eternidad y otra, lo que llamamos un parpadeo, viene a cortarnos los pies, dejarnos en la calle, acuchillarnos el alma para que florezcan alas donde antes hubo ideas. Pero si es así, si prendiendo un carro, cortándole los frenos, vendándonos los ojos llegamos a donde queremos llegar, estamos en la escuela del Buda. Es obvio que no el que te venden en pequeñas figuritas de mierda, mercado obsceno de Oriente para los ignorantes y salvajes de Occidente. No. Metafísica de la fugacidad en gotas de Valeriana, ojos de gato en el llavero, pelusa en la billetera. Carta del tres de espada como posa vasos que usa Gonzalo para su cerveza. A punto de hielo, para que me enfrié la razón, dice el desgraciado. “El sueño de la razón produce demonios.” De esos con piernas largas y ojos de puñal traicionero. Le pido a Gonzalo que me pase otra cerveza, esta vez retiro la cabeza un poco hacia atrás, siento palpitar las sienes como una erección matutina. Vuelvo sobre mí, regreso, bostezo y rebobino el cassette de Felipe Pirela. Esos boleros que lloran más que un borracho sin cantina. Gonzalo es un ampón, una víctima del sistema, dice. Yo le digo poeta, alquimista, hormiga obrera en una colmena de mariposas. Sus cigarrillos son mis cigarrillos, su puesta en escena carece de peso, es la parafernalia del lenguaje, el brazo fuerte de la vida, el paso firme del elefante de la memoria. Seis post meridian. Anochece con burbujas en la superficie del vaso, sigue sudando la vida a través del cristalino líquido. Quedan cigarrillos, o colillas, o sueños por doquier. No podría asegurar nada, Gonzalo lee en voz alta el anverso del recipiente de champú. Instrucciones de uso. Me quito los lentes, no aguanto las lágrimas por la risa imbécil que me sostiene. La historia, la dolce vita, el barro del que surgimos es un cuento chino. Estamos o no estamos. La duda de venir a mear un poste, si este es propiedad privada de un tal señor Iribarren, médico forense, prestigioso agitador de pelvis femeninas. Corrupto profesional de cuello blanco, tierno macho alfa que vive a través de su imagen y es presa de sus acciones. Gonzalo me ve desde lejos, es como un conejo en las praderas de Alemania, antes del muro, y del bigote de la muerte. Ese conejo se aleja, lenta o rápidamente, no lo sé. Me gusta contaminar la memoria con pinturas nostálgicas.

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