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Tenemos que hablar de Kevin: La Semilla del Diablo

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¿Es posible concebir a un monstruo desde el vientre? ¿La violencia es una conducta aprendida o surge por generación espontánea? ¿Los psicópatas nacen o se hacen?
A tales preguntas inquietantes, la película Tenemos que Hablar de Kevin busca darles una respuesta cinematográfica de altura.
La dirige con mano certera la esperanza del feminismo británico, Lynne Ramsay, escocesa para más señas, dueña de una filmografía visualmente poderosa y considerada una de las grandes realizadoras de su generación de relevo.
Con apenas 43 años de edad, el Festival de Cannes la catapultó como una de sus pupilas predilectas a la hora de armar selecciones oficiales para el mercado de autor.
Allí precisamente tuvo ocasión de competir su largometraje del 2011, protagonizado por la no menos estimable Tilda Swinton, el verdadero motor interpretativo del esplendido reparto de la cinta, ahora estrenada en la cartelera nacional.
El elenco lo completan el tragicómico John C. Reilly en el papel de un padre ingenuo y la revelación hipster de Ezra Miller, el hijo problemático y la semilla del diablo de una familia disfuncional de adultos contemporáneos.
El joven sería como una reencarnación maléfica de tres arquetipos: el adolescente andrógino de Muerte en Venecia, el oscuro objeto de deseo de Teorema y el ángel caído de La Profecía.
De la sumatoria de referentes aludidos, el personaje adopta la postura siniestra de un fruto de la pesadilla expresionista del tiempo moderno.
Sin cargar demasiado las tintas, el guión narra y describe el origen de un imberbe asesino múltiple, cuya frialdad lo conecta con los diversos responsables de las masacres de Aurora y Columbine. Una epidemia global, de no poco alcance criollo, ya estudiada por documentalistas como Michael Moore y ganadores de la Palma de Oro de la reputación de Gus Van Sant, creador de la minimalista y abstracta Elephant, radiografía clínica del ascenso del fascismo ordinario en los chicos deshumanizados del declive de occidente, de la crisis de la cultura del espectáculo.
Nietos distantes, pero a la vez cercanos, de la dinastía de anticristos de la depresión germánica de los treinta, del trauma del neorrealismo italiano y de las secuelas esquizofrénicas del síndrome de Vietnam.
En consecuencia, Tenemos que Hablar de Kevin funge de pantalla de proyección para el desarrollo de una historia muy universal y nuestra, la de una madre superada por la crianza de un homicida en potencia.
Lo interesante del enfoque de la pieza radica en desplegarse como un ambiguo test de Rorschach, presto a diferentes lecturas sujetas a discusión.
En una primera mirada, es fácil echarle la culpa a la progenitora y a la víctima de sus improvisados métodos de educación.
Pero después, ella termina siendo parcialmente reivindicada, al ser condenada por una absurda cacería de brujas.
Quizás la película, en su afán por conservar su tono de intriga y misterio, comete el error de dejar cabos sueltos en el libreto.
A lo mejor las explicaciones pedagógicas sobran y el espectador debe esforzarse por encontrarle sentido al rompecabezas.
En cualquier caso, hay material suficiente para alimentar el necesario debate sobre el tema. Venezuela no es ajena al asunto de fondo por resolver.
Es parte del drama de nuestro terror cotidiano.

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