Deseos…

3
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Nuevamente el frío del piso era el colchón en el que amanecían las nalgas desnudas de Laura.

Desorientada, y con un fuerte dolor de cabeza, se puso boca abajo y comenzó a arrastrarse por el piso de su habitación. Intentó ponerse de pie, pero esta difícil maniobra para un organismo como el de ella tan sólo la hizo vomitarse encima. Luego de cinco minutos de insistencia, logró finalmente incorporarse a su desaliñada cama.

Era un despertar típico de día viernes, que confirmaba claramente a las compañeras de cuarto de Laura que ésta volvió a sus andanzas preferidas de los jueves, en los que regresaba casi sin ropa, muy hedionda a sexo, drogada, con unos peculiares pegostes en su larga cabellera negra, formados por semen que su cliente más poderoso le había obsequiado al acabar sobre el cabello.

─Laura, amiga… ¿Saldrás a desayunar? ─preguntaba alguien al otro lado de la puerta.

─No, marica, por Dios, ya puedo oler ese cochino pescado que andan preparando.

─Ok, amiga, avísanos si necesitas algo.

“Ojalá estas taradas no comieran pescado todas las mañanas” ─se dijo, mientras pasaba una almohada por su boca y sus senos, retirando así el vómito que comenzaba a secarse sobre su demacrada piel blanca.

Laura extendió su mano, recogiendo de un extremo de la cama una pantaleta roja que protegía entre sus fibras toda la ganancia de su noche de arduo trabajo. Finalmente una sonrisa se formaba en un rostro, al tiempo que tomaba todo el dinero y lo metía bajo su colchón infestado de ácaros. Se sentó en el borde de la cama, agarró su laptop y la puso en sus piernas. Tomó una sábana que tenía días sin ser tomada en cuenta, para luego vaciar el contenido aguado de su nariz en ella.

De nuevo Laura era asaltada por sus recuerdos, en los que llovían imágenes de polvorientos momentos en Caracas, donde logró ser totalmente feliz con sus amigos y familiares. Esta felicidad comenzó a extinguirse desde el momento en que Laura cumplió su sueño de hacerse abogada, egresando summa cum laude de la Universidad Central de Venezuela. No sirvió de mucho la honorable distinción, ya que tardó casi un año en conseguir empleo. Optimista, luchadora y profeta de la racionalizadora frase “El tiempo de Dios es perfecto”, asistía a su trabajo con la mejor disposición, a fin de cuentas, ella sabía que en poco tiempo comenzaría a ascender y ganar lo que merecía por sus conocimientos. Se equivocó, dos años después seguía ganando lo mismo, un poco más de salario mínimo.

Laura se autoflagelaba en las noches, viendo en Facebook como todos sus compañeros de universidad exponían sus fotos empapadas de playas, discotecas, entornos europeos, ropa de marca, buen gusto y prestigio. Hasta el peor estudiante del salón había conseguido un buen puesto en una empresa reconocida. Laura comenzó a ser absorbida por la envidia, el resentimiento, el odio, la infelicidad. Cerró su cuenta en la red social; también cambió su número celular.

Un día en el trabajo Laura se encontraba llorando, encerrada en un cubículo del baño. Una compañera del departamento legal pudo ver cuando Laura corría derrotada a los sanitarios, saliendo de la oficina del gerente. Decidió ir tras su compañera.

─Disculpa, Laura, ¿te ocurre algo? ¿Puedo ayudarte, amiga?

Laura lloraba ahogada. Por la voz sabía quién era la que estaba del otro lado. Se trataba de una pasante que tenía poco tiempo en la organización; una joven con un hermoso y estilizado cuerpo, que vestía a la moda, a pesar de ganar sueldo mínimo. Laura la definía como la típica niña fresa que se fijó del hijo de la conserje y terminó siendo la oveja negra de la familia. Llegó a esa conclusión al verla besándose con un mototaxista que la buscaba todos los días al salir del trabajo. Laura no estaba de ánimos para sentarse a hablar, pero reconocía que necesitaba desahogarse. Decidió salir.

─Chama, tengo año y medio jalando bolas para que me aumenten el sueldo, y hoy lo han hecho: me aumentaron el 5%, o sea, 95 Bs. Yo no aguanto más, marica, estoy cansada de vivir en la miseria, de haberme matado estudiando como una galla para estar ganando tres lochas de mierda que se me van en pura comida. ¡Todas mis compañeras que vivían rumbeando y tirando son ahora millonarias, tienen carro, apartamento, visten bien! No aguanto más esta vida de mierda, soy un fracaso. ¡Progresar en este país es matar a un burro a pellizcos! Quiero morirme, chama, en serio…

─Laura, te ayudaré.

Y así fue como Laura, con mucho miedo, y luego de darle vueltas a la propuesta de la pasante, decidió meterse a prostituta, renunciando por completo a su trabajo corporativo.

El inicio no le resultó nada sencillo. Laura no tenía mucha experiencia en el campo sexual, así que hacer una cartera de clientes fijos le estaba costando. Ella era una prostituta con pudor…, y nadie busca putas así. La pasante dijo que nuevamente la ayudaría, así que un día le convidó algo de cocaína, aconsejándole que en estos primeros trabajos siempre se empolvara un poco la nariz para estar relajada y no se resistiera a las exigencias de sus clientes. Laura solucionó el problema del pudor, pero vino otro, pues ya era drogadicta.

La familia comenzó a limitar las salidas de Laura, y por consiguiente, a entorpecer la entrada de sus ingresos. Laura no aguantó mucho tiempo, así que pidió un último consejo a su homóloga.

─Amiga, me iré de mi casa, no soporto a mi familia. Necesito que me digas a qué ciudad me puedo ir en la que pueda ser exitosa; bien sabes que no estoy tan buenota así como tú, así que debo irme a un sitio en el que hayan muchos hombres echados pa’ lante, tú sabes… ¿Conoces algún sitio en el que pueda salir de abajo?

─Maracaibo ─respondió sin dudar la pasante.

─Mierda… ¿Es en serio? ¿Allá no hace un calor maldito?

─¿Tú quieres dinero o vivir como un pingüino?

─Dinero.

─Bueno, entonces tu destino es Maracaibo. Allá se concentran hombres sedientos de sexo que no les importa un carajo ganar sueldo mínimo, de todas formas se gastarán hasta el último bolívar en alcohol y mujeres. No sé si sea el calor el responsable, pero casi todos son así. Vete tranquila, amiga, allá harás mucha plata.

Se cansó de recordar. La nostalgia la empalagó como todas las mañanas. Laura se quitó la laptop de las piernas, ya había revisado su correo. También confirmado una cita que tendría en la noche con un nuevo cliente. Tenía hambre, no había desayunado nada y ya había llegado el mediodía. Debía bañarse, realmente apestaba a fluidos descompuestos. Decidió que sólo quitaría el semen fijado en su cabello, metiendo su cabeza en el lavamanos y restregándoselo con jabón azul. Tomó su pantaleta roja y se la puso así sucia. Luego agarró su minifalda negra, hedionda a cigarrillo, y se marchó del apartamento, rumbo a un negocio de comida casera que quedaba en las cuadras aledañas.

Laura caminaba con un cigarro en su boca, mientras calculaba mentalmente cuánto dinero le faltaba para comprarse finalmente un carro. Odiaba el calor de Maracaibo, pero aceptaba que en ninguna otra ciudad ganaría tanto dejándose coger. De pronto botó el cigarro y se detuvo: un flujo recorría su lento e incómodo camino a una pantaleta sin toalla sanitaria que la protegiera. Laura no prestó mucho cuidado, recordó que llevaba puesta su pantaleta roja, ésta haría juego perfectamente con las gotas de sangre.

Retomó su caminata, al tiempo que echaba una buena bocanada del cigarrillo pegado a unos labios deshidratados. Volvió a detenerse, se sintió de repente observada. Volteó y sus sospechas eran ciertas: cinco perros callejeros la acechaban en silencio; con mirada de desesperación, con colmillos que no expresan clemencia alguna, con lenguas que se paseaban por la boca repetidamente, recogiendo la abundante salivación que se disponía a caer en la acera en forma de baba, sentenciando el deseo animal de apoderarse de esa mezcolanza de olores que dejaba Laura a su paso.

Laura comenzó a correr con desesperación; acto interrumpido de inmediato por un firme mordisco en su pantorrilla desnuda, haciéndole caer aparatosamente sobre unas bolsas negras de basura abandonadas en la solitaria esquina.

II

 Y ahí estaba él, sentado en la computadora como el buen pajero empedernido que era, con la mano llena de semen, viendo una extraña porno asiática que le habían recomendado, en la que un joven japonés de 18 años limpiaba el bigote de leche materna que había quedado en su labio superior.

No era el momento ideal para que Mauricio realizara sus prácticas masturbatorias, pero su miembro le pedía a gritos que le indujera a una vomitada blanca mañanera para reafirmar su masculinidad; y más aún luego de lo vivido en esa oscura celda.

Aquella noche Mauricio se encontraba en su burdel preferido, disfrutando del baile erótico de Jasmina, una tímida bailarina erótica que demostraba sus hablidades con el tubo en su primer día de trabajo. Él ya estaba acostumbrado a los mismos traseros indígenas de siempre, pero no a ese prominente culo que se le plantó abierto a pocos centímetros de su cara; Mauricio sentado, y con algunos tragos encima, no dudó ni un segundo en enterrar su dedo corazón en el ano de Jasmina, hasta el fondo, hasta que su nudillo también probara un poco de lo que ofrecía la nueva integrante del equipo.

Un policía que se encontraba besándose con una chica del local oyó los gritos de dolor de una Jasmina que aún seguía en cuatro sobre el escenario. Éste corrió y no vaciló en asestar un contundente golpe en la cara a Mauricio, sacando inmediatamente el dedo lleno de excremento sepultado en el orificio anal irritado de la novata bailarina. Mauricio se arrastraba con un hilo de sangre que colgaba de su labio inferior, y una cojonera que no le permitía siquiera escapar del policía. Sus testículos estaban doblegados, recalentados; eran víctimas de dolorosas y agudas puntadas por tantas erecciones interrupidas que no desembocaban en la deseada eyaculación. Por ahora sus objetivos vaginales no habían sido logrados.

El infierno de la prisión sólo duró tres días. Mauricio no podía darse el lujo de que los medios de comunicación se enteraran del bochornoso hecho y dañaran su intachable imagen de escritor y profesor, así que optó por dar algo de plata a los mismos funcionarios que lo arrojaron a la fría celda provisional; a los mismos que avisaron a todos los reclusos que el nuevo huesped les acompañaría por violencia a la mujer.

Ya la porno asiática había llegado a su fin. El onanista crónico había hecho lo que mejor sabía hacer. Mauricio se limpiaba el semen de su mano con una franela roja del PSUV que le regaló un alumno suyo de la clase de Economía Marxista; dicha franela era usada también para limpiar su biblioteca con aceite de Teca. También llegaba a su fin la sesión masturbatoria, con dos descargadas seminales que tranquilizaban y apoyaban a Mauricio, indicándole que todo sería como antes, que su virilidad aún permanecía intacta.

“¡Soy el mejor jodido escritor de Venezuela! ─se dijo─. No sólo eso… ¡Me atrevo a decir que soy el escritor más completo que ha parido este mundo de mierda! ¡Soy el de la narrativa absorbente; soy el de la metáfora implacable y acertada! Agatha Christie es una escritora de segunda, una vulgar fanática de CSI o cualquier otra serie ridícula de detectives ególatras que se restregan sapiencia en la escena del crimen. También me cago en el güevón de Franz Kafka, y en todas sus mariqueras, sus inseguridades, sus peos familiares que sólo le hicieron escribir libros que demostraban lo débil y aburrido que era. ¡Nadie tumbará mi genialidad ni todo el imperio literario que he construido con mis trabajos y letras! No lograrán desmoronarme, carajo”.

Así era él, un escritor obsesivo con muchas ideas en la testa, pornoadicto, y con un escrito que nunca empieza, pero que sabe cómo termina.

Mauricio se puso de pie y se encerró en el baño. Abrió la ducha y comenzó a leer “El Capital” semidesnudo, aún con el rabo adolorido y sangrante. Las palabras de Marx le rebotaban adentro, en cada rincón, en cada orificio. Entonces tuvo una revelación:

 “Finalmente lo entiendo ─pensó─. Todos estos años de cultivar mi espíritu izquierdista en la universidad no han servido de nada. Sólo este gangbang carcelero sirvió para abrir todas mis trabas intelectuales”.

Y es que Mauricio no podía olvidar a todos los presos que lo tumbaron al piso, le quitaron su pantalón y, turnándose, le propinaron repetidas penetraciones afrodescendientes violentas, sedientas de sexo, y que responsablemente cumplían con ese absurdo código de honor carcelario que sentencia abusar sexualmente de todo el que entre con la etiqueta de violador de mujeres.

“¿Por qué a mí, Dios mío? ─pensaba Mauricio, llorando tendido en el medio de la ducha─. Tan sólo le metí el dedo en el culo a una callejera que vive de eso, de dar el culo; no merecía caer preso, no merecía ser violado por esa horda de chavistas irracionales. Yo que consideraba como mis hermanos a todos los que compartieran mi ideología… Ni siquiera sacando la foto del comandante de mi bolsillo tuvieron compasión alguna de mi ano, de mi ser”.

Mauricio no podía contener sus sollozos, al tiempo que se cuestionaba si podría volver a ser el mismo de antes. En cada lágrima recordaba a su hermosa madre, ésa que logró introducirlo al mundo de la escritura y el arte. Ella era una señora de 59 años, la cual llegó a esa edad sin sentir el placer de un orgasmo, ni siquiera llegaron a medirle el aceite como se debe. Perdió su virginidad cuando se casó a los treinta años, matrimonio que sólo duró año y medio, ya que él descubrió que realmente le gustaban los penes de tamaño considerable y con una curva en la cabeza.

Era él mismo, su padre, el responsable de la conducta patológica de su hijo, bombardeándolo siempre de elementos sexuales y machistas. Salió del clóset años después, le quitó el habla a su hijo y terminó perdiendo todos los ahorros familiares en transexuales y mamadas de menores de edad homosexuales en baños de centros comerciales. Al cabo de unos años Mauricio vio a su padre, y de él, sólo quedaba un miserable viejo nauseabundo caminando a su suerte por las calles de Maracaibo, seguramente buscando a algún indigente que quisiera introducir su sucio pene en él.

“No pienso terminar como mi padre. No, me niego a toda esa mierda. Saldré a la calle y antes de que termine el día debo tener una buena totona arrodillada ante mí, carajo”

Mauricio se puso de pie y se bañó. Se vistió con esmero, cuidando todos los detalles de su apariencia física, intentado desaparecer los rasgos que chismeaban su trasnocho e interminable vida de tascas y locales nocturnos. Se colocó una camisa manga corta de rayas verticales azules, la misma disimulaba perfectamente su gran barriga alcohólica.

Mientras aplicaba abundante gomina en su cabello, leía una nota que una fiel lectora clavó en su corcho una vez: “Cada vez que poso mis ojos sobre las letras que tus dedos han tecleado, siento cómo desde mi interior un líquido tibio corre por mi pierna y se apodera de mí, alimentando mi deseo tenerte, de hacerte mío”.

Decidió tomar un ligero almuerzo, así que comió una lata de atún cercana a su vencimiento. Salió perfumado, con la frente en alto. Caminaba sin rumbo, como ya lo ha hecho antes, y así dar algo de tiempo a su tasca favorita para que abriera sus puertas y lo cubriera con el manto sagrado etílico.

Mauricio escuchó unos gritos lejanos. Agudizó sus oídos; a lo lejos, ya podía reconocer que eran alaridos femeninos que clamaban por ayuda. Comenzó a correr en dirección a ellos; posiblemente jugarse un papel de superhéroe lo llevaría a los brazos de alguna vagina agradecida y educada. Detuvo su paso al doblar la esquina, quedando estupefacto por lo que descubriría: una joven se encontraba rodeada de perros, semidesnuda, con los senos al aire. Uno de los perros la sujetaba por su antebrazo; otros luchaban por terminar de quitarle una minifalda negra que llevaba puesta segundos antes.

La joven permanecía hundida en una pequeña montaña de basura aglutinada. Mauricio quiso ir a auxiliarla, pero más pudo el deseo de ver si la camada de canes callejeros lograrían con sus sucios colmillos descubrir un poco más de piel de la desgraciada fémina. Así que, Mauricio se acercó con cuidado, para luego ocultar parte de su cobarde rostro detrás de un teléfono público situado a pocos metros de la hembra que no paraba de gritar.

Ya tenía un mejor ángulo de la situación: un par de senos blancos saltaban de un lado a otro, intentando mantenerse invictos ante la lluvia de ladridos que caían. Mauricio bajó la cremallera de su pantalón, sin quitar la vista de los senos y muslos brillantes de la joven.

III

Laura entendió lo inútil que resultaban sus gritos. También entendió que unos perros no deberían superarla intelectualmente. Al menos no unos callejeros. Laura se quitó su fina pantaleta roja llena de sangre y otros fluidos característicos de su explotado sexo, para luego lanzarla sobre la nariz de uno de sus atacantes. El perro escapó extasiado con todos esos olores sobre su cara, al tiempo que era perseguido por dos de sus homólogos de la calle, que con furia en los ojos, aspiraban apoderarse de la suculenta prenda.

Mauricio no detenía su acelerada masturbación, ya la adrenalina era la directora de la situación. Laura debía quitarse de encima dos últimos perros que ahora quedaban con la pretensión de pasar la lengua por el concentrado vaginal que ya estaba al descubierto. Enérgicamente se inclinó hacia adelante, hundiéndose un poco más en la basura, pero tomando sin vacilar en cada mano el pequeño pene con punta peluda de cada perro que restaba por derrotar. Comenzó a estimularlos rápidamente, obligándolos a pasar del odio, al placer profundo. Ya Laura no era enemiga.

Mauricio se limpió el semen con un folleto de Herbalife que había sido abandonado en el teléfono público. Era su momento de intervenir. Metió la barriga y salió corriendo hacia donde Laura estaba tirada, espantó a los perros y tomó rápidamente la minifalda y la blusa que estaban en el piso a pocos metros.

─¡Por favor, chama, toma tu ropa! ¿Qué te han hecho estos perros de mierda? ¿Te encuentras bien?

─¡Ay, me muero de la vergüenza! ─exclamaba Laura.

─No te preocupes, ya me di la vuelta. Vístete tranquila y no te avergüences, no llegué a verte desnuda, fui directamente a espantar a esos horribles perros que te atacaban.

Un McDonald’s los protegía de una repentina lluvia pasajera que calmaba el simulacro de infierno con olor a patacón. Unos nuggets refritos y unas papas fritas frías proporcionaban los nutrientes básicos necesarios para las funciones elementales que debía ejecutar Laura en su orgásmico oficio. Mauricio insistió en brindarle un almuerzo; además, sería el momento perfecto para llegar al meollo del asunto y así lograr su objetivo.

─Ya te he hablado mucho de mí, Laura ─señalaba Mauricio─. Ya sabes que soy escritor y que me encanta la poesía y la exquisitez de una mujer. Quiero que nos quitemos las caretas y hablemos con sinceridad…

─No entiendo, ¿por qué me dices eso?

─Te vi masturbando a esos dos perros que espanté. No luchabas con ellos, pude ver la sonrisa en tu rostro. Sentías placer, eras la líder de manada, la que tenía el control absoluto ─dijo Mauricio, con tono acusador.

─Entonces mentiste cuando dijiste que no me habías visto desnuda. Tenías rato disfrutando de la escena, ¿no?

─Ok, sí, tenía rato, lo confieso. ¿Qué debo hacer para que me masturbes como lo hiciste con esos dos perros sarnosos? ¿Debo morderte y oler mal? ¿Tener pelos en la punta de la pija? ─preguntó Mauricio.

─No. Realmente basta con que tengas dinero y me pagues por ello.

En medio de eructos femeninos con olor a salsa de tomate, la agencia del Banco de Venezuela, en Bella Vista, fue la siguiente parada que Mauricio hizo con su nueva acompañante. El límite de retiro que impuso un molesto cajero automático, obligó a hacerlo tomar un número para cobrar un cheque y así poder pagar todas sus fantasías que rescatarían su seguridad y masculinidad. Largas colas de ancianos cobrando la pensión hacían presencia. También olor a medicina y orine huérfano en pañal Securezza. Mauricio y Laura conversaban sentados a la espera de que el conjunto de leds rojos dibujaran el número atrapado en su mano.

─¡El mundo al revés, pues, ahora los jóvenes se sientan y los ancianos se quedan de pie! ─comenta en voz alta una anciana con su libreta en la mano.

─¿Tiene algún problema, señora? ─preguntó Mauricio.

─Sí, lo tengo, insolente. Creo que en esos asientos deben sentarse personas de la tercera edad, ¿no? Al menos yo, cuando era joven, cedía a mis mayores el puesto.

─Bueno, señora, debo discrepar de su opinión. A estas alturas de su edad, seguramente sufre de várices por coñazo, dolores en las rodillas, en el tobillo; está jodidamente cansada y le provoca estar sentada siempre, ¿cierto? Bien, yo no quiero llegar así de jodido cuando alcance su edad, y por lo tanto, me preocupo por mi salud y me siento siempre que pueda, protejo mis articulaciones y no ando como un superhéroe levantándome a darle el puesto a los que ya están jodidos. ¿Usted está jodida? Perfecto, no sea egoísta y no pretenda que personas que estamos sanas nos jodamos también como usted. Usted ya no tiene nada que perder, nosotros los jóvenes, sí ─refutó Mauricio con calma, mirando fijamente a la anciana.

─¡Qué falta de respeto es ésta, vale! ¡Inhumano, poco hombre! ¡La vejez es el ejemplo claro de un error con experiencia! Sólo te diré lo que dice la Biblia en la primera de Timoteo 5:1: “No reprendas con dureza al anciano, sino exhórtale como a padre; a los más jóvenes, como a hermanos”.

─Ok, señora, yo le diré lo que dice la Biblia en la primera de “Mauricio” 69:1: “Y el diablo agarró el culo del ángel, y llamó al virgen para que se lo tirara, mientras que le restregaba de mierda la cara al sodomizado por sus estúpidas creencias”.

─¡Me das asco! ¡Pero, tranquilo, allá arriba hay un Dios que te está observando! Y tú, coñita, ¿cómo puedes andar con un patán así? A ver si te tapas esas piernas, ¡ponte algo de ropita que te cubra! ─gritaba la anciana, buscando apoyo en el resto de los presentes.

─Mire, señora, respetable dama de sociedad con deseos sexuales reprimidos, yo luzco mis muslos, culo, tetas, y lo que se me da la gana porque vivo de eso, de que me cojan como a usted no se la han cogido en siglos ─replicaba Laura un poco alterada.

La anciana comenzó a llorar, y caminando lo más rápido que sus hinchadas piernas le permitían, se salió del banco. Mauricio le picó el ojo a Laura, acompañado de una tocada de su muslo superior. Ambos rieron. Sonó la maquina de leds, finalmente mostraba el número 503.

Una paca de billetes de cien ya se escondía en el bolsillo del jean de Mauricio, formando un pequeño bulto cuadrado.

─Llévanos al Motel Gardenia, mi pana ─ordenaba Mauricio al taxista.

Laura iba con la mano izquierda en el interior del jean de Mauricio, jugaba con sus testículos, como si fuesen bolas chinas para matar el estrés. Se besaban también. Un aliento descuidado ofrecía Laura, de repente acompañado por ráfagas sutiles de olor a basura que provenían de su delicado cuerpo. Para Mauricio estos detalles no eran más que trivialidades; hasta con una indigente se acostó una vez en la acera contigua a su tasca favorita. “Te doy cuca por cinco bolívares”, le dijo la sucia vagabunda. “Te doy diez y me lo mamas también”, ésa fue la excelente negociación que hizo Mauricio.

Mauricio le pasaba llave a la puerta de la habitación asignada. Tiró la ropa a un rincón, liberó a su pene por completo. Lo tomó con su mano derecha, lo sobó, lo invitó a aclimatarse al lugar y dirigió su glande a la futura presa, a fin de establecer contacto visual con su único ojo central. Laura estaba echada en la cama, esperando por comenzar su jornada laboral del día.

─¿Qué me incluye lo que cobras? ─preguntó Mauricio.

─Una hora de sexo. No incluye golpes ni anal. Tampoco te sale mamerto.

─¿Tú me estás jodiendo?

─No. Si quieres más, la tarifa aumenta.

─Ok, está bien, tú pones las reglas.

Mauricio se puso un condón que compró en la recepción, para luego incorporarse a la cama, arrastrando su mano con delicadeza, desde el pie derecho hasta la cintura de Laura. Le quitó la minifalda, luego la sucia blusa que aún olía a aquellos perros del mediodía. Comenzó a acariciar sus senos mientras besaba el cuello. Laura cerró sus ojos, recibiendo con poca lubricación la penetración. Mauricio subió su mano a la mejilla de Laura, haciendo pequeñas cosquillas a ésta. Introdujo el dedo índice en su boca, luego comenzó a pasar su lengua por la oreja de Laura, soltando algo de aire caliente en el oído. Laura disfrutaba esto y sonreía.

─¿Tú de verdad crees que eres la que pone las reglas? ─susurró en el oído a Laura.

Laura abrió los ojos y sólo logró ver cómo un puño sólido construido por la mano pesada de Mauricio se estrellaba en toda su boca. Soltó un grito que fue abortado en el acto por una lluvia de golpes que le caían de ambas manos de Mauricio.

─¿Tú piensas que eres la primera putica que agarro? ¡Pendejita de mierda! Vengo de una cogida que me dieron un poco de chavistas, ¡así que te cojo por donde me dé la regaladísima gana, puta zarrapastrosa!

Mauricio no se detenía, y ya con sus manos un poco rotas por los golpes estrellados contra los dientes de Laura, decidió agarrar la almohada, colocarla encima de la cara de Laura y luego él añadir sus 103 kilos encima, de rodillas.

─Jajaja, ya muerta no eres tan arisca, ¿no?

Mauricio le pasó la sábana por la cara, intentando retirar la sangre que había dejado la golpiza que reventó sus labios y nariz por completo. Se quitó el condón y se puso en cuclillas, con el rostro destrozado de Laura en el medio. Le abrió la boca y metió su pene en ella.

─¿No era que no me ibas a echar mamerto? ¿Cambiaste de opinión? Jajajaja…

─¿Por el culo no? ─preguntaba con sarcasmo, mientras ponía boca abajo a Laura─. Pues mira cómo te lo parto en dos, Laurita. Por cierto, estás poniéndote moradita ─susurraba, mientras la penetraba con violencia.

─¿La tarifa no incluye golpes? ─dijo Mauricio sonriendo, al tiempo que agarraba una de sus botas Loblan del piso─. ¡Prueba un poco de este tacón entonces, maldita! ¡Si yo digo que quiero cogerte, pues lo quiero con todo el sentido de la palabra! ¡Percusia de mierda!

Mauricio estrellaba el tacón repetidas veces sobre el cráneo fracturado de Laura, mientras apretaba el pezón fallecido con la otra mano. Se acostó sobre ella y la penetró. Segundos antes de eyacular lo sacó, se masturbó y le acabó en la cara. A los cinco minutos sintió fuertes ganas de orinar, se puso de pie sobre el colchón y orinó desde las alturas sobre el cuerpo y la cara de Laura. Se tumbó a un lado de ella, y en posición fetal, se dispuso a tomar una siesta.

IV

El celular Huawei marcaba las 3:21 p.m. Agarró el casco y echó un último escupitajo en el lavamanos, por si acaso quedaba algo de semen fijado en algún diente.

─¿Te vienes para hacerte la carrerita, gordo?

─No, tranquila. Yo me voy en un rato ─respondió él.

─Ok, pero sólo te quedan 43 minutos, antes de las cuatro debes haberte pirado, que nunca se sabe si me traigo a otro cliente y ésta es mi habitación fija. ¿Está bien?

─Perfecto, catira. Dale tranquila, y gracias por la carrerita con este final feliz. Espero verte de nuevo.

Bajaba las escaleras sucias, dejando rebotar su casco en una pared consumida en la filtración. Dio paso a una pareja que venía subiendo entre risas pícaras. Se le quedó viendo al hombre, que cargaba una camisa de finas rayas. Los hombres altos le atraían, aunque éste estaba un poco pasado de peso. Notó que llevaba una caja de condones en la mano. Su acompañante, venía con una blusa medio deshilachada. Le soltó una mirada desafiante, el hotel era su territorio y nunca la había visto por ahí. Siguió bajando, mientras sacaba unas llaves de su bolsillo.

Se montó en su juguete preferido. Así era Leticia, una mototaxista ninfómana. Le encantaban las motos. También que se la cogieran los que se subieran en ella. Tenía una Jaguar color roja. Usaba jeans rojos ajustados, con unos encogidos ruedos metidos en unos ridículos botines Nike. Era fanática de una erección masculina desde que era niña. Una vez estaba en un centro comercial con sus padres, haciendo las compras navideñas; comenzó a mirarle el paquete a un señor que llevaba jeans ceñidos. Él la invitó con la mirada. Leticia aceptó y le dijo a los padres que iría al baño. Ella fue tan fácil que todo terminó en el estacionamiento, con los vidrios empañados al mejor estilo de esa parte conocida de Titanic.

Rodaba a gran velocidad. Su cabellera dorada con rulos se elevaba. El casco servía más bien para proteger su codo. Disminuyó la velocidad y se fue echando a la derecha para entrar a una panadería en la que despachaba una amiga de ella. Se quedó viendo cierto puesto de estacionamiento con un cartel respectivo, con una gráfica grabada que sugiere un muñeco sobre un semicírculo que sería una silla de ruedas. Le gustó el cartel, también lo espacioso del puesto. Dejó su moto ahí.

─Epa, marica. Dame una de estas palmeras que tienes aquí, vaya. No, ésa tiene una mosca, dame la de al lado ─dijo Leticia.

─Toma, gafa, jaja.

─Mira, ratona, préstame un baño, pa’ ir cagando mientras me como la palmera, que tengo el barro medio flojo.

Dedicó unos minutos a vaciar un poco sus tripas. También a una tertulia sin clase ni sentido. Leticia prendió un cigarrillo y se preparó para dar vueltas por las avenidas pobladas de negocios. Alguna carrera debía encontrar por ahí. Su Huawei marcaba las 4:36 p.m. La batería ya exigía ser cargada. Protegió su codo nuevamente, echó un escupitajo con mucosidad de gripe mal curada antes de arrancar.

V

─¡Come algo de mi comida, Misael! Estás en el chasis, mi pana, ¿qué coño te está ocurriendo? ¡Más nunca volviste a traer almuerzo!

─No me ocurre nada. Gracias. Permiso, saldré a agarrar un poco de sol antes de que termine la hora.

Misael se recostó del poste de la esquina. Era un adulto contemporáneo con tontos frenillos en los dientes. Las manos le sudaban frío. Era el mismo ataque de ansiedad que venía presentando desde hace unos días. Estaba en la mira del  departamento de Recursos Humanos, y con toda la razón. Su conducta era muy extraña, y su rendimiento no era el mismo de antes. Sus compañeros sólo hablaban a su espalda, haciendo conjeturas sobre cuál sería la razón de su esquelética figura que venía en acentuado deterioro. Sus ojeras pronunciadas eran opacadas por sus manos sudorosas que no paraban de temblar, cometiendo innumerables torpezas laborales. Los problemas comenzaron aproximadamente hace seis meses, agravándose desde hace un par de semanas con decisiones corporativas que le afectaron considerablemente.

Miraba a un perro que a pocos metros soltaba su excremento fresco en la acera. A los cinco minutos vino otro y olfateó esa mierda abandonada. Misael en ocasiones envidiaba esta dinámica tan básica y poco cuestionada por la sociedad. Ya era hora de regresar al trabajo; hora de mantener viva la llama de la absurda burocracia bancaria venezolana.

Negó dos solicitudes de divisas para usar tarjetas de crédito en el exterior. También les hizo perder el tiempo a cinco personas que fueron a retirar sus dólares en efectivo, indicándoles que no había disponibilidad en la bóveda.

─¡Siguiente en la cola!

─Buenas tardes, señor. Quisiera entregar los recaudos para solicitar una tarjeta de crédito.

─¿Trajo constancia de trabajo y estado de cuenta de algún banco? ─preguntó Misael.

─Sí, seguro, aquí las tiene.

─Veamos… Esto no sirve, amigo, con un sueldo mensual de Bs. 7.500 no podemos asignarle una tarjeta de crédito.

─¿Y por qué no? ¿Cuánto pretende el banco que gane para que me la den?

─Eso es confidencial, amigo, no se puede y ya.

─Carajo, este gobierno de mierda se las sabe todas más una. ¿Por qué no puedo? ¿Por ser opositor? ¿Me revisaste en sistema y te sale que voté por el marico de Manuel Rosales? ¿Es eso? ─dijo el cliente con voz alterada, soltando gotas de saliva sobre el escritorio de Misael.

─Mire, señor, a mí me da igual si usted votó por el pendejo de Rosales; es un elogio a nuestro sistema pretender que podemos revisar por quién votó cada cliente. Eso no se hace aquí.

─¡Ven ahora a caerme a mojones! ¡Comunistas de mierda! ¡Para ustedes ser anticomunista es ser fascista. Eso es tan incomprensible como decir que no ser católico es ser mormón! ¡Váyanse a mamar al coñísimo de la madre que los parió! ─gritó, tumbando la silla y retirándose del banco.

Misael era golpeado por otro ataque de ansiedad. Le dijo al vigilante que no se preocupara, que todo estaba en orden. Se levantó para ir al baño, tenía que calmarse un poco. Además, si tenía algo de suerte podía matar la ansiedad por completo en algún cubículo pisado por la desfachatez y la falta de conciencia. Misael se detuvo al ver que una anciana era atacada verbalmente por un gordo sentado con una sonrisa burlona. A su lado, se reía una chica con manchas de sangre en la pantorrilla. No era el momento de defender octogenarias, así que ignoró la discusión y siguió su camino hacia el baño exclusivo para el personal.

Se encerró en el primer cubículo. Miró con tristeza la misma escena de todos los días. Se cambió al segundo. El sudor comenzó a nacer en su frente, al tiempo que presenciaba la misma situación. Miró con ira el aviso nuevo colocado hace algunos días en cada cubículo: “Por favor, baje la palanca todas las veces que sea necesario, asegúrese de no dejar residuos fecales en el agua de la poceta. Mantener el baño limpio es tarea de todos”.

Misael se conformaría con pequeñas sobras, con cualquier cosa. Se puso de rodillas y abrió la papelera. Agarró un puño de papel toilet usado y comenzó con desespero a lamerlos, extrayendo del excremento seco de varios de sus compañeros un ápice del sabor que le pedía su organismo. Con una uña que estratégicamente había dejado larga en su dedo meñique, procedió a pasarla por el borde interno del retrete, raspando así cualquier resto salpicado y obviado por el personal de mantenimiento. Logró rellenar tan sólo un cuarto de uña. La deslizó lateralmente sobre un diente inferior, dejando nuevamente la uña impecable. Pasó la lengua por sus brackets; ellos hacen la mala jugada de atrapar comida. Excremento también. Tragó varias veces para no desperdiciar nada de las sobras recogidas con esmero. Esta pequeña merienda le daría la calma necesaria para aguantar hasta su hora de salida. Se acomodó la corbata y regresó a su puesto. Procesó algunas solicitudes de divisas, a fin de no levantar sospechas con su supervisor.

Ya Misael planificaba ir a alguna arepera de baja calaña al salir, buscaría algo de cenar en algún baño que no tuviese agua para bajar la poceta.

─Háblame, Misael, ¿qué pasó con ese viejo loco que te pateó la silla hace rato? ─preguntaba a modo de chisme un compañero sin oficio.

─Nada, se puso intenso con sus vainas políticas. Me dio ladilla procesarle una solicitud de tarjeta de crédito, así que lo reboté.

─Ésa es la actitud, el mío. Mira, ¿te enteraste del chigüireo que le hizo a Jefferson la jeva?

─Coño, no…

─Ok, la jevita parece que es una de esas friki-fan de Crepúsculo, la mariquera esa de vampiros, y bueno, nos contó su mejor amiga que la caraja sólo tiene orgasmos pensando en el anémico chupasangres, y al venado de Jefferson lo tiene a pan y agua, sencillamente a la pendeja no le excita ningún ser que sea real ─dijo el chismoso compañero.

─Bueno, triste por él, que se eche talco en la paloma, a ver si logra burlar el radar de vampiros de la carajita.

─Jajajaja…

El reloj de la computadora mostraba las 4:59 p.m.

─Me voy pal carajo, viejo, hablamos mañana ─dijo Misael.

─¡Mototaxi…moto, moto, moto, mototaxi! ─gritaba una muchacha estacionada al frente del banco.

─Epa, chama. ¿Conoces alguna arepera barata? ─preguntó Misael.

─¡Claro, flaco! ¡Vente, ponte el casco que yo misma te llevo baratico!

Misael agarró firmemente a la chica por la cintura, resultando imposible no enterrar la nariz en una cabellera alborotada de un fuerte color amarillo con olor a gelatina Rolda.

VI

Leticia sentía los dedos de Misael enterrados en su cintura. Era muy flaco para su gusto, pero también estaba consciente de que muchos tukis desnutridos que pasaron por su cama de hotel, han demostrado tener penes de tamaño aceptable sin problema alguno. Una hipótesis de ella señala que el anís y el sodio amibiasoso de los perros calientes callejeros se concentran por gravedad en el miembro masculino, dándole un par de centímetros más.

Cien kilómetros por hora de feminidad sin educación. De pestilencia de nicotina, de escupitajos en los cauchos de los vehículos aledaños. Misael pegó sus piernas lo más que pudo, sus rodillas escuálidas sin calcio no aguantarían un golpe en un parachoques. Luz roja de un semáforo, que ocasionó frenar de golpe con la Jaguar de color homólogo. Misael separó un poco su cabeza del pelo de Leticia, al fin podía respirar otro tipo de aire. Bajó la cabeza un poco, y pudo presenciar como el jean de Leticia dejaba al descubierto el comienzo de la línea divisoria de las nalgas. Un olor se colaba por esta puerta trasera. Misael aspiró todo ese olor que se colaba en el aire, que lo embelesaba por completo. Leticia lo sacó de su trance, golpeando su pierna con la mano y señalando hacia la línea de peatones.

─¡Mira, flaco, un perro cruzando por el rayado con una pantaleta en la boca, jajaja! ¡Qué malandraje, el mío! ─gritaba riendo Leticia.

Leticia arrancó su moto nuevamente. Sintió cómo Misael estaba bajando sus manos y ya la tomaba muy cerca de sus nalgas. Le gustaba, y ya era señal suficiente para invitarlo a reconsiderar su idea de ir a una arepera.

─¿Qué pasó, flaco? Tú como que andas con quesito, ¿no? ¿Pendiente de un beta conmigo?

─Me gusta como hueles, chama ─respondió Misael.

─Bueno, eso es dándole, flaquito. Conozco un sitio al que podemos ir pa’ que me huelas bien. ¿Te parece?

─Dale.

Misael se aflojaba el nudo de la corbata, mientras subía con Leticia por unas oscuras  escaleras; una cucaracha era la anfitriona.

Leticia cerró la puerta y tiró la caja de cigarrillos en la mesa de noche.

─¿Entonces, flaco? ¿Me quieres oler completica?

─Sí. ¿Cuánto me cobrarás? ─preguntó Misael.

─No te cobraré nada, tontico. Tan sólo cógeme como nunca has cogido a una hembra, luego pásame algo pal fresco, lo que tú quieras, mi vida.

Misael asintió con la cabeza y golpeó ligeramente varias veces su palma contra el colchón, invitando a Leticia a que lo acompañara.

─¡Dale, mi flaco ejecutivo, me quitaré la ropa!

─Cuéntame, ¿qué quieres hacer primero? ─preguntó Leticia, mientras se echaba desnuda en la cama.

─Quiero que te pongas en cuatro.

Misael dio dos suaves nalgadas a Leticia, mientras ésta mostraba en todo su esplendor un ano con algunos restos de excremento que quedaron fijados de la tarde. Acercó su nariz con cuidado, llenando sus pulmones con un vapor caliente que se mantenía en la pequeña zona. No se conformó, decidió pasar su lengua varias veces por el orificio.

─Quiero que defeques, chama ─exigió Misael.

─¿Qué significa eso?

─Coño, que quiero que cagues, que sueltes la mierda que tienes adentro.

─Ay, flaco, yo lo hiciera con gusto, pero no me provoca cagar ahorita; en serio, el mío.

─Ok, está bien, tranquila. Relájate y quédate así en cuatro, te penetraré.

Misael se sacó la correa, deslizó lentamente su mano al bolsillo trasero de su pantalón y sacó un cuchillo abrecartas de la oficina. Lo elevó con su mano derecha y lo dejó enterrar en la nuca de Leticia. Cuatro veces salió y se volvió a enterrar el artículo de oficina. Una fuente de sangre salió disparada hasta el techo de la habitación. Misael se pasó la almohada por la cara, intentando aclarar la vista que se vio interrumpida por algunas gotas de sangre salpicadas. Volteó el cuerpo de Leticia. Tomó el abrecartas con la otra mano y cortó la garganta. Se arremangó los puños de la camisa, tomó el cuchillo con ambas manos y lo enterró con desespero en la mitad de la barriga de Leticia.

Sólo quedaban metros de intestino grueso y delgado esparcidos por toda la cama del cuarto. El estómago quedó guindado en el borde de la cama, aguantado por el cuerpo inútil de Leticia. Misael extrajo y consumió en su totalidad las heces fecales que esperaban ser expulsadas de manera habitual por el organismo de la asesinada mototaxista.

Soltó un eructo. Se sacó sus zapatos y se quitó la ropa. Desnudo, comenzó a reflexionar sobre esa gran libertad de la que gozan los perros. No tienen que rendir cuenta de nada, no son vistos como enfermos mentales, no son juzgados por olerse el trasero entre ellos y degustar cualquier excremento que esté huérfano en la acera.

“¿De qué me sirve tener libertad de pensamiento, si se me coarta luego mi libertad de expresión? ─dijo para sus adentros─. No me sirve de nada, es una libertad de pacotilla. Es una mentira; es un ridículo ideal inventado por algún ocioso poeta. Renuncio a ser humano, renuncio a esta infuncional baratija de libertad de pensamiento”.

Cerró los ojos, frenando a las lágrimas que quedaban por salir. Se puso en posición fetal sobre los restos sacados del interior de Leticia y maldijo el momento en que se le ocurrió pasar por primera vez la lengua en el ano de su exnovia hace seis meses.

Gabriel Núñez

www.conidayvuelta.com

3 Comentarios

  1. Solo una cosa, los hechos se desarrollan en Maracaibo, cierto? Entonces te llevaste una cuerda de personajes caraqueños al Zulia. Le falto el dialecto característico para ser creible.

  2. Es totalmente correcto tu señalamiento, Butterfly. Este escrito nació de un «experimento» para celebrar el aniversario de mi blog, donde los lectores daban ideas y situaciones para luego ser unidas: http://conidayvuelta.com/2011/05/21/escrito-comunista/

    Luego de haberlo publicado, me percaté del asunto de Maracaibo, llevándome por el medio sin querer el punto que señalas, tristemente. Sólo me queda recurrir a la justificación absurda y estúpida: haberme llevado a esa parranda de caraqueños a tierras zulianas, jaja. Pero bueno, es tan absurda esta racionalización, que mejor lo dejamos como grave error y descuido mío.

    Saludos y gracias por tomarte el tiempo y comentar!

  3. Recontras Gabo, tenía tiempo que no leía algo tan genuinamente sucio – en el buen sentido de la palabra.

    Por alguna razón tu obra restaura mi fe en la escritura nacional, esa que tantos dicen que no tiene pasado, presente o futuro; y en la escritura misma.

    Un saludo Gabo

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