Maslow en Venezuela

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¿Ficción?

H

ace muchos, muchísimos años, llegó al puerto de La Guaira un flacuchento, pálido y narizón judío ruso de apellido Maslow. El hombre que no contaba con un kopek en su bolsillo, subió escondido, junto a su hermano, a la embarcación que zarparía a las 5 de la madrugada con rumbo al puerto de Nueva York en Estados Unidos para luego continuar su viaje hasta Venezuela. Un extraño punto al norte de la América del Sur que vio un día en un mapamundi y al que se propuso llegar en cualquier momento.

El viaje fue largo, eterno. Para sobrevivir, los Maslow comían los desperdicios que tiraban a los contenedores de basura, donde habían ubicado su guarida y se disputaban sus bocados con las cientos de ratas que habían decidido también emprender la aventura transoceánica.

Así llegaron una mañana nublada de invierno a Nueva York. Uno de los hermanos, harto del bamboleo del mar y del mal comer y dormir, decidió bajarse allí y probar suerte en los Estados Unidos. El otro, más terco y obsesionado con el extraño punto descubierto en el mapa, siguió camino rumbo a la Guaira, a donde llegó un mediodía de sol radiante y cielo azul intenso, tan intenso que, a primera vista el ruso no podía distinguir dónde empezaba el mar y dónde el cielo.

El judío bajo del barco y, al no más pisar tierra, se empezó a engendrar su leyenda. Dice el mito que, una vez que Maslow había aspirado tres bocanadas del cálido aire del Caribe, comenzó a sentir cómo su sangre empezaba a calentarse hasta hervir en sus venas. Sus ojos desorbitados comenzaron a atisbar a todos lados. Su olfato empezó a percibir el olor de las hembras a metros de distancia.

Maslow pensó que su frenesí sexual era producto de la larga, larguísima, abstinencia en el barco y que, una vez que consiguiera una hembra con la cual poner al día sus hormonas, volvería a la normalidad. Pero, según cuenta la historia que a estas alturas no se sabe si es más bien una leyenda urbana, el ruso nunca más dejó de sentir la urgencia sexual.

Su ímpetu lo llevó a acostarse con cuanto palo con faldas se cruzaba a su paso. Nunca más supo lo que era la selectividad ni la discriminación. Le daba igual que fuera negra, india, zamba, blanca, alta, bajita, gordita o esquelética. Cualquier hembra que estuviera dispuesta a recibir su semen era bien servida y el ruso se dedicó a recorrer Venezuela, dispersando su semilla en cuanto vientre estuviera disponible. Así lo hizo casi hasta el día de su muerte, por lo cual, según la misma leyenda urbana, sus genes, en mayor o menor medida, se encuentran en la gran mayoría de los venezolanos de la actualidad.

Todo este preámbulo histórico sirve de entrada para entender los acontecimientos actuales que pasaré a relatar y pueden explicarse plenamente gracias a la presencia de esos genes en la composición del venezolano. Genes que llegaron también a USA en donde un sicólogo, descendiente de ese hermano que se quedó en New York llegó a desarrollar una teoría llamada Pirámide de Maslow y que parece que estamos viviendo prácticamente al caletre los venezolanos.

Es así como, Alfredo Montiel Maslow está en su casa de Maracaibo un día escuchando por la radio las declaraciones de Aponte Aponte y siente que el asco y la ira se van apoderando de violentamente de él. Gritas . Se levanta ya en un estado casi frenético decidido a coger el aparato de radio y aventárselo con todas sus fuerzas por la cabeza a ese vecino chavista que está igual o más jodido que él pero que sigue votando por el comandante. Entonces, suena el teléfono y un pariente le dice que en ENNE de Bella Vista llegó leche La Campesina.

Alfredo se olvida de Aponte Aponte, de la asquerosidad de sistema judicial del país, de su vecino chavista y corre al supermercado a comprar el kilo de leche que le permitirán comprar y con el que solucionará el tetero de una semana de sus chamos.

Otro día, en Cabimas, está Anaxilandro Carrasquero Maslow, enfurecido en el balcón de su apartamento, pasando en shorts las horas del corte eléctrico, tratando de soportar el inclemente calor y leyendo lo que dijo Luis Velázquez Alvaray. La rabia comienza a apoderarse del cabimero. Entre el calor y las inmundicias narradas por el ex magistrado está que lo pinchan y no vota sangre. Harto, tira el periódico a un lado decidido a salir y lanzar piedras contra el primer edificio gubernamental que consiga a su paso, cuando suena el timbre del celular con una notificación de Twitter:

@Fulanito: llegó Mazeite a Centro 99.

¡Vaya pa’la mierda! Pa´l carajo Velásquez Alvaray y las inmundicias de los magistrados. Anaxilandro corre a buscar las cholas y a ponerse la primera franela que consigue. Empieza a bajar las escaleras porque luz no hay para usar el ascensor y va calculando si será más rápido ir caminando o sacar el carro del estacionamiento para llegar a tiempo, antes de que alguien con más suerte se lleve ese único litro de aceite de maíz que le permitirán comprar y del que no sabe cuándo volverá a llegar.

En Maturín, va Salomón Marín Maslow en su carro con los vidrios abajo, con un calor de 36 grados y una sensación térmica de 43 porque, hace meses, se dañó una pieza del aire acondicionado y no se consigue en todo el país. El oriental enciende la radio y se encuentra con una cadena del presidente comandante. El calor y las mentiras escuchadas sobre las maravillas del socialismo del Siglo XXI le embotan la mente. Siente hervir la sangre en su cuerpo y, al mirar a su derecha, ve un montoncito de piedras frente al edificio de cristal de esa contratista que hasta hace cinco años no era más que una empresa de maletín de unos pata en el suelo y que, a punta de coimas, sobornos y pagos de comisiones en PDVSA, llegaron a acumular tanto dinero que se compraron ese edificio y dos casas más, sin contar los carros y camionetas importados y de último modelo.

La perorata de la cadena lo tiene al borde. Se orilla, pone la palanca en Park, y cuando está a punto de abrir la puerta, dispuesto a coger las piedras y reventar los cristales de los nuevos ricos revolucionarios, mira por el retrovisor y ve que se aproximan dos hombres en sendas motos, cada uno con lo que parece ser una Glock .50 en sus manos.

¡Joder! Cierra la puerta, baja la palanca a D y arranca a toda velocidad hasta lograr escapar de un atraco seguro en pleno tránsito vehicular, como los muchos de los que ha escuchado Marín últimamente.

Maigualida Cárdenas de Maslow tiene cerca de dos horas en una cola en San Cristóbal para poner gasolina. Mientras espera se ha leído completo el libro de Mari Montes, «Lucía, la pelota que quería llegar al Salón de la Fama», que la distrae y alegra por un rato. Pero al poco tiempo la ira comienza a rugir en su estómago. Relee algunas páginas de nuevo para calmar su rabia e impaciencia. No se explica qué han hecho los tachirenses para merecer semejante calvario con el combustible. Voltea y ve la larguísima cola de autos tras ella y, sobre el asiento trasero, un diario de La Nación que habla en su primera página de una tajeta con ship o algo así que tendrán que portar en el estado para poder cargar gasolina.

No puede leer bien porque la furia le nubla la vista. Agarra el diario y con parsimonia de psicópata empieza a hacer una bola de papel, firmemente decidida a prenderle fuego y lanzarla a la estación de gasolina, una vez que haya llenado su tanque.

Mira al frente fúrica y comprueba que la faltan solo 3 carros para llegar al dispensador. En el momento en que está concentrada acariciando la bola incendiaria de papel, anticipando su venganza, suena el vallenato en su Blackberry que le anuncia que ha recibido un mensaje de texto. Mira y en la pantalla pone: Carlotica, Farmacia.

Abre la bandeja de mensajes y lee:

-Mareeekaaaa me acaba de llegar el Euthirox. Corre que te guardé 4 cajas pero si me las descubren me jodo y las venden. Apuraaaateeee!! Besitos.

Cuando termina de leer ya están despachándole la gasolina. Está feliz porque le quedaba solo una semana de tratamiento y no conseguía esa medicina que tiene que tomar de por vida para la tiroides y que desde que Chávez decidió regularle el precio no se consigue. El bombero le dice que son 3,50 bolívares. Saca un billete de cinco y sin esperar el vuelto hunde el acelerador para llegar rápido a la farmacia. La bola de papel, que sería una bomba de fuego, queda olvidada en el piso del puesto del copiloto.

En Caracas, Rafael González Maslow, al escuchar a la señora que le hace la limpieza una vez a la semana en su casa, con el llanto que casi la ahoga, contar cómo un supuesto médico cubano de la Misión Barrio Adentro le mató a su pequeño hijo al diagnosticarlo y tratarlo de manera errónea, siente que la ira se apodera de alma. Está ciego de la furia que siente. Agarra unas botellas vacías y, a falta de gasolina, las llena, unas con perfume y alcohol, y otras con el poco kerosene que quedó del día que pintó su apartamento. Rasga una franela vieja y le embute en lospicos de las botellas para hacer una especie de mecha. Agarra un encendedor y el grupo de botellas preparadas, dispuesto a llegar a incendiar ese CDI que está a dos cuadras de su casa, clausurado porque los equipos hace más de año y medio se dañaron y no los han reparado y la dotación que se suponía debía llegar mensualmente, hace más de un año que no aparece.

Pero cuando está a punto de abrir la puerta, suena el teléfono y la voz cantarina de la señorita de la agencia de automóviles te dice:

-Señor Rafael, ya nos llegó su carro. No es el modelo económico que usted encargó hace año y medio y que no nos llegará no se sabe hasta cuándo. Este tiene asientos de cuero, vidrios ahumados, alfombras y equipo de sonido con MP3. Cuesta 125 mil bolívares más. No sé si está interesado.

-Sí, sí, sí. ¡Claro que estoy interesado! Imagínate si tengo año y medio esperando y nada que conseguía carro.

-Bueno, entonces tiene que venir inmediatamente a firmar la compra porque tengo una lista de espera de 125 clientes y a lo que vean que tengo una unidad van a venir a arrancármelo de las manos de una vez.

Sin pensarlo dos veces, Rafael con una sonrisa en la cara, suelta las molotov y el encendedor dentro del fregadero. No puede creerlo. Se acabó la angustia de andar en taxis y carros por puesto, siempre asustado esperando que vuelvan a ponerle un revólver en la sien para robarte mientras lo “ruletean” por la ciudad para dejarlo tirado en el primer descampado que aparezca. Asustado, sin medio y sin celular para llamar a alguien. Ese miedo se acabó. Ya tiene su auto.

Una vez en la casa, uno con el pote de leche de los chamos, otro con el aceite de maíz de un mes, Maigualida con 4 meses de su escaso tratamiento para la tiroides, aquel con la satisfacción de haber salvado la vida y superado una vez más el día y Rafael con el olor a carro nuevo todavía pegado de la nariz, lo menos que quieren saber es de Aponte Aponte, de Velásquez Alvaray, de los CDI abandonados y enmontados, de los falsos médicos cubanos, de las cadenas de Chávez o de los nuevos ricos revolucionarios. Están pletóricos, felices, por haber alcanzado esos pequeños grandes logros.

Se dan un baño con agua tibia. Se preparas una rica cena. Encienden el televisor y ponen la “Ruleta de la Suerte” o “Aquí no hay quién viva” en Antena 3 para ver por décimo quinta vez el mismo capítulo de la serie. Nada de noticieros nacionales, ni malas nuevas que le amarguen el día y le quiten el sabor a triunfo, ahora más que nunca sienten bullir los genes de Maslow en sus organismos.

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