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A la estrella octava

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Hermana

 

Cómo tan de pronto te hinchaste de várices.

Me fui, cierto, pero nunca fue excusa para

que te olvidaras. No por abrirme los ojos

te veía más redonda. Mis manos se forraron de oro,

mi boca engendró un par de imperios, ¿Y tú,

sembraste alguna desobediencia? A parte de los ríos verdes que

se derraman por tus piernas, y del odio que se dilata

en esa arbitraria tuya de mirarnos de reojo, ¿Dónde?

¿Cuándo? Acaso piensas fue suficiente ser una

hermana, que sentarse y llenarse de rabia era un ejercicio

que abultaba el bolsillo. Y mírate desnudo el vientre

como urgente por mostrar el ombligo. ¿Qué ocurrió?

Si en casa tú castigabas al pequeño cuando se levantaba.

Llora.

Qué importa si las manos asieron tu pólvora, límpiate que

para eso nos la prestaron. Te veo y me asfixian estas

ganas terribles de repararte toda, pero no puedo cojear

los centímetros que te faltan en la pierna. Seamos primos.

Y nos complacemos en la estulticia, en la sempiterna estupidez

de ser primos para siempre.  Acaso piensas que la

juventud de tu puño será eterna. Un día no tendrás fuerza

siquiera para callarte la boca. Y me llamarás con el dedo

como lo hacías de niña.

 

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