los dioses ocultos

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Un remolino de obscenidades, en apariencia distantes unas de otras hacían asamblea en el corazón de una tasca sucia en los alrededores de un pueblito merideño. Briceño tenía la palabra sobre el desbarajuste de voces, roncas, llenas de saliva en exceso, producto del consabido vicio de escupir chimó. Era una mesa rectangular, con los bordes comidos por el tiempo y las resacas. Las sillas apenas y se sostenían, o ayudaban a permanecer equilibrados a sus huéspedes. El gallo mayor, vaso de ron en la mano predicaba un rosario de improperios sobre el gobierno de turno. “Una perra en celo, que se deja destrozar el rabo por toda la manada.” Así describía la enfermedad que se erigía sobre el país. No en vano, ya habían turnado opiniones dispares, como la de Fonseca, el ruin estafador de turistas. Un tipo con mañas de prestidigitador, lo suyo eran las cartas que se esconden en la manga y las apuestas injustas. Este vaciaba su discurso sobre el estímulo de vivir en la bellaquería. La voluntad del venezolano es una sola, compadre. Hablar mucho y hacer poco. Ganarse los reales fácil, así como bajar un mango en cualquier mata que se asome en la calle. Después de todo, asumir un cambio profundo en este mar de violencia desmedida, basura política, educación paupérrima y salvajes domesticados, es una verdadera utopía a lo Bolívar en sus mejores momentos de delirio. El loco más sobrevalorado de la historia.

Asumiendo una interrupción en la conversación, Osorio saca un puñal que tiene en su bota izquierda. Es un cuero malherido, pero botas al fin, que lo han llevado a no menos de recorrer la mitad del país, traficando con animales exóticos, como monos o tucanes. Es un tipo rudo, o suele aparentarlo. Lleva tres dientes de oro, que se dejan ver por culpa de cualquier mujer bien resuelta que le pase por un lado. Surge de él, la penosa necesidad de sentar un precedente “Este país no vale un quinto aquí dentro, pero visto desde afuera es un paraíso. Se lo digo yo que he estado bregando por Colombia, y por los lados salvajes de Brasil. Este terruño de tez morena, playas cristalinas y espíritu juvenil no se dejará morir, no ahora, no siempre, pero es bien sabido que todos aquí no damos nada por él.” Benito se ríe, con los pocos dientes que le quedan, es un campesino ya aventajado, ha trabajado la tierra toda su vida y medita en silencio su disertación. Tiene un cristo en la mano derecha, en la otra un cigarrillo casi a punto de extinguirse. Dice, con una voz opaca, sin mucho brillo, queriendo dejar una estela de leyenda en su pronunciación “Lo que es del diablo, es del diablo. Pero a los hombres, nojotros, que queremos la vida como se quiere a una mujer hermosa, nos toca comulgar con el bien, con la débil belleza que se desborda al cosechar, y el beso frío de la montaña por la mañana.” Aprieta con fuerza su vaso de ron, se lo bebe con rapidez y prosigue “Hace un mes un sobrino mío, mi sangre, me lo mató el gobierno, era un muchachito de apenas quince años. Alla en el pueblo de Tovar, mi hermana Rosa quedó destrozada, yo solo clamo justicia, en la justicia divina confío porque en la de los hombres se me pudrió la esperanza.” De todos los que conformaban la mesa, Benito era el único con una mente tan preclara como para de un solo coñazo sentar las bases de un silencio espectral. Luego de su alocución, o exposición, o confesión, nadie más quiso asediar el tema. Fue como un baño de agua helada para los presentes. Esa idea estúpida de querer cambiar las cosas desde arriba era presa del odio. El sentimiento poderoso que va de la mano con el amor, hijos de un mismo vientre, rama del mismo árbol que da sombra a un suspiro llamado vida.

En el patio de la tasca – casa se daba muerte al día con una parrilla, que anunciaba un ritual lejano, como en los tiempos de la selva perdida, la caza y la pesca. Los dioses ocultos que bailan dentro del cuerpo de los habitantes de esta tierra, pisoteada, humillada, maltrecha por el sol (también por la mano del hombre). Despertaban de su letargo sempiterno para azuzar a sus muchachos, sus cazadores y recolectores a embriagarse en nombre de cualquier cosa que signifique la vida. Benito meditaba, con lágrimas en los ojos, no se sabe si por tristeza o resignación. Por vacío o desconsuelo. O todas las anteriores. En ese caso encendió un cigarrillo, escupió una veta de chimó, y con esa gallardía que hace sonreír a pesar de estar bien jodidos. Se dispuso a comerse su bistec con una yuquita por los lados, buen provecho, compadre. Dijo o pensó.

 

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