«Castillo de naipes», una novela para celulares

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*Castillo de naipes, es un intento de novela «keitai», o novela para teléfono celular. Se publicará todos los días, o cada otro día, o cuando pueda. Se lee mejor suscribiéndose a la Newsletter por correo electrónico para recibir los capítulos en tu bandeja de entrada. También la iré actualizando acá con los capítulos subsiguientes.

(Capítulo más reciente: 9.  clic para ir directamente ).

1.
El olor a sesos podridos no es algo que se olvida
, pensó el Inspector Gutiérrez cuando entró en la habitación. La sangre, seca y oscura, delineaba los símbolos que no había visto en cinco años.

Hizo aspavientos para espantar a las moscas y se acercó al cerebro crucificado en la pared. La intensa luz del día entraba por los ventanales pero no servía para disipar el ambiente espeso, tenso y lúgubre.

Llamen a la central –ordenó Gutiérrez sin desviar los ojos del órgano empalado y descompuesto–. El taxidermista ha vuelto.


2.
La redondez de sus senos, la casi perfección de sus pechos, era su mayor orgullo. Bajo la ducha, jabonó su cremosa piel, disfrutando cada momento del agua que se deslizaba por su cuerpo. Rozó sus propios pezones, enhiestos y alertas, y sintió una oleada de calor llenarla por dentro.

Los ejercicios se habían vuelto monótonos, pensó, era hora de cambiar de rutina. Le mostraría a Nicolás la firmeza de sus glúteos esta noche, después de la cena… Un filo reluciente llamó su atención. Se volteó y vio la hoja del cuchillo abriéndose paso entre las cortinas de baño.

Dejó escapar un conato de grito, pero la nota aguda fue truncada cuando la punta del arma se le enterró en el esófago. Sintió un líquido cálido y espeso llenarle la boca. Sangre. Su sangre. Intentó pedir auxilio, pero las gárgaras rojizas comenzaban a asfixiarle. Tuvo suerte, ya que al caer, se golpeó la cabeza con el filo de la ducha y quedó inconsciente. No vivió la asfixia y el desangramiento, aunque sus ojos reflejaron el hilo carmesí que brotaba de su cuello, río que se convirtió en lago, el lago en océano. Murió ayer, a las 7.43 de la tarde.

3.
–Dos víctimas en dos días –refunfuñó Gutiérrez mientras recorría la escena del crimen–. Ambas chicas jóvenes. Está repitiendo el patrón de hace cinco años.

La gabardina beige, desabotonada y suelta, combinaba con su sombrero, pensó el detective Navas al ver al inspector pasearse por la sala de baño. Volvió a su tarea, estudiando el cadáver y el boquete que tenía en el cuello.

–Le han retirado la tráquea, Inspector. La incisión es apresurada, pero experta. Estamos ante un profesional: un médico cirujano, tal vez un carnicero.

–Tiene que haber otra pista aquí. Hace cinco años, interrogamos a todos los médicos del estado, también a los carniceros… El taxidermista es un fantasma. ¿No hay más nada? ¿Una huella? ¿El patrón de aspersión de la sangre?

–Lo siento, jefe. Como le he dicho: todo lo ha hecho con cuidado. Podemos tratar de dar con el tipo y marca del cuchillo, pero aparte de eso…

–Espera –lo interrumpió el Inspector Gutiérrez, acercándose a la pared–. El taxidermista es muy meticuloso, todo en sus crímenes tiene un significado. ¿Qué es esto, entonces, estas dos pequeñas manchas en la pared?

Navas se puso de pie. Notó que abajo, casi en la esquina, había dos puntos que parecían hechos con sangre:

–Quiero un estudio completo de esas manchas y un informe. ¡Rápido! –ordenó el Inspector Gutiérrez. Una corazonada lo empujó a volver a la comandancia. Se acomodó el sombrero y encendió un cigarrillo antes de coger el volante de su Ford Fairlaine.


4.
El musculoso cuerpo, hipertrofiado, del Taxidermista, se contraía mientras afilaba con precisión el cuchillo sobre su mesa de trabajo. Alexis dejó de mirar a través de la ventana y giró para confrontar los inmensos deltoides que subían y bajaban rítmicamente, como olas de una playa perfecta.

–Supongo necesitas otra.

–Jum –gruñó el Taxidermista, y siguió dándole la espalda.

–Sucede que en esta ciudad, y en todo el mundo occidental, parece haber una escasez de vírgenes, sabes –Dijo Alexis sarcásticamente.

–Eso no importa. Usaremos lo mejor que podamos conseguir.

–Tal vez deberías ir tú esta vez. Te haría bien salir de vez en cuando.

 

El Taxidermista murmuró algo antes de ponerse de pie. Su tamaño era increíble: Alexis, un hombre promedio, apenas le llegaba a la mitad del pecho. Mi cabeza entera es más pequeña que uno sólo de sus pectorales, pensó, antes de ver el cuchillo subir hasta llegarle a la cara.

–No estoy de humor para tus malditos chistes. Debemos completar el proceso. Se nos acaba el tiempo.

–Está bien, está bien; qué sensible –Alexis se dirigió hacia la puerta–, supongo que es noche de discotecas, hoy también.


5.
Alexis detuvo la furgoneta en el callejón detrás del club nocturno. La música, autísticamente repetitiva, penetraba los vidrios cerrados y oscuros de la camioneta. Fumó varios cigarrillos mientras esperaba a Juan. Al final lo vio aparecer entre las luces de la calle, con una chica que le colgaba del hombro. Se inclinó y abrió la puerta corrediza.

–Ya está. Tiene una especie de letargo hipnótico, ¿es normal? –preguntó Juan, mientras acomodaba el cuerpo en el asiento trasero.

–Claro. Es burundanga, una droga de Suramérica. Los pone como tontos. La usan para robar y violar a la gente en sitios como Venezuela –explicó.

—-

La chica yacía sobre el altar, completamente desnuda. Alexis leyó el libro sagrado en voz alta mientras el taxidermista hacía sus cálculos. Finalmente, marcó el sitio con una pequeña incisión que dejó aparecer un punto de sangre rojiza.

El asesino levantó el cuchillo por encima de su cabeza con las dos manos.

–Uno más uno es igual a tres –dijo, antes de enterrárselo en medio del vientre.


6.
El humo flotaba, espeso, por la sala de reuniones de la comisaría. El Inspector Gutiérrez paseaba frente a su equipo; su frente arrugada delataba preocupación.

–Bien: ¿qué tenemos sobre la chica? ¿Hay algo en las cámaras de seguridad de la discoteca?

–Nada, jefe. El individuo que se le acercó se protegió muy bien. Tenía estudiado los ángulos de las cámaras.

–Me lo supuse. Igualmente, sigan con las entrevistas a testigos. Pasemos a lo importante: estos malditos puntos hechos en sangre. Tres víctimas, tres puntos. He aquí la foto de la pared donde encontramos a la tercera chica:

 

 

–Obviamente, hay una relación entre los puntos y la causa de muerte –continuó Gutiérrez–, ¿pero qué? Tenemos un cerebro, una tráquea y un vientre. ¿Ideas?

–Clave morse –respondió el detective Colón–. Nos quiere enviar un mensaje de algún tipo.

–Buena idea, pero no es eso. La clave morse utiliza secuencias de puntos y rayas. Dos puntos y una raya, sería la letra «u». Parece poco probable.

–Los puntos descienden –apuntó otro detective–. Tal vez tiene algo que ver con la tierra, o un entierro.

–Jum… Demasiado abstracto. Hemos revisado todas las escenas del crimen, no hay nada que indique algo en el subsuelo. ¡Joder! Tiene que haber algo aquí… ¡Se está burlando de nosotros!

–Son puntos de energía –dijo una voz al fondo de la sala.

Gutiérrez detuvo su marcha y miró a través de la multitud. Un joven de cabellos largos, barba tipo candado y anteojos redondos se acercó al Inspector.

–Me llamo Bhu-pai, el nombre que me dio mi maestro. Mi nombre Occidental es Alfredo. Soy el pasante de psicología criminal. Todo esto está claro.


7.
–El cuerpo cuenta con siete puntos energéticos –explicaba con voz nasal Alfredo. Gutiérrez lo miró de arriba abajo y se dio cuenta de que calzaba sandalias–. En la tradición metafísica hindú, estos centros de Prana son conocidos como Chakras.

 

–Gilipolleces –murmuró uno de los detectives reunidos en la sala. Alfredo continuó sin prestarle atención.

 

–Estamos ante la presencia de Ajna, Vishudda y Manipura. Se encuentran en la glándula pituitaria en el cerebro, la tiroides en la garganta y el plexo solar en el sistema digestivo, respectivamente.

 

–A dónde vas con esto, chico –Gutiérrez empezaba a impacientarse.

 

–A que el asesino pretende abrir la rueda de la vida, tal vez usando un rito tántrico.

 

–Inspector: ¿Hasta cuándo tenemos que seguir escuchando estas idioteces jipis? –se quejó el detective Colón.

 

–¡Silencio! Es lo único que tenemos. Divídanse en grupos. Quiero que investiguen todos los centros de yoga de la ciudad, empezando por los alumnos y profesores. Tú: Alfredo –Gutiérrez señaló al pasante. El cabello largo seguía desconcertándolo– ven conmigo. Busquemos a tu gurú, yogui, maestro o lo que sea.

 

–Me llamo Bhu-pai –protestó el pasante. Gutiérrez se le acercó hasta quedar a centímetros de su rostro.

 

–Mis cojones. Cuando estés comiendo yogures al lado del Ganjes, puedes llamarte Ni Fú Ni Fá, para todo lo que me importa. Pero acá, estás en mi división de policía y te llamas Alfredo, ¿entiendes? Ahora, vamos a probar esta teoría descabellada tuya. ¡Muévete!


8.
–Todo esto me parece poco probable –dijo el Maestro Singh, mientras les daba la espalda para servir el té. Gutiérrez pensó que el brebaje olía más a sopa de cebollas que otra cosa y rechazó amablemente la taza que pasearon frente a su cara con un firme levantar de manos–. La lectura de Bhu-pai es correcta (hasta cuándo estos nombres, joder!), pero sólo la meditación puede abrir la puerta de la conciencia.

–Jum. Fíjese, Maestro –Gutiérrez se acercó al sujeto en toga blanca y sin zapatos y pensó, unos breves instantes, que el Maestro, con sus cabellos oscuros y largos, le recordaba a Steven Segal–, estem… ajá: ¿cree que el asesino sea un alumno? ¿Un profesor? ¿Quién más sabría esto de los… ¿cómo se llama? ¿Chakras?

–Sinceramente, no podría decirle. Hay siete chakras, eso lo sabe todo el mundo. Pero asesinar, mutilar gente… No tiene sentido.

–Tal vez es un rito desquiciado, inventado –agregó Alfredo.

–En efecto –el Maestro Singh tomó un sorbo de su té–. Existe, claro está, una vieja creencia Sufi o Tasawwuf, que imbrica el Hinduismo con el Islam. Una práctica de magia negra y esoterismo que busca preparar el cuerpo para el nombre de Dios.

–¿Qué? –Gutiérrez recibió una mensaje en su teléfono y empezó a ponerse de pie–. Debemos irnos. Necesitamos una lista de personas interesadas en todo esto que usted dice.

–Claro –el Maestro Singh caminó hasta una alfombra y se sentó en flor de loto–, pero tengan cuidado. Sahasrara, el loto de mil pétalos, es un chakra de pura conciencia, ubicado por encima de la cabeza. No está en el cuerpo humano. Si lo que dicen es cierto, para activarlo, su asesino seguramente recurrirá a actos más extremos.


9.
Ernesto adoraba pasear su enorme sexo, morado y palpitante, frente a la cara de la gente. Las miradas lo seguían cuando irrumpía en escena, casi podía escucharlos pensar será verdad lo que dicen sobre este negro y, a medida que sus prendas caían al suelo, su sexo se levantaba como una serpiente hipnotizada por la flauta de un faquir. Le gustaba finalizar rodeando su pene con las dos manos, por la base, para hacer el helicóptero frente a los clientes más cercanos a la tarima. Los ojos hambrientos lo seguían y aplaudían; Ernesto los volvía a cruzar afuera de su camerino antes de dejar que se lo besaran por unos cuántos billetes.

Terminó su número y se perdió tras bastidores. Arrojó su ropa en el sofá del camerino y se sentó frente al espejo, pensando en el chico rubio de la segunda fila y su rostro de fascinación. Le daba pocos minutos antes de que tocase a su puerta. Sin embargo, en la esquina del espejo, algo llamó su atención: un inmenso guardia de seguridad lo estudiaba inmóvil, pegado a la pared.

–¿Quién eres tú? ¿Dónde está Tony? La seguridad no puede estar aquí, ahora.

Cuando el sujeto se acercó, Ernesto sintió un golpe de pánico invadirlo: llevaba un machete afilado en la mano derecha. El stripper se puso de pie y levantó las manos.

–Cómo llegar a la iluminación con ese miembro irracional latiendo entre tus piernas –El Taxidermista lo señaló con el machete– te libero. Noventa y nueve son los nombres de Dios.

El machete bajó como un guillotina y destajó lo que fuera el orgullo mayor de Ernesto. Con el siguiente golpe, un corte ascendente, vino el desmayo. Mientras caía, vio un trozo de su miembro flotando frente a sus ojos y pensó, esto es lo que la gente paga por ver.

 

 

 

 

 

 


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