Mi vida, a través de los perros (XXXV)

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La decepción que estaba sintiendo con respecto a Lucía se aunaba a los crecientes sentimientos hacia mi inquilina. Y otra vez el destino vino en mi auxilio. Como mencioné antes, al relatar la manera como entró Helga a mi vida, uno de los motivos de su venida al país fue el de buscar a su madre dada por muerta de forma artera. Con la ayuda de las referencias y pistas obtenidas en el atado de viejas cartas que consiguiera en un recóndito rincón de la casa paterna estaba armando el rompecabezas que la debería conducir hasta su mamá; sin embargo la labor distaba mucho de ser sencilla: muchas de las personas mencionadas en esas cartas habían fallecido, o ya no se hallaban en los mismos domicilios de entonces; varias veces se topó con calles ciegas, que la obligaban a retroceder y retomar las pesquisas desde el principio. Sin embargo no cejaba en su intento, con un entusiasmo admirable, como si le fuera la vida en ello. La necesidad de encontrar sus raíces era poderosa.

Un día me pidió muy formalmente una conferencia. Tal cual, esa era la palabra que había escogido para su petición. Con mucha curiosidad por lo solemne de la misma, había accedido gustoso a hablar con ella, cosa que hicimos al atardecer, en mi biblioteca, cerrando con llave la puerta para no ser interrumpidos en nuestra conversación. Algo muy importante tendría que decirme, supuse, y la confidencialidad era requisito fundamental.

Tomamos asiento en los amplios sillones de cuero inglés, y sin mayor preámbulo me soltó:

-Tomás, creo que esta vez estoy sobre la ruta correcta: pienso saber en dónde está mi madre.

-¡Qué bueno! ¿Porqué estás tan segura?

-Logré comunicarme por teléfono con la última tía de ella que queda con vida, es una ancianita que está alojada en una casa de reposo pero su mente le funciona a la perfección, y me dijo que tenía en su poder varias cartas de su sobrina, con la dirección. No me supo explicar muy bien de cual sitio se trataba, pero fui a visitarla y me entregó los sobres. Aquí están.

Y me entregó dichos sobres, en los cuales pude leer una dirección muy familiar: se trataba de la misma zona montañosa en donde tuve el accidente con el Bel Air, cuando por poco pierdo la vida. Mi cara de sorpresa tuvo que haber sido más que evidente, pues me preguntó alarmada:

-¿Qué pasa? ¿Es un sitio malo? Tu expresión me asustó.

Entonces no me quedó más remedio que relatarle ese episodio, que todavía me martirizaba de vez en cuando, en algunas noches de insomnio, cuando me venían a la mente imágenes fragmentadas del hecho. Escuchó con suma atención mi relato, sin interrumpirme, y cuando terminé suspiró, y dijo, casi entre lágrimas:

-Creo que esta conversación perdió su propósito. Gracias por escucharme, ahora me voy.

-Espera, ¿por qué lo dices?

-Es que te iba a pedir un favor enorme, pero creo que ya no tengo el valor de hacerlo, después de lo que me  contaste.

Yo sospechaba desde un principio cual era ese favor, y me moría por hacerlo, pero algo en mi interior me impelió a no ser tan transparente y a jugar un poco, y realicé mi siguiente movimiento:

-¿Cuál favor?

Siguió el típico tira y encoje, de decir cosas a medias y retractarse de inmediato, hasta que lo soltó completo:

-Quería saber si estabas dispuesto a llevarme a ese lugar, pero creo que es demasiado pedir.

Puse la mirada más severa que logré componer, y le dije:

-No es poca cosa lo que me estás solicitando. Pero tienes una suerte increíble, Helga: justo en estos días tengo planificado ir hacia esa zona, pues pensamos abrir una sucursal en la capital del estado. Claro que no queda nada cerca del sitio en donde piensas encontrar a tu madre, pero si estás dispuesta a acompañarme en las diligencias que debo hacer, con mucho gusto te llevaré allá.

Mentía sin pudor alguno, pues en esos momentos no era nada práctico abrir tiendas allí, por lo accidentado de las comunicaciones terrestres. Sin embargo tenía la escusa perfecta para pasar una temporada larga a solas con Helga, quien me estaba quitando el sueño desde nuestros primeros encuentros. Nada como un largo viaje por carretera para establecer un vínculo entre dos personas, pensaba. Y por otro lado ese viaje me permitiría regresar a esos sitios tan cargados de recuerdos, que me estaban exigiendo hace rato una visita  para terminar de saldar cuentas con el pasado.

-¿En serio? No lo puedo creer, Tomás, ¡me haces muy feliz!- Y me dio un abrazo largo al que correspondí a medias, pues no quise demostrar demasiado interés.

-Ahora bien, si te voy a hacer ese favor, te voy a pedir algo a cambio: no quiero que Kurt sea parte de este viaje. Sabes de sobra que no le tengo ningún aprecio, y no creo poder tolerar su presencia durante tanto tiempo.

-Descuida, eso estaba implícito. De todas maneras, no le gustan esos viajes largos en carro. Se marea, dice.

Tenía que arreglar las cosas de rutina en el trabajo, y avisarle a mis inversionistas que me ausentaría durante algunos días, pero por otra parte casi nunca me tomaba algo parecido a una vacaciones, y todos supieron comprenderlo. Me quedaba un último hito que cumplir, la conversación incómoda con Lucía, quien con seguridad no vería con buenos ojos ese viaje; pero no estaba dispuesto a dejarme manipular por ella, así que le informé sobre el asunto sin mucho detalle, el día previo a nuestra partida. Ella me miró despectivamente, y solo me dijo:

-Espero que te diviertas con tu alemanita, yo veré como me distraigo en tu ausencia.

-Está bien, total no es la primera vez que lo haces.

-Ni la última, Tomás.

No hablamos más nada ese día. Ella se desapareció, supongo que pasaría la noche en otra habitación pues su carro no se había movido del estacionamiento, y nadie había venido a buscarla. Su tonta perra paseaba como alma en pena por los corredores, emitiendo ladridos lastimeros; ella tampoco sabía donde estaba su ama, al parecer.

Al día siguiente, cuando faltaban un par de horas para que saliera el sol, presenté el Mercury frente a la puerta de la casa de Helga, y Byron hizo el llamado correspondiente con unos ladridos festivos. A la puerta se presentó Kurt, ojos rojos, movimientos torpes, en su habitual estado de resaca pues su hábito alcohólico no había hecho más que crecer. Tenía en su poder una pequeña maleta, que depositó en el portaequipajes del carro, sin dirigirse en ningún momento hacia mí. Acto seguido apareció Helga, enfundada en unos jeans ajustados con un ligero top que le cubría apenas el torso y permitía apreciar a detalle su hermoso cuerpo. No quise traslucir mi emoción, y sin mucho preámbulo emprendimos ese largo viaje, cuyos resultados anticipaba con ansias.

 

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