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En defensa de Occidente

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Uno de los argumentos más perniciosos de nuestro mundo contemporáneo es la postura colonialista ideológico-cultural. El discurso, vehiculado siempre desde la sabiduría adquirida gracias a las universidades de Occidente, que pretende afirmar que dicha sabiduría occidental es «cuestionable». Haciendo alarde de un abanico de autores –occidentales todos–, quienes delimitan nuestro pensamiento desde el lenguaje y la historia, nuestro personaje rebelde anti-occidental, hijo de la postmodernidad pop malentendida, explicará que «todo es relativo» y que no hay valores universales. Después de tal afirmación baladí conocida por cualquiera, el hipster anti-occidental nos ofrece un rictus sarcástico, como si su idea fuera tan novedosa y radical que bastara para acabar con la discusión.

 

Esta postura, profundamente reaccionaria, es la bandera perfecta del no-pensar contemporáneo. Es el punto de partida para escuchar afirmaciones demenciales como que la escisión del clítoris en África es «un problema cultural», ergo exento de cualquier tipo de solidaridad entre humanos. Los relativistas, en sus intentos por sobrepasar las estructuras de poder falocéntricas (y logocéntricas), nos explican que ellos son «muy respetuosos» de las «culturas diferentes», que cualquier pronunciamiento sobre el dolor ajeno es una forma de colonialismo occidental. Entonces –y he aquí lo descerebrado del argumento–, para evitar «imponer nuestros valores», en los cuales no se cercenan los miembros de las personas, el hipster propone no hacer nada. Es tan «solidario» con el sufrimiento de las africanas, que propone mantener el statu quo (y usa palabras como «statu quo», porque él es leído, y tal).

 

Por supuesto que al hipster aún le queda el camino discursivo, aún más psicótico, de empezar a explicar por qué la escisión del clítoris es una práctica cultural riquísima, más o menos a nivel de los tambores de la costa. No creo ser el único que se haya enfrentado en algún bar al discurso laudatorio de la circuncisión femenina. Evidentemente, el genio que avanza tal barbarismo, insostenible ante el más mínimo análisis de esta práctica extremadamente dolorosa, jamás explica que él espera cercenarle el sexo a su hija o hermana con una navaja de afeitar. Tampoco le importa lo que diga Amnistía Internacional: esa es una organización creada en Occidente, con intereses occidentales. Mejor defender la «circuncisión faraónica«, portadora de un nombre hasta poético.

 

De esta manera, el hipster relativista se contenta, de la forma más conservadora, con sentarse a ver el mundo pasar frente a sus ojos. No puede pronunciarse sobre nada, ya que en su torcida lectura de Baudrillard y Vattimo, nada es real. Ninguna imagen le sirve para pronunciarse sobre el mundo. De lo único de lo que está seguro (aunque me pregunto de dónde le viene tal seguridad, ya que ni siquiera está seguro de que la circuncisión femenina sea dolorosa) es de que hay una manipulación mediática, no se sabe muy bien de la parte de quién ni con qué intenciones, para que todo análisis que hagamos sea relativo y defienda los intereses (oscuros) de algo (¿los cientólogos? ¿el Imperio? ¿la banca judía?).

 

Esta forma particular de relativismo se basa en una ignorancia (fingida o real) de la historia de la humanidad. Según el hipster de turno, a quien le da flojera pensar, la historia también es relativa, por lo cual no se aceptará ninguno de estos argumentos. Lo más patético de este tipo de disquisiciones es cómo se detienen en lo «relativo» como si fuese una sentencia final inapelable, no el comienzo de un nuevo disparate. Porque la conclusión obvia de negarse a cualquier análisis histórico, implica cosas como que en este marco de «relativismo» no podríamos siquiera saber si la batalla de Waterloo ocurrió, si Julio César era romano o si Cristóbal Colón tenía tres embarcaciones en vez de veintiséis naves espaciales. Pero no piensan, o no quieren pensar, entonces esto se les escapa.

 

Sucede que Occidente ha avanzado y creado innovaciones tecnológicas, científicas y sociales gracias a las personas que se opusieron al argumento reaccionario cultural, no lo contrario. Galileo tuvo que batallar para avanzar sus ideas heliocéntricas, Darwin y Freud no se contentaron con decir que en nuestra «cultura» todos creíamos venir de Dios y punto.

La evidencia del bienestar que ha producido el avance de la cultura occidental desde la iluminación es devastadora. El psicólogo cognitivo Steven Pinker, por ejemplo, acaba de publicar un interesantísimo ensayo sobre la reducción de la violencia a medida que las ideas de la ilustración se van popularizando en el mundo. La conclusión es impresionante: vivimos en el período más pacífico de la historia de la humanidad. Sí, el más pacífico. Incluso el siglo XX, con la grotesca instrumentalización de la muerte en los ejes nazis y soviéticos, es menor en cuanto a porcentaje de muertos comparado con épocas anteriores.

Retomando rápidamente mi argumento: la cultura «occidental», amparada en las ideas racionalistas de la iluminación, la separación del Estado y de la iglesia y los Derechos Humanos, ha producido un mundo en el cual su esperanza de vida es muchísimo más elevada. Usted tiene acceso a procedimientos médicos sorprendentes, impensables; y tiene una expectativa de vida tres o cuatro veces mayor a la de su antepasado en la Edad Media.

 

Evidentemente, existen matices de grises. No pretendo imponer à la Bush en Irak, la cultura occidental en todo el mundo. Eso sería colonialismo ideológico. Pero negar la solidaridad con las minorías del tercer mundo, quienes sólo aspiran a tomar el mismo camino que Europa tomó a partir del siglo XIX, es aún más retorcido. Es decir, nosotros tenemos derecho a escoger nuestra religión, a hacernos transfusiones de sangre y leer artículos en Internet, pero ellos, los indiecitos o sudacas de turno, no tienen derecho a eso. Es su cultura. Están de lo más felices y contentos lapidando mujeres, bebiendo agua contaminada o revolcándose en la basura. Es su cultura.

 

Caricaturizo, obviamente. Pero esto viene à propos de un viaje a la India que tuve la posibilidad de hacer (fotos). Observé, atónito, cómo una persona utilizaba el urinario público y, a escasos centímetros, alguien más preparaba una ensalada. Sin ser biólogo, pensé inmediatamente, «joder, difteria. Cólera. Disentería. Pobre gente». Sin embargo, cuando compartí mi horror ante las (inexistentes) condiciones de higiene, me topé con esta perla, «es que es su cultura. Son así». ¿Su cultura? ¿El cólera está en su cultura? ¿Cómo es eso?

 

Este hipster relativista, a quien le parece divertidísima la pobreza ajena (porque son «felices», claro), disfruta de una educación avanzada, viaja por el mundo, tiene acceso a medicina, a un plan de retiro; pero le parece que es normal que los demás no lo tengamos. Es decir, si la «cultura hindú» es beber agua contaminada, ¿es la «cultura africana» transmitirse el SIDA? ¿Es parte de la «cultura norteamericana» ser obeso e hipertenso?

 

¿No son estas prácticas que deben evolucionar? ¿No es así como llegamos en occidente a tener el nivel de vida que tenemos? ¿Por qué darles la espalda a los hindúes, árabes o chinos que nos dicen que aspiran a evolucionar hacia una democracia igualitaria adaptada a su religión y prácticas, para explicarles que deberían ser felices en sus ciudades subdesarrolladas, que no saben la suerte que tienen de no ser «manipulados» por los «media» occidentales todo el día?

 

Esta postura hipster relativista es lo más retrógrada posible. Imagino a Pasteur explicándole a una tribu africana que hervir el agua reduciría la tasa de muerte infantil, y a un hipster tratándolo de «colonialista», que por qué no deja que los africanos vivan sus vidas «felices», con lombrices, desnutrición, hambre y muerte. Que esa es su cultura.

 

Que la forma y la manera de globalizar los avances del mundo Occidental sea un tema peliagudo, sumamente espinoso y a ser tratado con cuidado, es obvio. Exige un debate serio en torno al tema. Pero no es con el mutismo acomodaticio del hipster de turno que llegaremos a algún lado. Que esta forma de pensar sea el engendro putativo de nuestras instituciones de educación superior es lastimoso y vergonzoso.

 

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