Laberinto.

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El amanecer me sorprendió sobre el Sena, en esa que consideré la noche más fría que había jamás conocido, nunca sabré si fue por el clima ventoso y húmedo de invierno o por el sentimiento que me sobrecogía mientras vagaba entre los caníbales que se apoderan del Montmartre en busca de alguna presa.

No supe como llegué allí, como crucé tantas calles sin siquiera percatarme, cuando reaccioné del letargo que adormecía mis sentidos me sorprendió estar parado en medio del Pont Neuf observando lo caudaloso que el río se encontraba esa mañana, corría veloz hacía los Campos de Marte, como si escapara de algo,  cuando escuché desde el fondo como un susurro mi nombre simplemente me asusté.

Corrí presuroso hacia el sur, sin rumbo, iba tropezando con los primeros caminantes que, con rostros pétreos, subían de las bocas del metro, una expresión severa era el común denominador, me pareció que iban disgustados por el frío que lo dominaba todo y una pertinaz llovizna que había comenzado minutos antes, me dejé llevar por esa marea humana, pensando que durante ciertas etapas de mi vida me había atraído practicar ese ejercicio: caminar, o más bien, dejarme llevar. En ese momento me pareció que la vida entera se me había ido en medio de un caudal de personas.

Crucé el Luxemburgo hasta llegar al Montparnasse, encontrándome de improviso frente al gran muro que rodeaba su cementerio. Crucé el ancho portón de hierro ribeteado exquisitamente e inmediatamente me  vi transportado a un mundo de iluminados. Algo en el centro de aquel camposanto llamaba fuertemente mi atención, las páginas de un libro movidos por la brisa gélida de esa mañana hacían las veces de manos, que agitándose, me invitaban a acercarme.
Por extraño que parezca y a pesar de que lograba verlas desde cualquier punto no hallaba el camino que me llevara donde las hojas de aquel libro se agitaban, un laberinto…

Alguien jugaba conmigo.

Cuando al fin lo logré, comprendí que Cortazar no era un ser fácil de alcanzar, jugaba a la rayuela con quienes, como yo, de alguna forma eran llamados.

Tomé el libro en mis manos, abriéndolo al azar, buscando quizás alguna respuesta, algo que me diera a entender la razón de tantas cosas, tantas preguntas sin responder, me senté sobre el mármol que cubría su sepulcro y me entretuve leyendo por un momento las inscripciones que otros habían garabateado sobre él: «el capitulo 99 cambió mi vida», escribió alguien con un trozo de carboncillo, «porque tuve miedo y vine a ser consolado» escribió alguien más en trazos finos y cuidados. Me pregunté también que hacia allí, bajo esa llovizna, leyendo a Rayuela en París.

Para cuando terminé aquel capitulo al azar, que bien pudiera haber sido el primero o el último, las letras apenas se notaban, borrosas se disipaban empapadas entre mis lagrimas y aquel rocío interminable que me calaba los huesos.

Supe que faltaba mucho para que dejara de llover.

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