J. Édgar: Desenmascarando al Gobierno Invisible

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Eastwood filma el biopic más ambiguo, agudo y políticamente incorrecto en años dentro su trayectoria. La película pudo optar por el camino sencillo, el de condenar o glorificar al personaje. El director escoge el sendero menos transitado, el de exponerlo como ser humano, con sus virtudes y defectos sin satanizarlo a priori. De ahí la incomodidad de su estreno en los ámbitos de la academia, a pesar de tratarse de un largometraje superior al promedio del Óscar 2012, salvo contadas excepciones.

Por supuesto, no es un trabajo perfecto o la nueva obra maestra del autor.

El guión aqueja fallas de ritmo y la puesta en escena se salda con el montaje de una obra de teatro de momias, donde los dos protagonistas casi cometen el error de reírse de sí mismos.

El desenlace pierde toda su carga de legitimidad y melancolía crepuscular por culpa del maquillaje. De repente, era la intención aunque lo dudo. Es decir, proponer un retrato irónico del protagonista durante su retiro al dibujarlo como una caricatura autoparódica. Me disculpan, pero no veo al viejo zorro de Clint organizando un chiste grueso de tal magnitud a la manera de los chicos malos de Jackass.

En efecto, el novio de J. Edgar semeja el semblante de un Johnny Knoxville de pelo blanco, arrugas y andadera. Responsabilidad también del actor encargado de encarnarlo. Me refiero a Armie Hammer en el papel de Clyde Tolson, quien se reduce a temblar y tartamudear.

Por su lado, Leonardo Di Caprio lleva la cruz de su decrepitud artificial con mayor dignidad y soltura. Aun así, le pesa la máscara de latex del veterano director del FBI, ilustrado a la forma de Welles en “Ciudadano Kane”.

Tributo y homenaje a la técnica analógica en oposición al régimen actual del diseño digital y holográfico de los arquetipos. Desde entonces y en adelante, la cinta asume compromisos y declaraciones de principios bajo la sombra de una radiografía del poder en los Estados Unidos.

Por tanto, la fotografía adopta el tono oscuro del cine negro de los años treinta. A su modo, la estética despliega una brutal reflexión metalinguística de la relación de la mediática de Hollywood con la construcción de los mitos de la escena social y cultural.

Si el “Artista” se mira en el espejo de la felicidad musical para salir de la crisis, “J. Edgar” se refleja en la pantalla demoníaca y vampírica de los clásicos del género para sacudir la memoria y confrontar al espectador.

Lo malo deviene en bueno y viceversa gracias a los dictámenes arbitrarios de la moda de la industrial del entretenimiento. Hoover sufrirá la tragedia del ascenso, el establecimiento y la inevitable caída de los miembros de su generación, al quedar relegados a un segundo plano en el ocaso de sus carreras.

El agresivo Richard Nixon los suplanta para imponer reglas más radicales en la cabeza de la jefatura del estado. Irónicamente, nos dice el libreto, J. Edgar es no solo un niño de pecho al frente del Presidente Republicano, sino un antecedente directo de Watergate.

Moraleja: la perpetuidad en el cargo acaba por corromper a la manzana podrida de la historia, asediado por los fantasmas colectivos de la posguerra y por las pesadillas personales de su entorno matriarcal. Su familia disfuncional esboza una lectura sobre el contexto de crecimiento y madurez psicológica del caballero de marras. Réquiem total del sueño americano y de los traumas de su niñez atacada por el complejo de Edipo.

Por ende, el infante reprimido en su hogar dulce hogar, aprende lecciones terribles de vida y las aplica en su labor de cazador de brujas. Persigue a los disidentes y delincuentes de poca monta, mientras le declara la guerra al comunismo, al hampa común y a la otredad.

Se ensaña particularmente con las minorías e implementa un sistema de control policial calcado de las tesis del eugenismo anglosajón y europeo, justificado por la coartada científica. El dueño de la batuta llama la atención y siembre la inquietud, al mostrar los curiosos vínculos entre el pasado y el presente del mundo paranoico posterior al once de septiembre.

“J. Edgar” es una pieza de deconstrucción del planeta del miedo abonado por la gestión Bush, calcado de las teorías conspirativas y maniqueas de Hoover, cuya condición homosexual lo obliga a mantenerse en el interior del armario.

Es la paradoja del valioso subtexto: los vigilantes y héroes de la justicia son hombres hipócritas de doble rasero. Abogan por la transparencia al precio de sumirse en el hermetismo, la exclusión y el sectarismo. Es el dilema del vengador anónimo, del verdugo. El victimario deviene en víctima de su trampa de escuchas telefónicas y destrucción de la privacidad, en la tradición de “La Conversación” y “The Lives of Others”.

El sabio, el genio de “Río Místico” sienta en el banquillo de los acusados a los grandes hermanos de ayer y de hoy. Allí radica el atributo del argumento.

“J. Edgar” observa los toros a la distancia, atrincherado en su barrera, a la espera de hacer el trabajo sucio. Por delante, Washington exhibe una fachada de concordia y nobleza democrática.

Por detrás, el Drácula del drama aguarda por su instante para hincarle los colmillos a sus futuras presas. Por ratos, somos testigos de una demoledora elegía centrada en el calvario shekespareano y bíblico de un emblema de la élite, de la mesa redonda. Asume funciones como comisario, salva a la patria y resuelve los secuestros. A la postre, lo crucifican y lo convierten en chivo expiatorio después de utilizarlo. Intimidante su confesión en “voice over”. Cada oración enaltece al escritor del monólogo.

La tristeza se apodera del plató en el tercer acto. Nos da pena ajena el racismo y las patadas de ahogado del Torquemada. Igual al destino de “La Dama de Hierro” al final de sus días. Ella todavía cree tener influencia en el discurso contemporáneo. Él aspira impedir la consagración de Martin Luther King, por considerarlo un enemigo público de la nación. Tomamos conciencia del definitivo eclipse de ambos. La muerte es la única redención y mañana.

Hoover fallece en una secuencia fría, quirúrgica, patética, carente de poesía y afectación posmodernista. Cero romance y kistch al respecto. Nos compadecemos del anciano difunto.

Concluye la despiadada y seca semblanza de “J. Édgar”.

Diamante en bruto atípico en la meca.

A no confundir con un fresco binario del gusto de la taquilla.

Disección del star system y del entramado de intereses del gobierno invisible.

Tratado de la esquizofrenia a la altura de “El Aviador”.

Lección para la Villa y la censura local.

Supera la visión estereotipada de Oliver Stone en «JFK».

No le saca las patas del barro a nadie.

Obama toma nota y acusa recibo.

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