Mi vida, a través de los perros (VIII)

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Por primera vez en mi vida tenía novia, con todas las implicaciones que esa palabra traía consigo. Noviazgo de cartas desgarradoras, de largos paseos tomados de la mano, de besos apasionados en plena calle, de búsqueda de recovecos para manifestar físicamente el fuego que nos consumía por dentro, de intensos celos, de tiernas cursilerías. Hay una frase que reza así: la primera vez se quiere más, las demás se quiere mejor. Tiene algo de cierto, pero también es cierta la cualidad de inolvidable del primer amor. Todavía recuerdo a Claudia, de vez en cuando. La recuerdo con nostalgia, pero como símbolo de la juventud perdida y no de forma romántica. Estoy seguro que a estas alturas es una señora cincuentenaria, con los estragos de la edad a cuestas, con hijos y quien sabe si nietos, que no tiene nada que ver con la Claudia de mi juventud; si me cruzara con ella en la calle le cedería cortésmente el paso, y no me voltearía a mirarla, pues ni siquiera la reconocería. Pero estoy empezando a divagar, cosa frecuente en mí en estos últimos tiempos.

 Mis primeros años universitarios en la provincia estuvieron signados por el estudio constante y voluntarioso y ese noviazgo; todo el tiempo se me iba en tratar de conjugar ambas actividades, y con mucho pesar debo admitir que descuidé bastante a Hamlet. Casi casi era un perro callejero; se la pasaba sucio y muchas veces famélico. Claudia trataba de ayudarme con él, de vez en cuando, pero ella también estaba sumergida en las dificultades de su carrera, implacable demandante de tiempo y energías, así que era poco lo que lográbamos, aún en conjunto. Cada vez dormíamos menos: el tiempo debido al sueño lo empleábamos en terminar los proyectos o en estudiar la teoría exigida por nuestras muchas materias. Era poco el tiempo que pasábamos juntos, pero tratábamos de sacarle el mayor provecho posible.

Una vez tuve una conversación inquietante con Claudia. Me dijo que tenía tres días seguidos sin dormir. Le pregunté de cual manera lo había podido lograr, y me contestó con ambigüedades e imprecisiones. Empecé a sospechar algo raro, y me volví más incisivo en mi interrogatorio, hasta que logré sacarle el secreto: en combinación con unos estudiantes de farmacia de los últimos años tuvo acceso al gabinete en donde se guardaban los fármacos más delicados, y se hizo de una cantidad considerable de anfetaminas. Esa revelación me enfureció: no era posible, ¿mi novia se había convertido en drogadicta? Le hablé duramente, inclusive le grité. Ella cayó en un mutismo inconmovible, y después de ese episodio estuvimos unos cuantos días alejados. Pero esa situación no duró mucho; me tragué el orgullo y la busqué. Mi intención era alejarla enseguida de esa adicción, pero ella tenía más fuerza que yo y logró el efecto contrario. Me volvió a seducir, me contó de lo maravilloso que era poder estudiar días enteros sin necesidad de descanso, y por último me escuché aceptar su proposición, materializada en unas pastillas que ingerí sin pensarlo mucho.

Éste es un episodio de mi vida que me avergüenza profundamente, pero mi intención es lograr un relato sincero, y no voy a ocultarlo. Me volví adicto a esa droga; al principio me sentía poderoso e incansable, pero poco a poco los efectos secundarios fueron manifestándose en irascibilidad, divorcio con la realidad y alucinaciones periódicas. Nos mantuvimos bien provistos hasta que ocurrió un pequeño escándalo en la facultad de farmacia: se descubrió la falta de anfetaminas después de un inventario intempestivo – tal vez algún soplón habló de más – e impusieron medidas mucho más estrictas para salvaguardar los fármacos. De manera repentina se nos cortaron los suministros, y tuvimos que recorrer a vías distintas para abastecernos. De alguna manera contactamos a un expendedor callejero, que nos ofreció la mercancía que nos era indispensable en ese momento, pero por supuesto a cambio de dinero. No estoy muy seguro de la calidad de las drogas que nuestro proveedor nos estaba suministrando, ya que sus efectos eran terribles y nuestra adicicción iba en aumento; lo cierto es que al cabo de algunos meses Claudia y yo nos vimos envueltos en una sórdida historia de préstamos, trabajos vergonzosos y pequeños hurtos, para poder adquirir esas pastillas que se nos habían vuelto indispensables. E irónicamente, la razón por la cual comenzamos a andar por esos caminos fue descuidada por completo. Ya nos daba igual faltar a las clases, y nuestro desempeño académico fue cayendo en picada. El demonio de la drogadicción nos tenía atrapados.

Un día cualquiera nuestro siniestro proveedor nos citó en un parador situado en lo alto del páramo. Tomamos el Bel Air, acompañados por Hamlet, que para la época parecía el perro que acompaña a los mendigos, todo sucio y flaco. Emprendimos la vía, que estaba cubierta por un espeso manto de neblina, la cual limitaba en grado sumo la visibilidad. Para variar tenía circulando en mi organismo la dosis habitual, razón por la cual no tomé ninguna precaución y andaba como desaforado por el camino, imprimíendole velocidades impensables al amplio y pesado Bel Air. Adelantaba sin ninguna precaución a los vehículos que obstaculizaban la vía, grandes camiones cargados de hortalizas o autobuses repletos de pasajeros. Hasta que ocurrió lo inevitable: en un lance de esos apareció la inmensa mole de un autobús que circulaba en sentido contrario al nuestro. Tenía a mi derecha una gandola larguísima, y a la izquierda un barranco. Opté por la segunda. Con un fuerte manotazo le dí un giro al volante, gritando un desgarrador «Agárrate», y enfilé el vehículo hacia el abismo.

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