CELALBA EN EL ORDEN NOCTURNO

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I
Cada vez que llegaba la noche,
Celalba, semidesnuda
y entre los menesteres de la sombra
se sentaba a ordenar el caos
bajo el extraño encanto
de las cosas que han pasado
en ninguna parte.

Al intuir mi llegada
bajaba por las calles
dando siempre la cara al tiempo
mostrando sus senos
entreverados con las membranas
que bajo las aguas más profundas
van tejiendo la ternura
de los giros de la noche.
“Por estos días, me dijo alucinada,
la memoria carece de ventana
en la casa”
En torno a ella
los pliegues de la sangre
hervían en rechinar de dientes.
Su boca saltaba entonces
las tinieblas
y la ofrecía sobre los espejismos
que dan vueltas
bajo los escombros
a orillas del hambre.

Caminamos hacia otras órbitas
sonriendo a los muertos
que íbamos despoblando
de tempestades y naufragios.
“Es hora de emprender la noche”
me dijo, mientras señalaba
el puerto de las próximas partidas,
el puerto donde el sueño
es una caída infinita
hacia el polvo que van dejando
las cosas, extravíos
de un tiempo de otro tiempo.

Celalba me habló entonces
de la frágil profundidad de los días,
de la necesidad de volver
a una vida pequeña de ladridos,
de redactar con la caligrafía de las sombras
la muerte contemplándose en el agua
de su propio acertijo.
Me habló de desnudarnos
para lograr ver en los aposentos del deseo
el hilo conductor de los astros,
los viejos restos de lluvia,
la necesidad de sentir el silencio.
Celalba hablaba de adentrarnos
en las horas acabadas,
en el tiempo de cada pájaro,
en el orden nocturno
que se lanza sobre los campos.
Yo la miraba con los mismos ojos
con los cuales descubrí
un collar de truenos enterrado
en algún lugar del patio.
La observaba hablar
y su voz de piel amable
se enredaba entre sus senos
de selva fugitiva.

Entonces voló,
se desató de mi angustia
y voló sobre los techos
justo donde la soledad
grita apasionadamente
la rabia que ahora me corroe.
Voló para registrar
el itinerario de las huellas sin dueño,
de las palabras prohibidas,
del júbilo desolado con que el desvelo
nos advierte de lo corta de esta existencia
de misterio echado sobre el lomo del agua.
Voló para no volver
a hablarme siempre de los hombres
que en silencio encuentran pretextos
para perderse tras las paredes
cuando llegaba el momento
de morir por costumbre.

II
Me hablaste, Celalba, del vértigo
que se queda en los ojos
cuando emprendemos la contemplación
de aquellos animales hambrientos
repartidos por respiraciones quedas
en las caricias que la sed
derrama sobre los testigos
del grito sordo del trueno.

Desataste tus cabellos
para recoger las luciérnagas
que en trance enmudecido
resbalan su vuelo
sobre los gestos de la noche
cuando los ordenas
mientras me encadenas al fuego.
Desataste tus senos sobre
los sótanos del sueño,
los desataste para que me derramara en ellos
y convocara en el centro de la medianoche
los almanaques que arrastran trasnochos
para extraviarlos ciegos de realidad
en el corazón de las anémonas
que brincan sonoras en el tiempo.

Me dijiste entre pedazos de piel
ahogada en la red de las pesadillas horribles
que el deseo se repite
en convulsiones en tu vientre,
y que la piel casi siempre
adquiere el tamaño
del lenguaje que habita.
El lenguaje que choca
contra la dura existencia de las piedras
lanzadas desde la frontera
donde las imágenes
se adhieren al sentir del silencio
y las apariencias se devoran
entre ellas
para vaciarse de venganzas
y nostalgia.

III

A Celalba le gira el orden de la noche
en el vientre
allí donde mueren los aullidos
de los animales que nacen
entre golpeteos de sombra.
En sus dedos de mujer que se hace infinita
entre las ramas de los relámpagos
braman los desterrados su pobre
resonancia magnética.
Gritan, grita y piden crujidos de madera
rosario de constelaciones borrachas
que lamen las espaldas de los amantes
entregados al festín desorbitado de la carne.

La carne múltiple despojada
en vertiginosos espasmos.

Los espasmos que brinca de un lado a otro
de los cuerpos
que se dislocan
en vaivenes ansioso
cavernosos, arrellanados
en la arena que conforma
la tierra encantada
donde las pesadillas se confunden
con el extravío de los ojos
que ven no con poca fascinación
cómo los espantos celebran
la impunidad de la muerte.

La carne múltiple se bifurca
en frondas de quejidos vapuleados
por el deseo.

Celalba se desnuda en alcoholes tenaces
y danza junto a la armonía del placer
desenfrenado en huracanes de caderas,
en lágrimas que sonríen entre los visillos
de la madrugada
y me atan al fuego
que luego emigra a los astros.
Su voz transita entonces
a través de las arterias del misterio
con la finalidad de abrir
las compuertas de las llamas
que presagian el holocausto.
Su voz se desploma sobre mis ojos
que la observan
contonearse en la impasible pirotecnia
del desvelo que persiste
en clavar sus uñas en mi cabeza
y desangrarla para luego habitarla
de labios punzantes,
de labios encarnados,
de bocas que cuenten entre susurros
la tristeza de las ceremonias
con que inician los días.

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