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Sherlock Holmes: todo fríamente calculado

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Sherlock Holmes: todo fríamente calculado

“Elemental, mi querido Ritchie”.Así fue sentenciado el veredicto para la nueva película del ex esposo de Madonna, según la crítica anglosajona ortodoxa.

En la comparación con la fuente original, la “Sherlock Holmes” de la Warner pierde de calle. Pero si la equiparamos con la versión caricaturesca de la  “Charlton Comics” y de la “DC”, el genio del creador de “Snatch” será rescatado de las aguas tormentosas de la prensa amarilla de Londres, después del deslave de “RocknRolla”, fallida propuesta de hacer masivo el gusto “indie” del director por los diálogos tarantinescos, las tramas enrevesadas, los repartos corales, las peleas callejeras, las vidas al límite, los rebeldes sin causa y las secuencias de acción, al ritmo de un video clip de “acid house” editado por un adicto al “speed”, en la tradición británica de Danny Boyle.

Cine yonqui y yuppie a partes iguales, a la usanza de “Trainspoiting”, con diferentes cambios de velocidad en el desarrollo de la dramaturgia. A cámara lenta, para subrayar lo obvio y lo sugerido por la puesta en escena. A todo mecha, para seducir la retina de los fanáticos de los juegos de ordenador, desde la perspectiva subjetiva de un cazador cazado.

En su filmografía pasamos de lo absurdo a lo sublime, en un abrir y cerrar de ojos, para derivar hacia derroteros estilísticos, donde la forma condiciona el devenir de una historia entre bizarra y convencional. Su posible mérito radica en purificar y pasteurizar fórmulas, ingredientes y sabores cocinados en los márgenes del sistema de estudios.

Para bien o para mal, es un Robin Hood a la inversa. Roba a los artistas pobres de la movida europea para darle de comer a los ricos de la industria. De ahí su gloria y su perdición.

A pesar de ello, tampoco se deja doblegar tan fácilmente y logra conservar su vena iconoclasta e irreverente para reírse del mundo, de sí mismo y del tratamiento de sus encargos audiovisuales. De hecho, el humor negro es una de sus marcas de fábrica, una de sus señas de identidad para marcar distancia de los géneros canónicos, siempre con la idea de revisitarlos y deconstruirlos a golpe de estruendos, giros inesperados, tortazos alegóricos y martillazos parlantes.

Sus personajes hablan como loros, para adelante y para atrás, mientras trafican con sustancias prohibidas envasadas al vacío de la posmodernidad. A las claras, sus películas son como drogas de síntesis, cuyos efectos son efímeros en la memoria pero causan dependencia inmediata en el espectador acostumbrado al éxtasis del espectáculo por el propio espectáculo, bajo la influencia del lenguaje conductista de la publicidad, el montaje frenético del zapping televisivo y el ambiente hipertextual de lo multimedia.

En suma, es una cine de autor, de digestión instantánea, diseñado en laboratorio como pastilla de la felicidad para la generación consumista, interconectada y embelesada por el ideal utópico de la tecnología de punta. La promesa de alcanzar la redención y la salvación a través del regreso al útero materno de la matriz de la hipercomunicación.

No por nada, “Sherlock Holmes” compite con “Avatar”, por un pedazo de la torta del mercado del second life. Por lo pronto, nadie quiere despertar del sueño del Hollywood contemporáneo y prefiere sumergirse en una realidad virtual de proporciones ergonómicas, antes de confrontarse con un espacio verdaderamente paralelo y alternativo al régimen del blockbuster conceptual.

El público programado por las teclas del Iphone y el  Black Berry, exige y demanda ultradosis de sacudida y alteración, porque teme pisar tierra, descubrir su desolación y ser consciente de sus carencias colectivas.

El éxito de “Sherlock Holmes” se asienta en el caldo de cultivo del déficit de atención y en la necesidad de ir a la sala oscura para experimentar la sensación de un parque temático en 3D, como supuesta respuesta al empobrecimiento y empequeñecimiento de la oferta por medio de la plataforma de youtube.

Allí debería intervenir la vanguardia para aportar salidas divergentes y disidentes al estancamiento general. Por desgracia, sus propuestas son desechadas, abortadas y discriminadas por el cuello de botella de la distribución. En su lugar, la meca asume el liderazgo a la zaga del viejo proyecto de la demagogia cultural, remozada por la superestructura de los antiguos formatos estroboscópicos, aunque refinados por la quimera digital. Una fantasía deudora de los teatros ópticos del siglo XIX, de los circos populistas de las barracas de feria y de los procedimientos fabricados en los cincuenta para combatir el arribo del fantasma de la caja boba.

Hoy el enemigo es el monitor de la computadora o del celular, y películas sintomáticas como “Sherlock Holmes” lo combaten, literalmente, a fuerza de puños ralentizados de Robert Downey Junior, a la cadencia de un experimento cronofotográfico de Muybridge y Jules Marey.

Ayer era la apuesta por ver al caballo levantar todas sus patas, cuadro a cuadro, o de disfrutar de la pelea del boxeador con el canguro, gracias al bioscopio de los hermanos Skladanowksy.

 Ahora es la obligación de repetir el cliché del borracho pendenciero, en una continuidad de planos de morbosidad quirúrgica. De pasado a presente, el resultado sigue siendo el estimado, salvando las discrepancias de época y prolijidad.

Actualmente, la factura gana en limpieza, para ser sinceros, al costo de renunciar al rigor histórico, en cuanto a la adaptación se refiere.

El productor ejecutivo de la empresa conoce a su público a la perfección, y sabe lidiar con sus enormes debilidades intelectuales. Los potenciales espectadores de “Sherlock Holmes” son las tropas de fanáticos de la serie “Crepúsculo”, y si acaso, o como mucho, se reconocen en las páginas de los best sellers de “Harry Potter”. La mayoría ignora el trabajo de Conan Doyle, y rehuye de la solemnidad de sus anteriores extrapolaciones a la pantalla.

Por eso, Robert Downey Junior goza de lo lindo y aprovecha la coyuntura, para interpretar una lectura muy libre del mito fundacional de la novela detectivesca. En descargo suyo, el traje, el porte y la pipa del protagonista le calzan como un guante en su carrera de hombre misterioso. Incluso dota al ícono del desenfado y la actitud nihilista del solterón empedernido y desgarvado del tercer milenio, en su lucha contra los demonios del oscurantismo y el control social.

En tal sentido, el guión se bifurca, de manera esquizofrénica y ambivalente, por dos senderos equidistantes.

Por un lado, se quiere un desmontaje del reinado de las sombras de la metafísica, en oposición al espíritu democrático de la ilustración, con evidentes alusiones a la conspiración fascista implantada en Gran Betraña, a la luz del once de septiembre.

El mal procede de un villano unidimensional, carente de matices, aliado a un complot internacional de señores de las tinieblas, quienes se valen de sus trucos para abolir la república e instaurar una dictadura concentrada en el poder de un Leviathan plutocrático, obcecado por restaurar el fuelle imperial de la corona sobre la base de una política de intimidación, de vigilar y castigar. El film busca asestarle una estocada mortal a la campaña de miedo establecida durante la gestión de Tony Blair,el big brother 2.0. 

Por el otro, la pieza vuelve a sustentar temores y pánicos ancestrales, al insistir en el dilema del terror omnipresente versus la esperanza correctiva de un héroe mesiánico, listo y presto para expurgar la amenaza en un enfrentamiento de magnitudes épicas, con ahorcamiento incluido en el desenlace.¿Una metáfora o un recuerdo oportunista de la ejecución sumarial de Sadam?

Sea como sea, lo cierto del caso es la limitación del argumento para responder a los esquemas binarios y maniqueos de costumbre, en sustento de las polarizaciones fomentadas y orquestadas por la propaganda de los últimos cruzados.

Retornamos entonces a los orígenes primitivos de la escuela expresionista, cuando “Nosferatu” encarnaba la parte diablo, como chivo expiatorio, de una sociedad aparentemente sana, pura, cuerda y noble, asechada por demonios extranjeros.

Lo peor de “Sherlock Holmes” reside en su visión estereotipada del conflicto, incorporada por un extremista de cuello blanco, por un hechicero de capa negra sacado de algún folletín de tres centavos. Parece el Némesis del chico de Huwgrats o un brujo extraído de la secta de Lord Voldemort. Por supuesto, el favorito de la audiencia cumple con desenmascarar a su rival en el clímax. Aquí los ecos de James Bond retumban de principio a fin. Amén de su inclinación por las señoritas hermosas, frágiles y desvalidas.

Curiosamente, tampoco hay sexo explícito en la obra. La autocensura de nuestro período conservador pica y se extiende. “Sherlock Holmes” representa su punta acerada de represión hormonal. De paso, luce como una cuña(profondos) para vender y justificar la misión de los órganos de seguridad. 

Lo mejor, para terminar, es la química retro de la pareja principal, capaz de evocar a los clásicos de la “buddy movie” americana por la senda vaquera de “The Sting”, al son de persecuciones, aventuras, discusiones y batallas cuerpo a cuerpo de antología. No tiene precio deleitarse con las golpizas de Downey Junior en clave de Play Station, “Mortal Kombat” y “Fight Club”.

También celebramos la ambientación gótica del entorno, y la recreación industrial del escenario. La atmósfera sugiere el nacimiento de una nación signada por el choque de la lógica con la superstición, de la razón con el ocultismo, en la línea de “The Prestige”.  

Lo dicho: se aprecia al calor de su ligereza. Se aborrece al compás de sus adulteraciones.    

En consecuencia, Joel Silver acaba de inaugurar su primera franquicia(cool) de la década.

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