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“W.” de Oliver Stone: Not Another Bush Movie

Oliver Stone prosigue con su análisis de la figura presidencial en la polémica y desigual “W.”, cuyo estreno dividió a la crítica americana entre quienes la denostaron por blandengue y quienes la rescataron por coherente con la obra del realizador.

De seguro, el lanzamiento del film vino a traducir metafóricamente el estado de polarización de la política interna de los Estados Unidos, con el abierto propósito de aprovecharlo de cara a la taquilla en los albores de la elección de Obama.

Ya Michael Moore había intentado sepultar, con su documental de salvamento, a la siniestra imagen de George Bush en “F-9/11”, a la luz de su enfrentamiento con Kerry.

Sin embargo, el tejano resucitó de sus cenizas al final de la campaña 2004 y le dio una pequeña paliza al gordo de “La Cruel Verdad”, dándole la razón a Jean Luc Godard: “ni Michael Moore es tan ingenioso como cree, ni George Bush es tan estúpido como cree Michael Moore.”

En tal sentido, la cinta de Oliver Stone parece alinearse en un camino intermedio, donde las visiones de Moore y Godard puedan estrecharse la mano, puedan firmar un armisticio, sin necesidad de irse a los golpes. Todo para quedar bien, una vez más, con dios y con el diablo, con el oficialismo y con la oposición, con lo indie y con lo trendy, con el liberalismo y el conservadurismo. 

De nuevo, Oliver Stone sabe mover con ingenuo los hilos de la puesta en escena, para salir relativamente airoso de un trámite complicado: retratar a uno de los peores mandatarios de la historia del siglo XXI.

La misión no era fácil, pero el viejo zorro de “Asesinos Natos” se las arregla para mantenerse a flote hasta al desenlace, en una absorción mimética del destino y la suerte de su homenajeado del partido republicano.

En lo personal, considero a “W” un trabajo irregular dentro de la filmografía del autor, a la altura quizás de sus proyectos menos ambiciosos, aunque cabe recomendarla por la urgencia de su contenido, casi documental o docudramático, ceñido y apegado a una relectura de eventos familiares y conocidos de la fallida administración del hijo predilecto de Texas, campeón absoluto de la mortandad indolora e ícono de la banalidad del mal en la posmodernidad.

En parte, allí radica la mejor baza del largometraje: en el hecho de exponer, desnudar y denunciar la normalización de prácticas corruptas en el seno de la jerarquía de Washington, al revelar la naturalización del poder dinástico y monárquico en la Casa Blanca. Nada diferente, por supuesto, al nepotismo criollo de los dueños de Barinas y de la hacienda Venezuela en la actualidad.

Las semejanzas son increíbles. Los Chavez son los Bush de América Latina: toman decisiones desacertadas y a la ligera, se pelean por rencor, manipulan a su voto duro con promesas demagógicas, son maestros en el arte de la propaganda, gustan de intervenir en los asuntos de los países vecinos, y fundamentan su economía en el equilibrio del terror con la especulación del crudo. No en balde, fueron socios en la apocalíptica y deshumanizada intervención de Irak, al intercambiar nuestros suministros seguros por aviones cargados de combustible para bombardear poblaciones civiles en Bagdad durante semanas. Y luego nos damos golpes de pecho, acusando a los villanos de costumbre.

En efecto, y según el punto de vista del cineasta, los Bush serían los equivalentes llaneros y vaqueros de los Kennedy, aunque a la forma de unos “Hillbillys” petroleros con influencias en la corte del Rey Arturo. Por cierto, algo ya conocido y estudiado como fenómeno por cintas como “There Will Be Blood”, y por sociólogos del calibre de Noam Chomsky.

Sea como sea, “W” cumple con la tarea de hacer masiva, popular y entendible para el gran público, una interpretación de la historia y sus protagonistas anteriormente explotada por la academia y por la teoría neomarxista de origen anglosajón, de Howard Zinn y William Blum en adelante, por no hablar de los conspirativos radicales de la contemporaneidad, de la talla del guerrillero mediático Alex Jones( la fase superior de Michael Moore y Oliver Stone juntos, al punto de anunciar desde ahora el fraude de la gestión Obama).

Interesados en profundizar en la materia, los invito a repasar cualquier obra de las fuentes citadas con antelación, porque, sin duda, la realidad detrás de la pantalla es siempre superior a la ficción de la meca o del Hollywood concienciado.

Aun así, rescato de “W” la idea de poner a la república en la picota y en tela de juicio, durante la erosión de sus derechos y libertades a lo largo y ancho de la calamitosa experiencia gubernamental de los “halcones” de la ultraderecha.

Por ende, Stone juega a reír, para no llorar, de los desvaríos y de las arbitrariedades de Paul Wolfowitz y compañía, en el contexto de la última rapiña del medio oriente,mientras descubrimos, vía flash backs, los antecedentes del personaje central inmortalizado de manera impecable por Josh Brolin, a la cabeza de un elenco superlativo, salvo por la exagerada contribución de la actriz encargada de dar vida a Condy, en una caricatura similar a la de Saturday Night Live.

De resto, las actuaciones invocan y recuerdan la escuela o el método de Stanley Kubrick para hacer añicos a la era de bloques en la estupenda “Teléfono Rojo”, un referente ineludible para comprender la estructura descentrada y por pequeñas secuencias de cámara de “W”.

Hilando fino, el genial Richard Dreyfuss reúne las condiciones para ser comparado con el Peter Sellers neonazi de la sarcástica parábola del creador de “La Naranja Mecánica” sobre la “cold war”.

Por lo demás, el verdadero Dick Chenney es aun peor que el de la película de Oliver Stone, moviendo las fichas del tablero internacional en función de sus intereses energéticos.

Verbigracia, el perfil del vicepresidente se queda corto delante de la investigación perpetrada por Robert Greenwald para el documental “Iraq For Sale”, donde se demuestra la conexión del número 2 del palacio blanco con las empresas y corporaciones destinadas a extraer beneficios de la invasión, bajo el concepto de “el petróleo ajeno pagará el oneroso costo de la incursión”.

Nunca se habla en “W”, al menos de forma evidente, de las relaciones carnales de Chenney con Hallyburton, la máxima subcontratista del Pentágono, y de la abominable privatización de la guerra, a cargo de los promotores del proyecto del “Nuevo Siglo Americano”, alias PNAC.

Lo del PNAC es una historia conocida y merecía un capítulo de W, para entender cómo llegó al poder.

El PNAC es un lobby instalado en Washington desde la era de Reagan, consagrado a la tarea de promover dos conceptos antidemocráticos: el de las guerras preventivas y el del choque de las civilizaciones, derivado de las absurdas maquinaciones de Samuel Huntintong y Francis Fukuyama, firmante del proyecto del Nuevo Siglo Americano, junto con Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y Dick Chenney. Ellos fueron quienes se aprovecharon de la ingenuidad de Bush, para instalar su agenda, a costa de un evento catalizador mencionado en el informe del PNAC. Ese evento catalizador sería como un segundo “Pearl Harbor”, según ellos.Ese evento catalizador fue el once de septiembre, atribuido por omisión y complicidad a ellos mismos, al parecer de los conspirativos.

Para resumir, la caída de las torres dio impulso a la agenda del PNAC, y a partir de ahí, comenzó a derogarse el antiguo orden institucional tal como lo conocíamos, desde Estados Unidos a Gran Bretaña.

El nuevo siglo americano se impuso a sangre y fuego, anulando de facto la constitución universal gestada por Churchill para evitar otra locura como la segunda guerra mundial y como el holocausto. Así nace la convención de Ginebra, para velar por nuestros derechos, y así se destruyó la convención de Ginebra, a raíz del desplome de las torres gemelas. Dos impresionantes documentales se refieren al tema: “El Poder de las Pesadillas” y “Tacking Liberties”.

Por su lado, “W” despacha el asunto con superficialidad, para dedicarse mejor a otros menesteres de alcoba y de raigambre doméstica, como la consabida relación edípica entre George Bush Padre y George Bush hijo.

Vuelve a surgir entonces uno de los huesos más duros de roer en la trayectoria de Oliver Stone: su clara tendencia a personalizar el debate, y a reducirlo a un esquema de moralidad paternalista, con gente buena y gente mala alrededor.

Para Stone, las líneas de división son claras. Rumsfeld y Chenney son “bad people”, Bush padre y Collin Powell son víctimas del decorado, son representantes de la vieja guardia, traicionados y engañados por la nueva escuela. Por desgracia, la realidad es distinta al cine de Oliver Stone.

Collin Powell fue cómplice conciente de las guerras de los Bush, y se sacrificó como chivo expiatorio en su presentación teatral delante del Consejo de seguridad de la ONU, para echar a andar a la infantería pesada sobre el desierto de Fallujah.

Collin Powell es un mentiroso profesional, en la línea dura de Rumsfeld, sindicado de certificar la tortura para combatir a la insurgencia de Irak, como oscuro método de disuasión. Al respecto, vale la pena ver el documental de Errol Morris, “S.O.P”.

En descargo de “W”, celebramos el goyesco retrato del arquitecto de las relaciones públicas de Bush, Karl Rove, a quien la P.B.S. también le dedicó su documental.

El arquitecto, según Stone, es un tipo de escasa estatura y de corte burocrático, preocupado por capitalizar el carisma populista de Bush, en el marco de su conversión religiosa.

Precisamente, Karl Rove supo combinar dichos ingredientes, para consumar el experimento exitoso de un candidato Frankestien, ajustado a los intereses del partido republicano. Un personaje representativo de la influencia de lo mediático sobre lo político.

Karl Rove nos luce como un espejo deforme de los jóvenes ayudantes de la campaña de “Milk” en la película de Van Sant.

Mister Karl Rove fue uno de los innumerables titiriteros de la marioneta Bush.

Posiblemente, quepa lamentar la ausencia de una meditación más profunda y arriesgada por parte de Oliver Stone. Una meditación acorde con el riesgo creativo de “JFK”, su obra maestra para el subgénero de la biografía presidencial.

Posteriormente, nos legó la embrollada “Nixon”, reivindicada por su hiperbólico ejercicio de montaje analítico.

Después, el director sembró la duda con una curiosa semblanza de “Alexander”, odiada por los epidérmicos y amada por quienes vieron en ella, como yo, una abrumadora alegoría del futuro hundimiento del emperador Bush.

Ahora el círculo se cierra con “W”, por los momentos, en una escala de menor proporción, al límite de los ambiguos documentales rodados por el autor, como “Locking For Fidel” y su continuación exigida por la HBO, “Comandante”, tras los reclamos de falta veracidad emitidos por la audiencia del canal. Ojalá no ocurra lo propio con el documental prometido sobre Chávez y sus amigos de la izquierda divina, a ser estrenado en el Festival de Venecia.

Por último, el humor negro funciona de lo lindo en las secuencias de enredo, en la comedia física, y en los hilarantes diálogos cargados de incoherencia, vacío y perdición.

El mismo laberinto y el mismo extravío en donde habita el subconsciente de Bush, según Stone. Un espacio mental, un no lugar reiterado en el film a través de dos escenas esplendidas.

Número uno, Bush intentando atrapar una pelota que nunca cae en un campo de beisbol desierto.

Número 2, una caminata de Bush con sus allegados hacia ninguna parte y sin ningún sentido, al estilo de Buñuel en “El Discreto Encanto de la Burguesía”.

El surrealismo de un universo paralelo no muy alejado de nuestra realidad política.

Perdidos en el espacio conoce a los herederos del descalabro global. 

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