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El Despertar del Diablo

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Nauseabunda, lynchiana y esmerada nueva versión del clásico contracultural de Wes Craven, The Hills Have Eyes, revisitado por la joven promesa del terror francés, Alexandre Aja, quien con apenas 28 años ya se revela como uno de los alumnos más aventajados de la vieja escuela granguiñolesca, fundada por los charcuteros americanos de la mejor serie Z, entre los cuales cabe destacar al creador de la imprescindible Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, al progenitor del subgénero zombie, George Romero, al poeta maldito del bajo presupuesto, John Carpenter, y por supuesto al propio responsable de la cinta original en que se basa este remake. No es casual, entonces, que su nombre figure a lo largo y ancho de los créditos de El Despertar del Diablo, encabezando la lista de los productores del proyecto en cuestión.

Así pues, la meca vuelve a reciclar la filmografía de los grandes baluartes del cine de explotación hemeglobínico, a fin tanto de compensar las carencias creativas de la industria como de capitalizar la última fiebre colectiva por las películas de miedo, surgidas a la sombra de la paranoia post once de septiembre.
De tal modo, el espanto y el brinco retornan a la cartelera,para proyectar en pleno nuestras fobias contemporáneas,pero bajo la óptica heterodoxa de la corriente independiente.

Por tanto, olvídense de cualquier parentesco con The Ring, porque lo que viene es candela transpolítica de la buena, cual fusión atómica entre la pesadilla nuclear de Mad Max, la hiperviolencia western de Sam Pekinpah, los juegos macabros al uso, el suculento mal gusto del antiguo Peter Jackson, la vena pesimista de Suart Gordon y el ritmo hiperkinetico del primer Sam Raimi, sin contar con el aporte estético de la cocina del autor, cuyo trabajo detrás de cámaras evoca al de un pinchadiscos de drum and bass con una sobredosis de red bull.

En consecuencia, si El Exorcismo de Emily Rose fue considerada en su momento como una suerte de representación expresionista del rock de Metallica, El Despertar del Diablo puede ser fácilmente comparada con cualquier video clip de Marilyn Manson, dirigido por Floria Sigismondi, la realizadora del genial The Beautiful People.

Curiosamente, de gente bella está hecho el reparto feísta y freak de la producción, en el que figura una auténtica galería de fenómenos y desechos radioactivos, reducidos al plano unidimensional del estereotipo maligno. Es decir, desprovistos de rasgos humanos y humanistas. En todo caso, su sola e incómoda presencia despierta no pocas suspicacias en esta época donde el fantasma de la bomba anda suelto, desperdigando a diestra y siniestra sus racimos de uranio empobrecido.

Según los historiadores del séptimo arte, las detonaciones de Hiroshima y Nagasaki mutaron en el nacimiento de una simbólica tendencia largometrada de la guerra fría cultural:el simple pasatiempo fantástico o la b-movie en forma de denuncia contra los perniciosos efectos de la experimentación atómica.
Ello, por un lado, se tradujo en territorio japonés mediante la prefabricación del mito Godzilla, con todo y sus risibles trajes de Ultraman; mientras por el otro, se concretó en Norteamerica a través de una sucesión de propuestas camp como la “Tarantula” colosal de Jack Arnold, el ataque de los “Crab Monsters” de Roger Corman y la famosa “Mujer de 50 pies” del artesano Nathan Juran.

En paralelo, cineastas con mayor prestigio y reconocimiento también abordaron el espinoso tema durante el apogeo de la era bipolar, desde un enfoque relativamente más serio y comprometido, por el estilo del Stanley Kubrick de Teléfono Rojo.
No es hasta el estreno de El Despetar del Diablo en el 2006, cuando ambas posturas, la pop a lo historieta gráfica y la intelectual a lo manifiesto pacifista, se combinan en una misma variante formal, a la usanza de una crónica negra, salpicada por las visceras de la tinta roja.

En suma, es la manera en que Wes Craven y Alexandre Aja ponen el dedo en la llaga de la herencia radioactiva, para ventilarla en nuestro presente a la luz del conflicto del medio oriente y la carrera armamentista en curso.
Cabe acotar que la setentosa The Hills Have Eyes nunca explicaba el origen de la deformidad de los personajes anomálos, aun cuando implícitamente se justificara su condición como una consecuencia del incesto. Algo que recuerda al pequeño inframundo o a la pesadilla darwiniana de la emblemática Deliverance.

Sin duda, el inobjetable mérito de la adaptación radica en haber depurado el empaque de la anticuada obra homónima, al convertirla en un eficaz ejercicio de narrativa hiperrealista y docudramática, tomando como base el contenido del argumento original.

A partir de ahí, el libreto reconstruye la historia de una “familia que viaja por la carretera y que se ve aterradora e imprevisiblemente desviada de su camino, quedando atrapada en una zona de pruebas nucleares del gobierno. En medio de la nada, ellos descubren rápidamente que este lugar aparentemente deshabitado es en realidad el hogar de una familia de mutantes sedientos de sangre, y que ellos…son sus nuevas víctimas”(cinemark.com).
Con un casting de miniserie familiar, un montaje de MTV, una atmósfera de lejano oeste, un ritmo trepidante , el típico choque de la civilización con la barbarie y el ineludible antihappyend, El Despertar del Diablo transpira ectasy, sudor y lágrimas por cada uno de sus histéricos fotogramas, donde asimismo se puede descubrir la High Tension que separa actualmente a franceses y americanos.
Esto ha obligado a muchos reporteros anglosajones a recordarle al galo Alexandre Aja que su país tampoco es un dechado de virtudes en materia de experimentación atómica.
Pero al margen de estas polémicas estériles, la película funciona como entretenimiento gore de lujo, fruto del capricho de un cinéfilo chic de objetos de culto.
Con todo, el fin ha justificado el derroche de medios del que hace gala el director, pues el resultado no sólo ha superado las expectivas de la crítica especializada, sino que ha legado una secuencia para la posteridad de la generación tarantinesca: el demoledor paseito por el pueblo semiderruido y posnuclear en el que habitan los espejos maltrechos de los protagonistas,es decir, los demonios ocultos de una aparente realidad bucólica.