Mi vida, a través de los perros (LXIII)

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El viaje culminó sin mayores contratiempos, salvo mi tensión que se manifestó con unos inoportunos malestares estomacales, los cuales por fortuna no pasaron a mayores. Supongo que fueron los nervios que se me instalaron en esa zona; sin embargo no tuve necesidad de utilizar el sanitario del avión, cosa que me parecía muy incómoda y embarazosa. Casi ni probé la comida que me sirvieron, le di un par de bocados al insípido pollo y eso fue todo el sólido que ingerí. El vuelo se me hizo larguísimo, en parte porque no tenía a nadie con quien conversar ya que mi compañero de asiento no hablaba español; traté de leer pero no hallaba concentración suficiente, la mente se me iba sola revolviendo imágenes y pensamientos alusivos al motivo del viaje. Me pude distraer un poco con la película que proyectaron; era una comedia romántica y logró atraparme por un rato.Busqué dormir al terminar la proyección, pero me fue imposible conciliar el sueño. Por fin aterrizamos en un hermoso aeropuerto, que presentaba un tráfico importante de aeronaves, y me pregunté cómo se las arreglaban para que no hubiesen incidentes.

En cuestión de una hora y media, aproximadamente, ya estaba en las afueras del aeropuerto esperando un taxi. Tenía reservación para un hotelito modesto, y me hice conducir a él de una vez, pues quería descansar bastante antes de afrontar el duro trance que tenía por delante. No había anunciado mi viaje, y en ese momento no sabía si había hecho bien: tal vez verme allí, sin notificación previa, enfurecería más aún a Helga. Por otra parte ponerla sobre aviso hubiera podido precipitar los acontecimientos. En fin, ya estaba hecho, tenía la dirección de su casa y la mañana siguiente pensaba dispensarle una visita, que sería determinante para el futuro.

El trayecto del aeropuerto al hotel fue bastante rápido. El conductor del taxi iba a una velocidad mucho más alta de lo que yo consideraba prudente, pero supuse que era la usanza del lugar, ya que vi que los demás vehículos también lo hacían. En lo que llegué al hotel y subí a mi habitación, quedé rendido en la cama, casi sin destenderla. El cansancio le cobró peaje a mi cuerpo, y caí en un sueño profundo, no sé decir de cuantas horas. Me despertó a la mañana siguiente el resplandor que se filtraba a través de las persianas, y el rumor del tráfico de aquella enorme ciudad. Curioso como cualquier turista que visita por primera vez una región extraña me asomé a la ventana, y vi un paisaje urbano demoledor y agobiante: una sucesión interminable de edificios grises, de alturas variadas,  y al fondo una hilera de chimeneas, en la zona industrial. A lo lejos se adivinaba una serranía cubierta de nieve, lo que me recordó un poco a mi ciudad estudiantil. Casi no había vegetación, y los pocos árboles ya estaban casi desnudos de hojas, por la estación. Mi cuarto daba hacia una gran avenida que a esa hora – serían las 7:30 – ya presentaba una actividad febril, pero de alguna manera ordenada. No se escuchaba el corneteo habitual en mi país, el tráfico fluía lento pero sin pausa, los motociclistas no iban zigzagueando entre los automóviles. «Sí se puede», pensé.

Tenía muchísima hambre pues el día anterior no había comido casi nada, así que después de bañarme y vestirme para la importante cita que tenía, bajé al restaurant del hotel. Con mi escaso inglés me las arreglé para pedir un copioso desayuno, que constaba de huevos fritos, charcutería variada, pan negro y frutas de la estación. Comí con apetito inusitado, cosa que me sorprendió ya que pensaba que la gravedad del asunto que iba a resolver me volvería inapetente. Pero fue todo lo contrario, y el buen comer me puso de mejor humor. Apuré mi taza de café, subí a cepillarme los dientes, y me dispuse a realizar aquella visita que tendría consecuencias importantes en mi vida.

Contraté a un taxista a quien le di el papel con la dirección anotada. Puso cara de pocos amigos, lo que me alarmó. Traté de entender el motivo de su descontento, pero por mis nulos conocimientos del idioma local no pude sacar nada en claro. Emprendimos el viaje, y no es una exageración llamarlo así, pues tardamos casi dos horas en llegar. Aquella serranía que divisé en el cuarto del hotel parecía ser el destino final de nuestra travesía. Había tomado la precaución de llevar una gruesa chaqueta y tuve que ponérmela al poco rato de estar rodando. Me distraje observando el paisaje circundante que, después de pasar la zona urbana tan árida que había notado al despertar, comenzaba a tomar visos bucólicos, de finales de otoño, muy hermosos. Después de pasar por una carretera que se convirtió al rato en montañera, llegamos a un pequeño centro poblado, de casas bastante modestas pero muy pintorescas con sus techos a dos aguas y tejas negras. Por fin el taxi se detuvo y sentí un enorme sobresalto: en el jardincito que se anteponía a la casa en donde habíamos parado estaba Aurora, sentada en un banquito, escuchando música con unos audífonos. Al lado tenía un hermoso pastor alemán, y pensé que le había traspasado el amor por los perros. Titubeé un segundo antes de apearme del vehículo, pagué la tarifa que me indicó con señas el chofer y por fin descendí.

La reacción de la niña es algo que jamás podré olvidar en la vida: abrió los ojos de manera desmesurada, gritó: «¡papá!» y corrió como una loca hacia mí, quien estaba con mis brazos abiertos pronto a recibirla. Tenía en la mano la bolsa con todos los obsequios que le había traído, pero con la confusión se cayó al piso. No le dimos ninguna importancia: Aurora se prendió de mi cuello y no cesaba de darme besos en las mejillas, murmurando frases de alegría por esa sorpresa tan inesperada.

El siguiente encuentro no fue ni de lejos tan festivo como el primero. Extrañada por el escándalo, Helga se asomó a la puerta y al verme dijo, seca:

-¿Qué haces aquí?

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