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Mi vida, a través de los perros (XLV)

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Se me estaba quedando en el tintero una historia referente a la perra de Lucía (me refiero al afgano que trajo a la casa, la perra tonta como le decíamos). Tal vez se acuerden de que rechazaba de la peor manera a Byron, quien andaba todo despechado esos días. La perra quedó como huésped fija en la casa, pues cuando se marchó su dueña no se la llevó consigo. Poco a poco empezó a formar parte del paisaje; deambulaba como una reina un tanto desubicada por los jardines, y dormía en donde la pillara la noche. Ya estábamos acostumbrados a ella, la tolerábamos como se puede tolerar a un pariente lejano, un poco retrasado, que se instala a vivir una temporada.

 Un día la perra desapareció, y quedamos bastante intrigados, pues no la suponíamos capaz de tomar alguna iniciativa.  Helga se había autoimpuesto el deber de velar por ella, por lo que se puso a buscarla por doquier. Por fin la halló, en el extremo inferior del barranco que remataba el terreno de la propiedad, en una especie de gruta. Pero no estaba sola: la acompañaban cuatro cachorros, peludos y rechonchos, de morro achatado. La perra no dejaba acercarse a nadie: gruñía y mostraba los dientes, demostrando una fiereza insospechada, por lo que esa observación la tuvimos que hacer de lejos. Llegamos a la única conclusión posible: Byron se había salido con la suya. Desafiando las leyes de la física se las había ingeniado para montar a la perra tonta, y ahora era padre.

Sentí cierta satisfacción: lo que Lucía me había negado, se le había concedido a mi perro. Algo se había compensado en el universo.

Esto pasó en medio de la tormentosa situación en la que se comenzaba a sumergir el país, tan apacible hasta entonces. No lo sabíamos, pero hasta ese momento habíamos vivido en una burbuja artificial, disfrutando de un nivel de vida no acorde con las realidades macroeconómicas del país. Habíamos despilfarrado sin medida los ingresos extraordinarios que entraron al país gracias a la explotación de los hidrocarburos, y ahora tocaba amarrarnos el cinturón. Fue un aprendizaje lento y doloroso, pero hubo que hacerlo. Lo primero a resolver fue conseguir reemplazo para los productos del exterior, imposibles de conseguir a precios competitivos, con producción nacional. Para ello, comencé a visitar fábricas a todo lo largo del país, buscando productores locales que me dieran alternativas de calidad. No había mucho de donde escoger, pero algo conseguí. En paralelo, decidimos que ese no era el momento para la expansión, y congelamos los planes. Pude negociar un tiempo muerto con los inversionistas, un período de gracia para poder equilibrar las finanzas y entender mejor lo que estaba sucediendo.

Ese no era el mejor momento para iniciar una relación, pero así se dieron las cosas. Por un tiempo mantuvimos las apariencias, viviendo cada quien en su casa, pero por fin decidimos que esa itinerancia nocturna era absurda y Helga se mudó conmigo. Por primera vez hice vida de pareja bajo los cánones clásicos: esos de desayunos compartidos, de fregado de platos en conjunto después de la cena, de la tenue monotonía del día a día que se rompe repentina con algún acontecimiento inusual. En el fondo, era lo que había añorado toda la vida, y ahora que lo tenía a mano sufría con la posibilidad de que se tratara de algo  temporal que en cualquier momento podría terminar. Por ello puse todo mi empeño en no echar a perder esa magia inicial, tratando en lo posible de hacerle la vida grata a Helga. Por su parte, ella también se esmeraba en que los momentos que pasábamos juntos fueran un oasis que me distrajera de la situación agobiante del trabajo. Sin descuidar su producción plástica – estaba reuniendo material para montar una exhibición el la galería de un amigo mío, que se había entusiasmado con su potencial – siempre tenía tiempo para hacerme un cariño gastronómico, el cual era siempre halagado, a veces exageradamente.

Vivimos así unos seis meses, de luna de miel prolongada, y poco a poco fuimos amoldándonos a la idiosincracia del otro, a sus particulares costumbres, a sus peculiares manías. Ya íbamos rumbo a ser una pareja consolidada. Faltaba dar el último paso, y yo estaba impaciente por hacerlo. Sin embargo no sabía como abordar el tema, temía parecer demasiado ansioso y espantarla, pero por otro lado temía que ella empezara a cuestionar la situación y a preguntarse por cual porvenir tenía quedándose conmigo. ¡Si por lo menos hubiera tenido con quien conversar sobre el asunto! Pero mis relaciones eran demasiado superficiales como para ventilar un asunto tan íntimo y delicado como ese.

Volviendo a la situación canina, cuando la perra tonta destetó a los cachorros se dignó a permitir acercarnos a ellos. En lo que pudimos examinarlos supimos que eran todos machos. Eran cuatro bolas de pelo, y al parecer su tamaño había sido cortesía del padre. Si se me permite un símil bastante burdo, eran cuatro bulldogs hippies. Los bautizamos como «Los Beatles», así en conjunto, pues nunca los supimos diferenciar muy bien que digamos. Byron los estuvo tutelando un tiempo, pero cuando alcanzaron los cinco meses ya andaban por su cuenta, haciendo desastres varios por los jardines para gran alborozo de Helga, quien les reía las gracias a pesar de ser ella la encargada de recoger los vidrios rotos. Y ocurrió algo inesperado: la perra comenzó a buscar a Byron, quien se dio el lujo de hacerse de rogar. Mi perro había obtenido una sonora victoria, para mi gran satisfacción..

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