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En Maracaibo vi que Capriles abrirá el camino

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Llegando de la fiesta del progreso que fue el acto de cierre de campaña de Capriles en la avenida 5 de Julio de Maracaibo. En la ropa y en la piel traigo el olor de “violín” de la catirita sifrina que tenía al lado, del mal aliento del guajirito que tenía adelante. Los dedos de los pies están magullados con los pisotones del negrito  de los chimbangles de San Benito y los tacones de la señora emperifollada que miraba por encima del hombro. En las costillas traigo la marca de los codazos del malandrito a mi izquierda y de la mujer con cara y lentes de maestra de escuela a mi derecha.

Por momentos, el aire faltaba. El olor a sudor parecía emerger del pavimento como un vapor. En ocasiones un sudor fresco y perfumado y, en otras, rancio y fuerte, como de persona que trabajó todo el día a pleno sol y de su jornada laboral saltó al mitin de Capriles. Un olor a “solecito” que decimos en el Zulia.

Pero, en esos momentos de emoción, esos olores terminan siendo el olor de la alegría, de la esperanza, de la fiesta de la democracia y los moretones son la marca, el sello, de que asistimos a un momento histórico en la vida del país.

Venciendo mi agorafobia, ya desde hacía días tenía decidido que no me perdería por nada del mundo el acto de cierre de campaña de Capriles en el Zulia. Y la emoción y la algarabía del día anterior en el mitin de cierre en mi querida Mérida confirmaron mi decisión e hicieron que anhelara fuertemente que llegara la hora de fundirme en esa masa amorfa, alegre y llena de vida que ha recorrido todas las ciudades del país desde hace meses.

Veía a la gente de Mérida en la calle y la imagen que me surgía era la de la espuma de una cerveza batida que se desborda del vaso y de la botella. Las fotos y las imágenes de televisión del evento andino me hacían intuir que en el Zulia no sería menos. Nunca, ni cuando el Papa Juan Pablo II visitó Mérida, vi tanta gente en las calles de mi ciudad natal. Al punto que, en algún momento de la jornada, una que otra lagrimita de emoción salió sin querer viendo la pantalla del televisor.

Vi lo de Mérida y, al salir a la calle, encontré a la gente alegre, saludaba contenta. Preguntaban: “¿Vas mañana?” “¡Claro que voy!”. Toda la ciudad anhelaba la llegada del evento. Todos estábamos dispuestos a ir a mostrar nuestro apoyo al cambio y nuestra esperanza en el futuro..

A las cuatro de la tarde cerramos la tienda y nos arrancamos a 5 de Julio.  Al llegar, el pánico se quiso apoderar de mí al ver el mar de gente y las imágenes de aquella fatídica noche en la inauguración del las luces del estadio de Mérida, cuando mucha gente fue arrastrada y pisada por la multitud descontrolada, vinieron a mi mente. Inmediatamente, espanté esos fantasmas y fue entonces cuando el miedo dio paso a la música porque, al ver lo variopinto de la gente reunida, con naturalidad, acudió a mi cabeza la canción de Serrat, “Fiesta”.

El acto de cierre de Capriles es la mejor escenificación de lo que dice la canción de Serrat desde su primera estrofa hasta la última y durante toda la jornada no hizo más que rondar en mi mente su melodía.

A los pocos minutos de haber llegado a la avenida, por los altavoces anunciaban que estaba haciendo su entrada el candidato, el “Preentrante”, como le decimos en oposición al “Presaliente”.

A la música se unía el bullicio de la gente, el sonido de los morteros, de los pitos, cornetas y bubuzelas, el “¡POM!” de los morteros. Hasta los pericos parecían estar alegres y no cesaban de gorgorear volando en bandadas sobre la multitud.

Una explosión de papelillo, un aumento del ruido, la multitud que comienza a mirar toda en la misma dirección al tiempo que grita desenfrenada, la gente que empieza a empujar con más fuerza, a apretujarse, nos indican que Henrique se aproxima. Levanto la vista y allí viene. Con su camisa celeste y sonrisa franca, intercambiando gestos con la gente y lanzando sus gorras tricolores.

Yo, que no soy mucho de tener idolatrías por políticos y artistas, no puedo evitar emocionarme, los mocos se me aflojan un poco, el nudo en la garganta se me aprieta y las lágrimas pujan por salir. Lo veo pasar frente a mí y siento que lo que pasa es el futuro, la esperanza. No pienso en ningún momento que Capriles sea el camino pero estoy convencido de que puede abrir el camino.

El siguió su paso. Ni cuenta se dio que detrás dejó a un hombre, casi cincuentón, emocionado a punto de llanto con su presencia. Un hombre que no cree en mesías que, de hecho, ni siquiera votó por Capriles en las primarias pero que ahora siente que Capriles representa la última oportunidad para Venezuela. Un gocho asimilado maracucho que en ese momento mira al cielo y comprueba que el día nos ha regalado un hermoso y cálido atardecer.

En una esquina de 5 de Julio quedó un venezolano que piensa que, o salimos de esta etapa obscura y lúgubre, de esta tiniebla, el domingo 7 de octubre, o ya no será nunca. Al menos no lo será de manera pacífica. Escucho con detenimiento una vez más lo que el candidato tiene que decir y su discurso me convence de nuevo de que “hay un camino”.

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