El peronismo

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Entre todos los países latinoamericanos que admitieron como una evidencia la superioridad de la sociedad norteamericana y a la vez concluyeron en la conveniencia de intentar trasladar a Latinoamérica los resortes del éxito político, económico y social norteamericano, ninguno más que Argentina admitió lo primero más a fondo (explícita o tácitamente) o intentó lo segundo más seriamente, se consideró más apto para lograrlo y de hecho pudo creer haberse aproximado hasta casi tocarlo. [De hecho] la Constitución argentina “clásica”, la de 1853, se asemeja tanto a la de los EE.UU. que los jueces argentinos para interpretarla han podido referirse a la jurisprudencia norteamericana. Hubo también el calco de la política de inmigración abierta, la amplia acogida a las inversiones europeas para financiar la infraestructura de una gran producción agropecuaria, el acondicionamiento de tierras, la construcción de ferrocarriles, frigoríficos y puertos. Hubo el impulso, sin paralelo en América Latina, de la educación popular. Y hubo, en premio de todo esto, un impresionante auge económico y cultural que en 1910, en el centenario de la Independencia, hacía aparecer a Argentina como un país más europeo que latinoamericano, despegado por completo del atraso y la desesperanza del resto de Latinoamérica, y hasta (en el concepto de los propios argentinos) superior a los EE.UU.
Sin embargo las mismas formas exteriores no alcanzaron a producir iguales esencias. En el medio siglo que va aproximadamente de 1860 a 1910, que es el de su gran desarrollo y también el de sus grandes ilusiones, Argentina logró asemejarse a los EE.UU. más o menos como las plantas de invernadero son parecidas a las que crecen silvestres en otro suelo y otro clima. El invernadero argentino, el ambiente artificial en el cual podían suponer los argentinos (y los demás latinoamericanos) que estaba creciendo el prodigio de un “Coloso del Sur” capaz de rivalizar con los EE.UU., fue una “democracia oligárquica”, controlada estrechamente por minorías cultas en alianza con los grandes estancieros, devenidos multimillonarios por el auge de la ganadería y por la exportación de carne en barcos de nuevo diseño, llamados “frigoríficos”.
Pero el crecimiento de la planta político-socialeconómica argentina desbordó o rompió los cristales de ese invernadero y, sometida al clima ambiente, la democracia oligárquica se convirtió (con el sufragio universal) en una democracia caótica, insincera, contradictoria, demagógica, ineficaz, incapaz de sobreponerse al faccionalismo y al desintegracionismo hispanoamericanos; y mucho menos de conducir la campaña de la etapa de acumulación del capital a la de una redistribución de la riqueza y del poder, a un “nuevo trato”. Los EE.UU. respondieron a la gran crisis de 1929 justamente con el “New Deal” de Franklin Roosevelt, en 1933. Argentina, tras una serie de convulsiones que comenzaron con un golpe de estado militar en 1930, no encontró otra respuesta al mismo desafío que el “Justicialismo” de Juan Domingo Perón, en 1945.
También en los EE.UU. había tenido eco el fascismo, pero en las condiciones norteamericanas no pasó de ser una tentación minoritaria. Roosevelt, quien para el caso no fue sino la encarnación de la capacidad de renovación política de la sociedad norteamericana, reglamentó el capitalismo desenfrenado y abrió vías y dio garantías a un sindicalismo por otra parte de larga trayectoria, arraigado, vital y solidario esencialmente (y no adversario o desapegado) de la sociedad norteamericana global.
En Argentina, el fascismo va a resultar tanto más tentador cuanto que para el 4 de junio de 1943 (fecha del golpe militar del Grupo de Oficiales Unidos del cual formaba parte el Coronel Perón, regresado apenas dos años antes de una pasantía extensa con las divisiones alpinas del ejército italiano) era un planteamiento político no sólo radicalmente divergente de la ilusión fallida de poder Argentina encontrar su destino emulando la democracia norteamericana, sino además antinorteamericano, antidemocrático, anticomunista, populista y nacionalista24 lo cual venía a ser una combinación providencial y perfecta para un país frustrado en sus ilusiones de igualarse con los EE.UU. y simultáneamente requerido de una adaptación política a grandes cambios sociales y económicos que habían venido ocurriendo y que la guerra había acelerado.
A partir de 1939 la industria argentina había tenido un rápido desarrollo, forzado por la imposibilidad de importar manufacturas europeas y norteamericanas durante la guerra, y además estimulado activamente por el Estado, con apoyo crediticio y político. Para 1943 había más trabajadores empleados en la industria (con la abrumadora mayoría concentrados en Buenos Aires) que en la ganadería y en la agricultura. Era la circunstancia propicia para la emergencia de Juan Domingo Perón, quien no fue el único militar latinoamericano seducido por el fascismo, pero sí el único que por actuar en Argentina, y por tener la dosis requerida de audacia y de talento político iba a poder demostrarse fascista, inclusive en un aspecto del fascismo (y del nazismo) que hoy se prefiere olvidar: el genuino arrastre popular, en ciertas condiciones, de la combinación virulenta de una demagogia populista vehemente (y dispuesta, una vez alcanzado el poder, a concretarse en medidas verdaderamente favorables a los trabajadores industriales, en cuanto a su bienestar material, a su nivel de ingresos reales y al estilo del gobierno) con un nacionalismo grosero y chovinista.
Desde la dirección del Departamento Nacional del Trabajo (un cargo de rango sub-ministerial, que otros desdeñaron) Perón se dedicó desde junio de 1943 a fomentar el fortalecimiento de los sindicatos existentes y la creación de otros nuevos. Instauró además un mecanismo de control que daba privilegios a los sindicatos favorecidos por el Departamento del Trabajo (es decir por Perón). En casos de disputas laborales, el Director del Trabajo (convertido luego en Ministro de Trabajo y Previsión Social y Vicepresidente de la República) demostró estar dispuesto a fallar invariablemente en favor de los trabajadores. “Por fin –
comentó un dirigente obrero- hay un funcionario que no sólo no es aliado de los patrones, sino que nos atiende, resuelve nuestros problemas y hasta nos aconseja cómo defendernos”. En el seno del gobierno Perón se hizo vocero invariable del sector laboral industrial, recomendando reformas en su favor, planes de vivienda, salud, seguridad social, etc. En dos años se convirtió en el hombre más poderoso del gobierno militar. Sus compañeros oficiales se inquietaron. Perón fue destituido y arrestado (octubre de 1945).
En ese momento Evita Duarte entró en la historia. Era una actriz de segundo o tercer rango, amante de Perón, y quien en esa circunstancia crítica demostró una auténtica capacidad de liderazgo, al lograr movilizar una inmensa manifestación de trabajadores (los descamisados) que ocuparon el centro de Buenos Aires hasta que Perón salió de la cárcel convertido en jefe indiscutible de una nueva situación política (17 de octubre de 1945). Uno de sus primeros actos fue casarse con Evita. En seguida lanzó su candidatura presidencial para las elecciones previstas para febrero de 1946, al frente de un nuevo partido que en el primer momento le llamó Laborista, y cuya plataforma política era una versión, referida a la patria Argentina, del fascismo musoliniano.
La Iglesia apoyo a Perón porque él le dio a entender que en la “nueva Argentina” habría una alianza estrecha entre la Religión Católica y el Estado, en contraste con el laicismo libre-pensador de la ralea radical-liberalmarxiscta bajo cuya influencia el país había estado equivocando su destino. El embajador norteamericano también ayudó, sin querer, al manifestar en forma pública, chocante e intervencionista el disgusto de su gobierno por el auge de un notorio simpatizante del Eje nazi-fascista. Celebradas las elecciones, el triunfo de Perón fue legítimo, abrumador, indiscutible. Ganó la Presidencia por amplísimo margen, y el partido peronista obtuvo dos tercios de la Cámara de Diputados y todos los escaños del Senado menos dos.
Juan Domingo Perón asumió control de la Argentina en un momento cuando ese país había acumulado un excedennte de recursos y de reservas monetarias, por exportaciones en brusco ascenso, sin contrapartida comparable en importaciones, durante cinco años de guerra mundial. En lo esencial, Perón se dedicó a liquidar ese excedente, y además creó en un tiempo asombrosamente corto un déficit, estimulando una explosión consumista y una expansión de actividades económicas agradables para el orgullo nacional
argentino, pero improductivas; así como nacionalizando empresas de servicios (como los ferrocarriles) que bajo administración privada (y extranjera) había dado beneficios, pero que estatizadas y cargadas con nuevos y crecientes costos, pronto serían deficitarias. Los salarios y otros beneficios de los trabajadores industriales fueron aumentados por decreto, sin ninguna referencia a la productividad, a la vez que descendía el rendimiento real de la economía argentina en su conjunto. Los sectores recreadores de riqueza de esa economía, que seguían (y siguen) siendo básicamente las actividades, agropecuarias, fueron castigados con severos gravámenes (en la peor tradición mercantilista hispánica) para financiar el aumento en los salarios reales de los trabajadores industriales y a la vez un descabellado proyecto de autarquía industrial. En general toda la estructura costos-precios de la economía fue trastornada artificiamente para dar satisfacciones inmediatas, psicológicas y materiales, a los “descamisados”. Eso explica la inmensa y duradera popularidad de Perón entre los trabajadores sindicalizados de Buenos Aires, donde hasta hoy, un lindo día de primavera es “un día peronista”.
Pero desde entonces la Argentina ha sido prácticamente ingobernable. La gran crisis que afrontó la Presidenta Isabel Perón en junio-julio de 1975, y de la cual no se repuso jamás su gobierno, tuvo su origen esencial en el enésimo intento de un gobierno argentino “postperonista” por sacar el país del irrealismo económico en que lo sumió Juan Domingo Perón con su gestión entre 1946 y 1950. Evita Perón murió en 1952, y con su desaparición su viudo parece haber perdido una parte indispensable de lo que era, sin lugar a dudas, un carisma compartido.
Aunque de origen genuinamente popular, el “Justicialismo” (como a partir de cierto momento decidió Perón llamar su “ideología”) tuvo desde siempre, como todo fascismo, ánimo represivo, cursi, oscurantista. Ahora se hizo brutalmente policíaco e intimidatorio. El principal diario de Argentina (y uno de los grandes, en todo sentido, de lengua española), La Prensa, de Buenos Aires, fue clausurado por su oposición al gobierno. La administración pública llegó a extremos inéditos de corrupción, ayudada en ello por el estatismo y el intervencionismo que hacían imposible desarrollar ninguna actividad económica importante sin contar con la “protección” del gobierno. La inflación galopante comenzó a revertir los anteriores espectaculares progresos en el ingreso real de los trabajadores industriales urbanos, y el mismo ultranacionalismo que Perón había estimulado, se volvió en su contra cuando quiso mejorar la economía, gravemente comprometida, mediante convenios de exploración y explotación petrolera con compañías extranjeras. La Iglesia ya se le había puesto en contra. Las Fuerzas Armadas le dieron la espalda decisivamente cuando algunos amigos de Perón comenzaron a hablar, no se sabe si en serio o irresponsablemente, de la posibilidad de crear brigadas
armadas peronistas, paramilitares, semejantes a los SS nazis.26 Está fresca en la memoria de los militares argentinos la forma cómo Hitler había domado y descabezado la Reichswher. En setiembre de 1955, un golpe de estado militar apartó a Perón, con el pretexto de que su gobierno había llegado a extremos intolerables de corrupción administrativa. El pueblo peronista, los “descamisados” hicieron algunas débiles manifestaciones en favor del dictador derrocado. Su consigna era lamentable: “Ladrón o no ladrón, queremos a Perón”.
Pero quedó en existencia, poderoso, el aparato sindical irresponsable que Perón había edificado desde el poder; y Perón mismo se aplicó diligentemente desde el exilio a cultivar la ambigüedad y a estimular entre los grupos más disímiles la expectativa de que cada uno podría contar, llegado el momento, con su preferencia.

El mismo perro con el mismo collar

Entre quienes mordieron ese anzuelo en forma imperdonable estuvieron los marxistas, inclusive los comunistas ortodoxos, pero sobre todo, a partir de 1959, los castristas y guevaristas, quienes llegaron a ver en Perón, por el hecho de haber sido Perón antinorteamericano, y antiperonista los EE.UU., una especie de mesías, y en Hector Cámpora su profeta, lo cual requería ignorar u olvidar tanto los hechos de Perón en el gobierno, entre 1946 y 1955, como su itinerario de exilado, del Paraguay de Stroesnner, a la Venezuela de Pérez Jiménez (con una escala en Panamá, donde conoció a María Estela –“Isabelita”- Martínez), a la República
Dominicana de Rafael Leonidas TrujilIo, a la España de Franco, donde se radicó definitivamente después de 1960.
Cuando en 1973 las Fuerzas Armadas argentinas terminaron por convencerse (o por ser convencidas por Perón, quien seguramente les dio garantías) de que la única salida a la crisis política crónica en que se debatía el país sería permitir la participación en elecciones del peronismo, el oscuro Cámpora recibió en Madrid del General el encargo de llevar sus colores en una carrera
que estaba resuelta antes de la partida. Y el día de su inauguración (25-5-73) el Presidente Cámpara salió al balcón de la Casa Rosada flanqueado por los Presidentes Allende, de Chile, y Dorticós, de Cuba. Abajo en la plaza, carteles decían: “Chile, Cuba, el pueblo los saluda”. Centenares de marxistas latinoamericanos menos conocidos que Allende y Dorticós habían acudido a Buenos Aires, como a una nueva Meca; y esa misma noche estuvieron entre la multitud que rodeó la cárcel de Villa Devoto hasta que la
primera medida del nuevo gobierno fue decretar la libertad incondicional de centenares de protagonistas de la lucha armada clandestina, guerrilleros, montoneros (peronistas “de izquierda”), miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (guevaristas) que allí estaban recluidos.
Habiendo Cámpora cumplido su misión específica, que era asegurar la transición entre el gobierno militar y el regreso de Perón, se retiró de la escena, cargando de paso con toda la responsabilidad por cualquier “debilidad” frente a los guerrilleros marxistas quienes durante tantos años habían desafiado el poder militar. Nuevas elecciones, en octubre, dieron la Presidencia
directamente a Perón, con 62 por ciento de los votos (Cámpora había recibido 52 por ciento. Tres meses más tarde, durante una conferencia de prensa en la Casa Rosada, una periodista “peronista de izquierda”, de 29 años, llamada Ana Guzzeti, orpresivamente hizo la siguiente pregunta al Presidente Perón: “¿En qué forma enfrentará el gobierno la acción de los grupos parapoliciales que están asesinando a miembros de organizaciones revolucionarias?”. Sin disimular su ira, Perón replicó: “¿Puede usted comprobar lo que acaba de afirmar?”. “Lo demuestran los recientes asesinatos de militantes populares y obreros, señor Presidente”, insistió
la Guzetti.
Allí mismo, delante de los periodistas, Perón dio instrucciones para “iniciar causa judicial contra la señorita”. “Señor Presidente, soy militante peronista”, dijo en ese punto Ana Guzetti. “La felicito. Lo disimula muy bien”, concluyó Juan Domingo Perón. Poco después el diario El Mundo, para el cual trabajaba Ana Guzetti, fue clausurado por el gobierno, bajo acusación de
“alentar las actividades guerrilleras”, y la periodista quedó definitivamente cesante al ser todavía más tarde (y aún vivo Perón) clausurado La Calle, otro diario, por razones de “seguridad del Estado”. La clarificación definitiva de la actitud de Perón hacia quienes se habían hecho ilusiones de que en Madrid había hecho el regreso que vendría del fascismo al marxismo, tuvo lugar en un acto de masas en el cual Perón rechazó expresamente las consignas escritas en los carteles enarbolalos por “montoneros” y ERPistas, quienes abandonaron la manifestación en señal de protesta.
Estas precisiones son convenientes para tener claro que la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), una organización terrorista de derecha teóricamente clandestina, pero a la cual se suponen, con indicios de certeza, vínculos con la policía, no es una creación “postperonista” de José López Rega (hombre de confianza y astrólogo del anciano Perón, y luego eminencia gris -hasta su defenestración en julio de 1975- de la Presidenta Isabel Perón), según se quiere ahora hacer creer en un intento de salvar -para uso futuro- la figura y la memoria de Perón (y de Evita), sino que cabe y está enteramente dentro de las coordenadas del demagogo brutal e inescrupuloso que fue Juan Domingo Perón, uno de los más perniciosos falsos héroes de nuestra historia latinoamericana.

Tomado de «Del buen salvaje al buen revolucionario»

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