Mi vida, a través de los perros (XXI)

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Con la aprobación por parte de mi madre de los planes que había trazado  me sentí sumamente dichoso, ya que por fin podría poner en práctica la idea que me estaba rondando por la cabeza desde mi regreso a casa. Lo primero fue la búsqueda del terreno en donde iría a erigir mi nueva vivienda; para ello – gracias a ello – me puse en contacto con Lucía. Resulta que su padre era promotor inmobiliario, como me comentó Margarita cuando le conté sobre mis futuros movimientos, y tenía en cartera varios terrenos situados al este, tal y como lo quería mi madre. Concerté una cita con el padre de Lucía, y al día siguiente comencé la inspección de variados lugares propuestos por él. Constaté con sorpresa que casi todos eran voladeros, con vistas impresionantes sobre el valle y la enorme montaña, pero en los cuales la construcción ameritaría gastos considerables por el tipo de pilotaje a emplear. Sin embargo no cejé, y durante varios fines de semana salí, por supuesto acompañado por Hamlet, a visitar más lugares, y con perseverancia  logré ubicar unos tres que prometían. Cabe destacar que el perro me ayudó mucho en esa pesquisa, ya que su desenvolvimiento en los terrenos me daba cierta idea de las dificultades que podrían derivarse de su topografía.

Mientras tanto tenía otro plan en mente, que giraba en torno a la esfera sentimental. Lucía. A pesar de lo intempestivo y extraño de nuestro primer encuentro, o tal vez precisamente por ello, me sentía muy atraído por la muchacha. Viendo el asunto en retrospectiva, mi inclinación hacia el abismo era preocupante, en esos tiempos. El peligro, la precariedad, las situaciones ambiguas, esos eran los motivos que me impulsaban hacia la búsqueda de algo de lo que había carecido a lo largo de mi adolescencia. Algo dentro de mí me decía que ella no era la muchacha adecuada, pero el lado oscuro prevalecía siempre, y me propuse profundizar esa relación. ¿Qué sabía sobre ella? Nada, o casi nada. Le encantaba la música, por ejemplo, un asunto del cual yo era ajeno por completo. Pero podía aprender: cuando el estímulo es poderoso nada es imposible.

Con la escusa de pedirle consejos sobre los terrenos, la invité a cenar una noche. Me puso algunos reparos, pero mi insistencia fue tanta que al final accedió a salir conmigo. No quise pasar por el mismo chasco anterior, y me asesoré antes con mi confidente, la gran Margarita, quien después de pasar coleto con mi dignidad, en su mejor estilo, me confeccionó a la medida la cita ideal: cena y baile, pero dentro de los gustos de Lucía.

Pasé a recogerla en su casa, una gran mansión ubicada en el incipiente desarrollo del sureste de la ciudad, y nos dirigimos a un local que empezaba a ponerse de moda: una pizzería al aire libre, que proyectaba películas en todo momento, por lo general comiquitas o cine mudo. Es curioso constatar cuales detalles se nos quedan grabados en la mente: casi no recuerdo de qué iban nuestras conversaciones, pero sé con exactitud lo que comimos y bebimos esa noche. Ella pidió una pizza de jamón serrano, y yo una de queso rockefort y cebollas. Todavía evoco el regusto, entre ácido, amargo  y dulzón, de la explosiva combinación de sabores de mi plato. Como suele suceder, intercambiamos trozos de pizza, y con cierta vanidad estúpida pensé que había escogido mejor que ella, ya que el jamón serrano había perdido su elasticidad natural al estar en contacto con el calor del horno. Regamos la comida con varias cervezas, y poco a poco fuimos dejándonos llevar por una sensación de bienestar, y nos relajamos. Las risas sonaban con frecuencia en nuestra conversación, ayudadas por las payasadas de Buster Keaton que se desarrollaban el el telón de fondo del local. En un momento determinado Lucía me tomó la mano, y me sentí dichoso de una manera tan estúpida que ahora me sonrojo al recordarlo. Traté de recobrar la compostura, y después de consultar con Lucía a ver si deseaba algo más, solicité la cuenta, para poder dirigirnos a la segunda parte de nuestra cita.

Nunca había estado en una discoteca, y no sabía muy bien a qué atenerme. Lo primero que me llamó la atención fue la obscuridad del recinto, sacudida de manera intermitente por descargas de luz que hacían que las personas parecieran moverse en cámara lenta, y todo esto aderezado por centenares de vatios de sonido que esparcían los innumerables parlantes dispersos por el sitio. Como pudimos, casi que hablando por señas,  logramos que un mesonero nos asignara una mesa, apenas dos tabureticos y un minúsculo tablón en donde cabrían de manera precaria los vasos y el convoy de la bebida. Ordenamos media botella de escocés, por sugerencia de Lucía.

Estaba bastante aturdido, pero a la vez feliz de poder estar tan cerca de ella sin necesidad y posibilidad de hablar demasiado, apenas unas cortas frases para comentar cosas referentes al lugar. Una vez llegada la bebida y despachados los primeros tragos, Lucía me arrastró a la pista de baile. Estaba sonando un rock endemoniado, y los bailarines se movían como si fueran presas de un ataque espasmódico, o por lo menos eso me pareció. Hice lo propio, pero antes le pregunté a Lucía cual canción estaba sonando. Me miró con condescendencia, y se limitó a decir «Purple haze». Tiempo después supe que se trataba del Dios de la guitarra, el gran Jimi Hendrix. En ese momento no me quedó más que decir «Ah», y continuar con mis contorsiones más o menos forzadas. Sonaron dos, tres canciones más del mismo tenor, y yo empezaba a desesperar pues se me estaban acabando las ideas y los pasos. Salió en mi auxilio una balada, y allí me sentí más en mi territorio. Pero Lucía decidió otra cosa, y se devolvió a la mesa, a seguir tomando. Algo desencantado la seguí, y me le senté al lado para ver que por sus mejillas corrían los trazos de unas lágrimas. Iba a decirle algo, pero me previno: «No preguntes», de manera seca. Algo había desencadenado esa pieza lenta en su interior, algún recuerdo que estaba al acecho. Me quedé callado, sorbiendo mi whisky con soda, meditando sobre lo insondable del alma femenina, de la manera más trillada posible.

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