Allá está el poste

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Nota: Para que no haya sorpresa, debo empezar diciendo que éstos son los primeros capítulos de un cuento que ya no se completará.

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– Allá está el poste.
– ¿Dónde?
– Allá, cerca de la curva de la carretera.
– Pero está como a cien metros.
– Es el que está más cerca.
– Hay que verle la cara a cien metros de cable de alta tensión.
– Siempre supimos que eso era algo por hacer a mediano plazo.
– Está bien, vámonos.

Ambos caminaron hasta el carro que habían dejado imprudente pero calculadamente estacionado en el canal derecho de la carretera con dos ruedas dentro de la cuneta. Media hora después de arrancar, el conductor dejaba a su “socio” justo enfrente del edificio donde vivía. Éste se bajó rápidamente y traspasó más rápido aún la reja perimetral. Apenas vio cerrarse la puerta del acceso, el conductor pisó el acelerador y se perdió de vista casi instantáneamente. El hombre, que ya se encontraba en la puerta del edificio metiendo la llave en la cerradura, se dijo, entre cínico y amargado: “Coño, ni que lo estuviera persiguiendo la policía”, y sonrió casi imperceptiblemente mientras miraba por última vez hacia los lados. Al entrar al apartamento, su esposa lo esperaba con la luz apagada y frente al televisor encendido. Él, a través de la oscuridad y de la ropa, casi pudo ver, aunque no se moviera, cómo se relajaban los músculos de ella que lo había estado esperando agazapada en el sofá; cuando, también a través de la oscuridad, ella lo vio sonreír desde la puerta, supo que ya no tendría que pasar más noches y madrugadas como ésa, que por fin habían encontrado lo que buscaban.

2

La mañana siguiente, que era sábado, se levantaron un poco más tarde de lo que normalmente se levantaban los sábados. La disipación de la tensión de la noche previa, los hizo dormir casi seis horas seguidas hasta que el escándalo de los niños y la programación matutina infantil de la televisión alcanzó un nivel que ningún cansancio podía ignorar. Sentados frente la barra que separaba la cocina del estar-comedor y que hacía las veces de pantry, ella preguntó:

– Y, ¿entonces? ¿Al fin lo encontraron? –y no reprimió una sonrisa entre divertida e irónica.
– Claro que sí, después de Humboldt, nosotros, los exploradores urbanos –respondió siguiendo el buen humor que los invadía.
– O sea, que a Alberto por fin le gustó esa opción –dijo ella con la misma sonrisa. Él la miró tratando de fingirse ofendido, pero finalmente sonrió.
– Coño, sí, se puso cómico con el tema del poste eléctrico, pero al final creo que no le importó porque no dijo más nada. Además no lo metimos en la cooperativa por lo que supiera de distribución eléctrica –dijo y se levantó para ir a sentarse en el sofá mientras al mismo tiempo encendía el televisor con el control remoto que apareció en su mano como si siempre hubiese estado allí.

– ¡Carlos! –lo llamó ella desde la cocina mientras se servía otra taza de café–. ¿Y ahora qué?

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