Caracas, la posible.

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Cuando pequeño, habitante de Bello Monte, el hecho de salir a pasear de noche por las calles aledañas era algo cotidiano, común y corriente. Teníamos amistades que vivían en Chacaíto, en la calle Villaflor de Sabana Grande y en la calle Negrín, por poner unos cuantos ejemplos, y un par de veces a la semana íbamos a visitarlos, regresando a casa a altas horas de la noche. Caminando pues no teníamos automóvil, aún. Eran los años 60, en sus postrimerías; jamás nos ocurrió ningún evento del cual lamentarnos.

Ya en los 70 las cosas comenzaron a cambiar: los arrebatones en la calle comenzaron a ser habituales, operados por motorizados o por carteristas «de a pie». Y en los edificios se empezaron a conocer los atracos. Claro, las entradas no poseían ningún tipo de seguridad, y cualquiera podía traspasarlas. Creo que fue a partir de entonces que comenzó el deterioro paulatino de la vida ciudadana. Poco a poco llegamos a lo que somos ahora: ocupantes de una ciudad abiertamente peligrosa, que nos acecha en cada esquina, y nos hace suspirar de alivio todos los días, cuando los familiares llegamos a casa y estamos a buen resguardo (aunque siempre queda la paranoia de una intrusión nocturna en el hogar, algo que no es descartable en lo absoluto). Nos autoimponemos una suerte de toque de queda que se infringe solo cuando es estrictamente necesario. Ya el placer de pasear por pasear de noche se nos olvidó. La ciudad está fortificada, solo que no para evitar potenciales invasiones de naciones extranjeras, sino para defendernos de nuestros propios conciudadanos. Cada urbanización, cada edificio, cada casa, es una ciudad-estado en miniatura; para poder entrar en ellas necesitamos un salvoconducto. Las garitas se han vuelto parte del paisaje urbano, y los vigilantes decretan quien pasa y quien se queda. El derecho al libre tránsito es hoy por hoy una quimera, derogado de facto por la inseguridad.

Eventos como el Festival de lectura nos reconcilian con esta maltratada y maltratadora ciudad. El mero hecho de poder estar al aire libre, de noche, sin sentir desasosiego, y de paso disfrutar de propuestas culturales de calidad, como el monólogo de ayer de Leo Felipe Campos, o la presentación del libro «Caracas muerde» de Héctor Torres, por mencionar dos, es algo que nos saca de nuestros habituales esquemas de pensamiento, sobre lo hostil e invivible de Caracas. Voy a referirme a esos actos culturales: a pesar de que ambas propuestas giraron en torno a la fatalidad, cada una nos dejó una enseñanza valiosa.

Héctor Torres sostuvo una amena conversación con Alberto Barrera, en la cual ambos escritores intercambiaron una serie de ideas centradas alrededor de la temática del libro que se estaba presentando. Por supuesto dirigidas hacia darlo a conocer pero, más allá de eso, pensadas como una especie de redención de la ciudad. El caraqueño ha adoptado el recelo y la desconfianza como armas para poder desenvolverse en el día a día de la caótica urbe, es cierto. Mientras más invisibles mejor, parece ser la norma. Sin embargo existen situaciones rescatables; siempre podremos encontrar la proverbial flor en medio del barro. La lectura de párrafos claves del libro por parte de Alberto Barrera, y los comentarios respectivos del autor, fueron un apetecible entremés que despertó la curiosidad de la audiencia. En palabras de Héctor, Caracas muerde, es verdad, pero no todos los mordiscos son malos. Quedamos pendientes de adquirir el libro y disfrutar de la amena y crítica escritura de Torres.

El acto de Leo Felipe Campos fue una suerte de monólogo, centrado alrededor de una idea: lo que no nos mata nos fortalece. Luego de una jocosa introducción a cargo del gran narrador y poeta José Tomás Angola, quien se deshizo en elogios intencionalmente altisonantes y divertidos hacia Campos – a quien denominó siempre con el epíteto de «escritor criollo», logrando gran alborozo en el público – se subió al escenario un visiblemente herido personaje (interpretado por Leo Felipe) quien, apalancado en la obra de Viktor Frankl y sus vivencias en los campos de concentración de la II guerra mundial, nos puso ante una idea inquietante: si no hubieran ocurrido algunos acontecimientos terribles en la historia de la humanidad no tuviéramos una conciencia colectiva de los límites de la maldad humana, y tampoco contaríamos con herramientas para contrarrestarla. El monólogo tuvo momentos de tensión, como cuando Leo emplazó a una muchacha de la audiencia a imaginarse como víctima de una violación. Hasta que no le sucede algo a uno, es imposible saber. Uno puede imaginar, pero solo la experiencia directa nos pone en contacto con esa realidad, y nos da a conocer nuestro potencial de recuperación. Acompañado por una botella de Jack Daniels (de vital importancia para el monólogo) y libando a ratos un vasito de dicho licor, nos obligó a cuestionarnos nuestras prejuicios y puntos de vista.

Éstos fueron los actos que pude presenciar, pero se que hubo muchos otros; se necesitaría el don de la ubicuidad para atender todas las propuestas. Este tipo de eventos nos deja una enseñanza: con un poco de esfuerzo e inteligencia podemos recuperar la amabilidad de nuestra urbe. Aunque podemos hacer una analogía entre esta iniciativa y los operativos que de tanto en tanto instrumentan las autoridades, signados por la temporalidad y la coyuntura, es un inicio. Como ciudadanos tenemos el derecho de disfrutar los espacios públicos sin más obligación que el respeto al otro, y los servidores públicos tienen el deber de garantizarnos dicho derecho.

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