Mi vida, a través de los perros (V)

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Las cosas poco a poco fueron calmándose, en la universidad. Hubo otros conatos de violencia, pero cada vez más espaciados. Pude acudir con regularidad a mis clases, y alternaba las jornadas de estudio con lo que llamo  mi «iniciación revolucionaria»: iba un par de veces a la semana a la facultad de Humanidades, y me reunía con los que fueron mis primeros contactos, a escuchar largas (y, lo confieso, fastidiosas) disertaciones sobre la plusvalía, la lucha de clases, la explotación del hombre por el hombre, y otras entelequias marxistas. Al principio absorbía esos conocimientos como si se trataran de los cimientos de una nueva religión, y me dejaba embelesar por las que presumía sabias palabras de los oradores, quienes más bien parecían predicadores evangélicos. Hasta que un día me dijeron que ya estaba bueno de teoría, y debíamos pasar a la práctica. Yo había tomado la costumbre de ir a la Universidad acompañado por Hamlet, caminando, ya que no me quedaba tan lejos de la casa. El perro se quedaba tranquilazo en las afueras de la universidad, esperando a que yo saliera. Nadie se metía con él, ya que a pesar de no ser muy fornido inspiraba respeto. A veces lo dejaba en casa  pero al salir de clases veía que estaba allí: se sabía el recorrido de memoria, y no era perro de quedarse encerrado.  Mis adoctrinadores notaron la presencia y las facultades del can, y me propusieron utilizarlo como mensajero: dada su independencia y su fabulosa habilidad para ubicarse, pensaron que sería de mucha utilidad para entregar recados a algunos contactos fuera de las instalaciones de la universidad. La idea me pareció sumamente literaria, acorde con las lecturas de mi etapa juvenil que todavía no empezaba a dejar atrás, y la acepté de inmediato. Es asombroso lo manipulable que puede llegar a ser un joven romántico y tímido: es capaz de vender a su mejor amigo con tal de ser tomado en cuenta y sentirse incluido.

Fabricaron un collar especial, con un compartimiento secreto en el cual podía introducirse un papel e inclusive pequeños objetos sin despertar sospechas. Y yo me encargué de la parte más peligrosa, que consistía en ir caminando con Hamlet hacia las conchas de los enlaces externos, para enseñarle el camino. Con unas tres visitas a cada lugar era suficiente para que el perro recordara la ubicación exacta de cada guarimba, y la asociara con una instrucción verbal determinada. Mi perro cumplía con regularidad sus misiones, y nunca tuvo tropiezos. Aparentemente un perro paseando por la ciudad no despertaba mayores sospechas. Por mi parte nunca me detuve a pensar sobre la clase de materiales que pudiera estar transportando Hamlet; suponía que se trataba de misivas con instrucciones.A pesar de ser yo quien le colocaba el collar, siempre me lo entregaban cerrado, con la recomendación de no revisarlo por mi propia seguridad. «mientras menos sepas es mejor para tí», decían. Hasta que un día Hamlet no pudo completar una entrega pues mudaron de manera intempestiva una concha, y al no ser recibido por nadie conocido regresó a casa. Noté que el collar mostraba el pequeño bulto delator de no estar vacío, y decidí indagar su contenido.

Al vaciarlo me sentí la peor basura del mundo: había sometido a mi perro a un peligro espantoso de la manera más irreflexiva e irresponsable posible. El collar contenía una serie de pequeños explosivos plásticos, que comenzaban a ser utilizados por esos tiempos (los conocía pues en las lecciones de adoctrinamiento nos habían familiarizado con ellos). Hamlet era una especie de bomba ambulante, y me detuve a reflexionar que cualquier día le podían poner un mecanismo de relojería a los explosivos y utilizar mi perro para un atentado. Había llegado demasiado lejos, en mi búsqueda de realización personal. Me habían utilizado, y estaba involucrándome en algo demasiado arriesgado, tal vez criminal. Me embargó una sorda rabia, y por un momento pensé en poner la denuncia ante las autoridades. Pero reflexioné: en el fondo era tan culpable como ellos, y su caída conllevaría a la mía.

Me encontraba frente a un dilema: no podía regresar a la universidad sin desligarme de mis actividades subversivas, pero quería continuar con mis estudios, ya que había descubierto en la ingeniería mi vocación. Me armé de coraje, y tuve una muy incómoda conversación con mi padre, en la cual tuve que confesarle todo lo que había ocurrido en ese primer semestre, y lo que me esperaba de continuar en la universidad. Al principio se llenó de ira, pues nunca había pasado por su cabeza que un hijo suyo pararía en revolucionario;  proveníamos de un largo linaje de pequeñoburgueses, dedicados al comercio en su gran mayoría, sin tiempo que perder en absurdos romanticismos.  Le achacó la culpa a la rama materna, y a aquel tío bohemio. Pero en el fondo mi padre era muy razonable, y práctico. Convenimos en dos cosas: no podía dejar los estudios, pero tampoco podía volver a aquella universidad. La solución estaba en mi mudanza a otro lugar, lo más alejado posible.

Tenía dos posibilidades: irme al exterior, cosa que no me llamaba la atención en absoluto pues representaría una ruptura demasiado radical con mi pasado, o buscar alguna universidad en la provincia. Consultamos innumerables catálogos con ofertas universitarias, hasta que dimos con una que nos lució atractiva: la universidad de la cordillera, con una gran tradición y la ventaja de estar situada en una ciudad donde vivían algunos parientes no tan lejanos. Hicimos los contactos necesarios, y en un santiamén ya estaba inscrito y ubicado en una pensión estudiantil. Empezaba una nueva etapa en mi vida: viviría por primera vez solo, sin la protección del hogar.

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