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El Baile de la Victoria:la épica de los Perdedores convertidos en Ganadores


Nuestra entrega de hoy no comienza aquí, en la actualidad del Festival de Cine Español. Arranca en el 2003 y es una pequeña crónica de un par de egos monstruosos.

Entonces Antonio Skármeta había ganado el premio Planeta de novela por «El Baile de la Victoria», otra de sus alegorías chilenas de la postdictacura, aunque muy por debajo de la cima alcanzada por «La Composición» y «El Cartero», fruto de su admiración por Pablo Neruda. Aquel título lo marcaría para siempre y le fijaría un tope. De allí nace la última película de Massimo Troissi y a la postre surge un fenómeno de escala mundial. El emporio Miramax la distribuye y le consigue un puñado de nominaciones al Oscar, incluyendo la de mejor guión adaptado. Fue el climáx de la popularidad del escritor. Después de ella, nada sería lo mismo. La necesidad de conseguir un éxito similar,lo llevará a repetir el filón hasta la nausea,con ligeros cambios de empaque. Luego lo designarán Embajador en Alemania durante la presidencia de Ricardo Lagos. De tal modo, como muchos «camaradas» de su generación, pasará de la clandestinidad a la consagración oficial(tipo Raúl Ruiz y Patricio Guzmán). Su nombre devendrá en una marca, en un sello de fábrica para legitimar poder, del cual todos querrán sacar algún provecho.

Mutatis mutandis, igual tiende a ocurrir con la figura de Fernando Trueba, quien se labró un futuro y un presente después de obtener el codiciado premio de la academia por «Belle Epoque», cuando todavía sonaba el nombre de Jorge Sanz. Ahora es historia y vive del recuerdo nostálgico de su legado, de su memoria, como el propio realizador.

Por ende, no resulta casual el encuentro de Trueba con Skármeta. Ambos, a su manera, son el reflejo perfecto de los personajes de «El Baile de la Victoria»: los dos se sienten perdedores y de los bajos fondos, pero unen voluntades y esfuerzos para tramar su segundo gran golpe, en las narices de los señores de las sombras y delante de sus enemigos políticos de la derecha. El único problema reside en la distancia entre el deseo compartido y la realidad del dúo dinámico. En cierta forma, nuestro binomio de oro ya no forma parte de la resistencia, ni menos viene de abajo.En efecto, pertenece al status quo de la cultura retroprogresista, medio de izquierda, integrada y fagocitada por el sistema. No por nada,la pareja dispareja cumple gustosamente funciones diplomáticas como invitados de honor a eventos y congresos internacionales y nacionales, en nombre del arte, la democracia y la libertad de expresión.Poco faltó para verlos juntos en Festival de Cine Español 2010.

De hecho, son asiduos visitantes de lujo a Caracas. A Skármeta, por ejemplo, lo conocí en una agotadora(para él) faena de entrevistas en el ostentoso y rococó, Hotel Meliá, cuna del derroche y el boato boliburgués.En sus tiempos de Ministro, descubrí a Rosendo hartándose una comilona de infarto en el pijo restaurant con vista a la montaña.Ahí recibía a la corte(malandra) de la prensa, su majestad Antonio Skármeta para promocionar «El Baile de la Victoria». Por juventud e inexperiencia, me tocó ser el último de la fila en grabar su testimonio(repetido al caletre). Aun así, no me puedo quejar. Skármeta me trató con pleno respeto y me ayudó a efectuar mi tarea,a pesar de no haberme leído su novela. Sin duda, es una tremenda persona y sabe comportarse como un caballero. No obstante, me inquietó la robótica y clónica reiteración de su perfomance en serie, de periodista en periodista.

Además,yo percibí un dejo de interés demagógico en su calculada modestia. Aparte, me hablaba con el exclusivo propósito de vender su moto, como si fuese la última Pepsi-Cola del desierto. Y por supuesto, no lo era. Para ensalzarla, la cubría con un barniz de adjetivos y citas al Quijote de Cervantes.Posteriormente, se marcharía con estilo y desaparecía de mi radio de acción como un fantasma. Las amistades del oficio son así de fugaces, volátiles,efímeras y deshumanizadas.Es la desgracia de un ritual burocrático y de tramité. A veces frustrante y desolador.

Sea como sea, el caso anterior también aplica para Fernando Trueba. Entra y sale por Maiquetía como un espectro, cada dos o tres años, para hacer campaña de marketing al sur de la frontera. Por compromiso, de Caracas apenas rescata su desmesura y descontrol. Ni de broma se mete con la política interna y brinda declaraciones incómodas. Es el invitado español ideal para tirios y troyanos. Lamentablemente, tampoco regresa a Venezuela con «Il Postino» o con «Belle Epoque».Si acaso, con una versión desmejorada y subsidiaria de sus clásicos.

En 2009, «El Baile de la Victoria» decepcionó a la crítica de Festival de San Sebastián, por su mecánica propuesta de hibiridación genérica,a caballo entre la épica y el melodrama, la tragicomedia y el film de denuncia, el realismo mágico y la parábola de redención en clave de best seller, de film romántico semindustrial protagonizado por Ricardo Darín, haciendo de Ricardo Darín.En suma, por su forzada e inverosímil estructura literaria,armada de retazos mal engranados en la puesta en escena.

A su tardío arribo a Caracas, la pieza revela los síntomas del agotamiento de su autor, quien parece rodarla con piloto automático, al calor de un reparto fallido. Los chicos son un hueso duro de roer, los veteranos declaman como en los viejos relatos teatrales de la nación austral,los secundarios denotan la perseverancia del estereotipo en la obra del creador y los argumentos huelen a naftalina, cual reduccionismo culebrero y light de teorías duras de modernidad y posmodernidad.

En «El Baile de la Victoria», los buenos le roban a los malos, todos ellos dibujados con trazo grueso. Los villanos son canallas, propietarios, corruptos, ricos de corbata y apuñalan por la espalda, al menor descuido. Los héroes son víctimas de la circunstancia, sufren la explotación en carne propia, se identifican con la pobreza y cabalgan como vaqueros en el oeste de la ciudad. El realizador los exculpa por cometer sus fechorías, como quien justifica al pobre por robar para comer. Así de cuestionable y discutible es el subtexto de «El Baile de la Victoria». Encima, se nos alecciona del peligro de la prostitución y de la pornografía, mientras el libreto glorifica el tema de la paternidad, por múltiples vías.

Darín se redime en la adopción de los chicos huérfanos de la dictadura, y busca sacarlos del hoyo, cobrándole a los responsables directos de su miseria, los milicos. Es un curioso alegato de venganza de doble moral. Para rematar el descalabro, abundan las metáforas obvias y subrayadas de cóndores en la montaña, purasangres desvalidos, bailarinas mudas y profesoras rígidas de ballet, cual revisión ortodoxa de «Son de la Calle», con chicos y chicas sacados de una película de Adolfo Aristarain o de una ficción de Pino Solanas. Todo un cine pasado de moda y anclado en los ochenta. Ciertamente, Fernando Trueba lo defiende en público con elegancia y ocurrencia. Sin embargo, carece del fuelle y de la consistencia de sus trabajos precedentes.

El colmo del ridículo es ver a Antonio Skármeta, intrepretarse así mismo en el papel de un crítico de cine, rendido a los pies de «El Baile de la Victoria»,porque le conviene. Su intervención engloba el narcisismo artificioso de la película.Por consiguiente, la visita de Fernando Trueba en el 2010 nos encierra en un deja vu, en un cómodo espacio de regocijo conservador,en un cuarto de espejos con dirección invertida.

Para la próxima,si queremos apuntar a futuro, debemos invitar a gente joven, a sangre fresca. Lo otro es conformarnos con el reinado existente.

Recomendación: la vanguardia en España no es sinónimo en la actualidad de nombres como Fernando Trueba,Alex de la Iglesia y Pedro Almódovar. Sus impulsores contemporáneos se conocen como Albert Serra, Isaki Lacuesta y Elena Trapé,entre otros.

Pendientes.

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