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Cheila, una casa pa’ Maíta : Choronga, Boliburguesa y Retroprogresista


De entrada, cualquier mensaje de tolerancia de género, siempre será bienvenido, más en un país como el nuestro, donde persiste un curioso velo de censura alrededor del tema y una extraña cultura de discriminación de la otredad, impulsada desde el ámbito institucional hasta el entorno de lo mediático.

Sin ir muy lejos, la figura del travesti sufre un proceso de cooptación demagógica, en la actualidad, por parte de varios canales de televisión, cuya mala idea es aprovechar el clima de supuesta «apertura» oficial de la Ley Resorte y afines, para darle un barniz de legitimidad a su antigua política de clasificación, cosificación y encasillamiento de la alteridad sexual, bajo estrictos códigos de antigua data.

Así, el estereotipo de la loquita cobra una nueva carta de natalidad, con el auspicio y el respaldo tácito del estado, en nombre de valores y derechos universales como la inclusión y el libre albedrío.
Mientras tanto, seguimos estancandos en la época del Show de Joselo y Madame Cosmetic, cuando la dominación másculina proyectaba una imagen caricaturesca de lo femenino y de la diversidad, a efecto de canalizar sus prejuicios a través de la válvula de escape no ya del humor de altura sino de la comedia enlatada. La doble moral era y es absoluta.

Por un lado, sacamos al fenómeno del closet y le permitimos una cierta visibilidad(controlada). Pero en paralelo, hacemos un negocio de ello, una bandera de la responsabilidad social, una campaña publicitaria, un artículo de consumo degradado y falto de originalidad, para el beneficio del poder y de los hombres escondidos detrás de la jugada, quienes paradójicamente apuestan por la cacería de brujas, la persecución de la disidencia, la inquisición de los diferentes y la condena pública de los enemigos del gobierno en hogueras de propaganda, bañadas con el estigma de la letra escarlata.

Salvando las distancias, lo mismo se puede encontrar, fácilmente, en el entramado conceptual de un estreno como «Cheila, Una Casa Pa Maita», dividida entre sus aspiraciones de reivindicación y sus conflictos de intereses, sus pros y sus contras, sus objetivos y sus verdaderos alcances, discutibles por demás.

En el transito de intentar comprenderla, al margen de los reduccionismos de costumbre(de la izquierda y la derecha), hemos topado, por cuestiones del azar, con un maravilloso artículo publicado por la revista, «El Replicante», en su último número. Su título lo dice todo y su contenido también. Se llama «A La Caza del Periodismo Progresista» y engloba nuestra primera crítica hacia el argumento de «Cheila». A continuación, cumplimos con el trámite de extraer de su contexto, algunos pasajes reveladores del estudio en cuestión. Me disculpan por la extensión de la cita.

«Uno de los grandes males del periodismo de nuestros días es la corrección política. Propensión que se da especialmente en esa corriente de análisis vinculada con cierta izquierda light o con el pensamiento crítico de la contemporaneidad que fija su atención en diversos problemas coyunturales, la mayoría de los cuales están relacionados con injusticias sociales diversas, aunque particularmente las relacionadas con las llamadas minorías sociales —indígenas, negros, mujeres, ancianos, niños, discapacitados.»

«En términos generales, esa tendencia, que puede rastrearse en diversas publicaciones nacionales e internacionales, presenta un marcado claroscuro: mientras que se puede estar perfectamente de acuerdo con la intención global de su visión de las cosas, al mismo tiempo cierto malestar se hace presente al observar que, en la mayoría de las ocasiones, presentan un mundo maniqueo, sin matices, y en el que hay ángeles y hay demonios.»

«Creen que defender esa presunta diversidad es una manera de estar con las causas justas, del lado de los oprimidos, de los excluidos y alienados. Es una manera fácil de criticar el punto de vista occidental sin darse cuenta de que los patrones críticos que utilizan han sido posibles dentro de ese discurso.»

«En suma, pueden identificarse en las fuerzas, la retórica y las poses de lo políticamente correcto que imperan en buena parte del periodismo “progresista” de nuestros tiempos dos manifestaciones principales: un pesado sentimiento de culpa (“Oh, hemos despreciado a los indígenas”, “Oh, hemos sometido a las mujeres”) y una manera de justificar y autojustificar cierto estatus social, político, económico o cultural privilegiado (“Sí, somos citadinos acomodados, pero vean cómo nos solidarizamos con los desposeídos”).»

Casi parece una radiografía de la segunda pieza del creador Eduardo Barberena, después de «La Hora Texaco»(su tercera película, «Bambi C-4», todavía permanece engavetada, luego de sufrir la poda, el corte y la amputación de manos de las tijeras del Presidente).
Si me permiten el chiste, a «Cheila» yo la llamaría «La Hora PDVSA(ahora es de Todos)».
No en balde, el guión alberga una gama de sentimientos encontrados, propios de la cursilería enarbolada por El Ministro Ramírez como discurso de redención del rebaño rojo rojito.
El film nos habla de la lucha por la independencia personal en un entorno de adversidad, aunque culmina con un alegato conservador, banalmente sustentado.

«Cheila» es victimizada y literalmente molida a palos,para justificar su decisión final de irse del país( opción aceptable, por cierto). El problema es la manera determinista y simplista de abogar por su cruzada, según razones y resoluciones de melodrama facturado por Roman Chalbaud para TVES.

Los diálogos son inverosímiles, las acciones tampoco convencen y los elementos de la puesta en escena carecen de la mínima credibilidad, amén de un reparto de «sitcom» involuntario a lo «Guayoyo Express», encabezado por señores de la sobreactuación, divas del teatro, artistas de relleno y galanes invitados. El único en salvarse del lote y del despelote, es el protagonista de origen colombiano, correcto y atinado en su papel de la versión bolivariana de «Transamérica». Justo reconocimiento en el Festival de Mérida. Igual nos resulta aceptable la participación de Doña Violeta Alemán, a pesar de sus característicos bemoles teatrales de la escuela del novelón kistch. De resto, somos testigos y copartícipes de una sesión(inconsciente) de terapia de risa.

Las payasadas de Lucky jamás escapan del ridículo y evocan su trabajo publicitario para el comercial del «desenredadito». La novia «afrancesada» de «Cheila» si acaso abre la boca, se desempeña como un jarrón chino, pone caras de turista confundida por el exotismo de los «tristes trópicos», funge de fetiche para el regocijo de la baba del forajido de la partida, y para rematar el perfil western, conjuga los dotes histriónicos del «mudito de Zorro» con las muecas de un Harpo Marx de andar por casa.

Aparte, hay una galería de meros machos,perdedores y hombres desempleados, mantenidos a costillas de las rentas de Cheila, porque la obra se quiere un llamado de atención para nuestras generaciones de reposeros, chulos,chuletas,chinches, sanguijuelas,parasitos, chupasangres y corronchos de la pecera nacional. Legión en la burocracia de la Villa del Cine.Por ende, se vuelve a escupir para arriba, pues la película depende del subsidio de papá estado, tal como los vividores refugiados en el bunker, la quinta o el campo de concentración de «Cheila».Irónicamente, su filosofìa concuerda con la de Beatriz De Majo al afirmar en su programa:»la gente pobre es floja, no trabaja y gasta el sueldo en cerveza». Una pavada, un absurdo, una generalización.

En el mismo sentido, el subtexto redunda en una clásica segmentación por clases, profundamente binaria y reaccionaria. Los representantes de las capas medias del país, progresan tranquilamente y se rodean de símbolos de distinción para reafirmar su credo(protestante y new age) de «en Venezuela hay infinitas oportunidades y cada cual debe buscar la suya». Yo te aviso.
Para constatarlo, Cheila visita a una amiga de juventud en su domicilio(con terraza) y a un novio de la adolescencia instalado en tremenda finca de ensueño, con cabritas y caballitos(sacados de una hacienda de la Barbie o de un potrero de Reinaldo Armas para una cuña de su restaurant, Rucio Moro).

Al respecto, acá el realizador se pone creativo e inventa un montaje intelectual entre los bípedos y los cuadrupedos en un establo. Algo así como un surrealismo de unitario dedicado al discreto encanto de la boliburguesía. No en vano, luego asistimos a una secuencia onírica, con todo y disfraz del Zorro, donde el chico le canta una balada cursi a su amada «Cheila». Sólo faltó la mudita para completar el cuadro posmoderno y rococó.

Por su lado, los parientes humildes de «Cheila» continúan apegados a su rutina de clan mafioso, al esconder secretos, hipotecar inmuebles ajenos y dañar el camión cava de su generosa mecenas. El pescado podrido lo llevan al interior del hogar dulce hogar, en una secuencia equiparable al caso PUDREVAL. Adentro pelean a diestra y siniestra, a merced de la predica de unos personajes «canallas», de una sola pieza, despojados de humanidad. El colmo de la ausencia de matices arriba con el previsible conato de violación de Luke Grande a la «francesita» en un baño. De Venevisión total. En la película, el sexo es sinónimo de tabú,muerte, humillación y amenaza.

El costumbrismo de «Cheila» huele a comida vencida y reciclada de la dieta de la señal abierta. La supuesta apelación al realismo social nunca es tal y siempre culmina en una reproducción artificial de lo «popular», rayana en la parodia y el remedo fallido.
De igual modo, ocurre con la sana intención de recrear el mundo «gay» de Cheila, reducido a una serie de postalitas y barajitas descoloridas o pasadas de moda, inspiradas en una movida madrileña desgastada por Almódovar en los ochenta y noventa. La protagonista se va de marcha con sus «manas» y caemos de inmediato en un grado superior de terreno común, el de los clichés de la cultura homo.

El cine queer es un asunto complejo, para tomárselo en serio. Por ejemplo, en el imperio, son unos duros haciéndolo y llevan años perfeccionándolo. Sus pioneros son cientos y proceden del campo underground. Mis favoritos son Jim Sharman(The Rocky Horror Picture Show), John Waters(Pink Flamingos),Kenneth Anger(Scorpio Rising), Gregg Araki, Gus Van Sant(My Own Private Idaho) y John Cameron Mitchell(Hedwig and the Angry Inch), por no hablar de palabras mayores fuera de Norteamérica y Reino Unido. Me refiero a los tres titanes europeos: Visconti,Passollini y Fassbinder. Frente a ellos, «Cheila» es una niña de pecho.Una tímida, pacata y pudorosa fotocopia, sintomática de su época.

Existen dos fragmentos musicales de procedencia glam. Ambos son resueltos con poca gracia, cero imaginación y mucha improvisación, al punto de fallar en los «playbacks» y sucumbir al reinado de lo chabacano-rochelero-frívolo-sensacionalista-amarillista, tipo los «Pepazos de la Pepa». Pregunta incómoda: ¿Hasta cuándo vamos a seguir repitiendo el numerito de «La Lupe» de la noche caraqueña?Es momento de quemar etapas.

En vez de poner a cantar a momias sin vida y ritmo en planos frontales, hubiesen contratado los servicios de una profesional como «Stayfree».

Por último, la acumulación de flash backs «pedagógicos» y «explicativos», termina con la guinda de un asesinato en la playa. Y en la playa también sucede la peor tragedia para Cheila: incomprensiblemente explota su camión cava, al iniciar un trayecto de huida, encender un cigarrillo, salir del camión, dejar la colilla en un cenicero y provocar el fuego con un bidón de gasolina, ubicado en el puesto del copiloto. Segunda pregunta incómoda: ¿al entrar al camión, ella no olió el tufo de gasolina?Definitivamente nos subestiman.

El epílogo es bien ilustrativo de nuestra lectura. La contradictoria «Cheila» se conforma con largarse con su música para otra parte, para Canadá, y desde allí despide la función en un «happy ending» de formato de película suburbial. Todos contentos, todos tranquilos,todos realizados, todos en busca de su destino.
Por vía Skype, se nos narra y subraya el desenlace de cada personaje. «Cheila» con su novia y una niñita de compota Herber, emprenden la retirada en una Canadá de mentira, reconstruida en una urbanización de Caracas con neblina(si mal no distingo, parece «Nueva Casarapa»). El mundo feliz radica entonces no en el mar de la felicidad sino al norte de la frontera. Paradójicamente, cualquier semejanza con el sueño americano de «Blind Side» y «Precious», no es mera coincidencia.
El cine revolucionario del siglo XXI, se amolda a los esquemas de los espejismos de Hollywood. Vaya mezcla, vaya pasticho indigesto con sabor a menú de fast food, al calor de mitologías como la leyenda «del emprendedor individualista» y la fábula del «self made man». Incluso, deconstruidas recientemente en obras maestras de la talla de «Petróleo Sangriento» y «The Aviator».
En cambio, «Cheila» prefiere adaptarse al imaginario de la tragicomedia republicana, de restauración post once de septiembre, a paso de cangrejo.Un atajo del gusto del espectador promedio, apaciguado en su burbujita de cristal.
No hay por qué temer.
Cheila no va a herir la sensibilidad de los señores y las señoras educadas por el manual de Carreño.
Espere pronto la misión Cheila de cambio de sexo con vacaciones pagas en Canadá.
Un atraso frente a lo adelantado por «Hermano».
Seguimos en la búsqueda del «Milk» venezolano.

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