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Surfeando en Waikiki

n628396619_2083645_37241No me refiero a la que queda en la paradisíaca Hawaii, no. Esta no es una playa cualquiera. A la que hago referencia queda en Cumboto Norte, Puerto Cabello, junto a uno de los muelles de carga. Supongo que la ironía es lo que da pie a su nombre; pues no tiene arena, ni palmeras y ni de vaina es azul. De hecho, dudo que pueda ser considerada una playa según los estandares que todos manejamos. Una pila de colchones viejos, cauchos usados, cocinas oxidadas e infinidad de objetos plásticos rotos hacen las veces de orilla, surcados únicamente por un canal de aguas putrefactas que descarga allí toda la inmundicia que acumula en su trayecto por la ciudad. Nunca fui a La Guaira después del deslave, pero supongo que así es como debe haber lucido en los primeros días.

Llegar al agua sin cortarse un pie es parte del desafío. Si pierdes en esta primera prueba, te sale un toxoide antitetánico y reposo de 15 días como mínimo. Yo iba de último en el pelotón, así pude esquivar ese campo minado mientras mis compañeros iban a grito pelao’ valientemente dejando su carne en los vidrios, palos y clavos. Una vez en el agua comencé a remar sobre mi tabla. El agua de allí, por así llamarla, tiene la extraña propiedad de no mojar. Es como una cera líquida muy fluida, seguramente volátil, que despide un olor alquitranado. Ante la duda sellé mis labios herméticamente, entrecerré mis ojos y seguí adelante con la visión de un oleaje casi perfecto por delante. En el trayecto fui atacado por un amasijo de algo parecido al Nudo Gordiano hecho de nylon. Tras zafarme, sólo pude dar gracias de que no se tratase de alambre de puas o de una guaya despelucada que tiene fama de aparecer de improviso y arrastrar al fondo a los surfistas incautos. Este es el tipo de lugares donde no hay una línea clara que separe las leyendas urbanas de la mas absoluta verdad.

Una vez en el line-up, tuve oportunidad de revisar mi cuerpo detalladamente. Todos mis miembros estaban ahí, ni uno de mas ni uno de menos. Sólo me noté un raspón superficial en la pantorrilla izquierda, pero no me ardía, tal vez la adrenalina disparada por el asco estaba haciendo su trabajo. Debo decir que las condiciones atmosféricas del día estaban excelentes y había poca gente. Tuve una sesión muy buena, oleaje continuo, con potencia, de buena forma y tamaño. Casi tan buena como las que recuerdo de Macuro, ahora invisitable gracias al hampa. También tuve oportunidad de acercarme a algunos de los surfistas locales y notar las feas cicatrices, algunas aún purulentas, que denotan sus años de práctica en este traicionero pegoste. Incluso había uno tuerto, pero la verdad es que me dio un poco de miedo y asco preguntarle la razón. Existe entre ellos una especie de código tácito con las cicatrices, las exhiben con orgullo y se establece una jerarquia que permite a los más marcados ubicarse en ciertas zonas preferenciales para aprovechar las mejores olas. Yo, en medio de mi ignorancia y mi virginidad cicatrizal, traté de posicionarme en una de estas zonas reservadas para los jefes de la horda de humanoides; pero uno de ellos, seguramente una especie de guardián, me apunto con su dedo sin uña y me dijo algo como: “UCA-UCA-MORUCA-WUCA”. La pinga, sin tratar de entender mucho me alejé. Sólo pude notar que, aparte del aspecto sarnoso de su cabeza, el pobre tenía los dientes volados y le era imposible cerrar la boca, por lo que presumo que debe haber tragado mucha de esta agua en su vida.

El resto del día me mantuve en mi lugar, junto a los excecrados de piel lisa, aprovechando unas olas bastante decentes a pesar del ruido poco alentador de los palos y potes plásticos rebotando contra los bordes de la tabla. En un momento en que me disponía a agarrar una ola, me encontré varado remando sobre el lomo de una mantarraya. Mi primer impulso fue darle un golpe en la cabeza y tratar de arañarla, pero fue entonces cuando note que estaba cubierta de pelos y era tan delgada que se hundía bajo mi puño. Examinando sus bordes irregulares me pude dar cuenta de que se trataba de un cuero de vaca completico. Eco, eso ya era el colmo. Además, mi muerte nunca hubiese sido tan glamorosa como la de El Cazador de Cocodrilos. Entre arcadas y grima, di media vuelta y agarré la última ola del día hacia la orilla. En el trayecto, aún con mi boca herméticamente sellada y los ojos entrecerrados, vi como en la orilla a la que me dirigía se iban dibujando las cuatro patas de un animal extendidas hacia arriba. A medida que me acercaba, le vi las pezuñas, su abdomen abultado y un hocico largo. Apenas tuve tiempo de desviar mi ruta para no aterrizarle encima: Era un caballo muerto, tieso e hinchado como un tambor que se movía al compas de vaivén del mar. Vaya escena dantesca, digna de «El Bosco» mas bien. Me vino a la mente simultaneamente “El Padrino”, “El Guernica” y “Caribe Atomico”.

Salvados los obstaculos de la orilla, llegué al estacionamiento. Otro de mis compañeros ya estaba esperándome en el carro con su tabla partida en dos. Dice haber chocado con un pipote metálico o una nevera flotante, no estaba del todo seguro, pero yo juraría que el tipo irradiaba un aura amarillo fosforescente. El sol del mediodía y tanto tiempo con los ojos entrecerrados pueden haberme afectado. Aún hoy no lo sé. Lo cierto es que, una vez en el carro, sonaba en la radio una canción de moda y al tratar de cantarla solo salió de nuestras bocas un breve “UCA-UCA”. El resto del camino de regreso fue un largo e incómodo silencio.

Pityriasis Versicolor me diagnosticó el dermatólogo un par de semanas mas tarde. Un hongo bastante común que causa descoloraciones en la piel como salpicaduras de pintura blanca. Cremita y pastillas por un mes y quede como nuevo. Bastante barato en comparación con el criadero de sabañones radiactivos y miles de otras infecciones que he podido agarrar. Sólo me quedaron un par de marcas simétricas a cada lado de la espalda, como unos bultitos con pliegues horizontales en la piel que no parecen borrarse ni sanar con nada.

A veces sueño que tengo ojos en la espalda

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