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La medida del hombre

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La medida del hombre

Se presentó como un pesado fardo de insuficiencia de cordura, aunque la verdad la mayoría de lo que llega a mis manos tiene ese caris de pulsión a noticia amarillista. Lo importante era dejar de pensar, o tratar de conciliar la realidad con la tontería diaria; para así empezar a detener el flujo de abatimiento metafísico. Sin prisa alguna me coloque encima de mi primera taza de café con desazón en la mirada, parpadeaba, volvía sobre las páginas que pululaban en palabras irreconciliables entre sí, y prometí hacerme otro café al poco tiempo de terminar este capítulo del libro del momento.

Era una edición gastada de La Peste de Albert Camus, un libro correcto para una circunstancia adversa. Dentro de la obra se pueden encontrar frases profundas, odios básicos y emociones humanas que rozan la naturaleza de lo salvaje. El literato franchute es sin duda uno de los mejores visionarios para la situación en que nos hayamos actualmente. A mí se me hace que practica la inmortalidad haciéndose del trabajo sucio de la vigencia. Cuando cierras la puerta de cada capítulo vacilas en una pendiente fascinante, abrazas la hiedra del desánimo con particular satisfacción. No en balde tengo mi ticket hacia el futuro, el presente es un hoyo negro de intermitencias por la persiana en la ventana.

Un día igual a todos los demás que convierten la cuarentena en un tiempo lineal donde la hora, el día y los silencios practican la mimesis. Sin embargo, heme aquí laborando como cualquier enclenque que se quiere hacer de una rutina solo para no decaer en la trampa de la neurosis colectiva. He desarrollado una técnica llamada “horario ficticio” donde me proveo de un elemento básico en el devenir para no contradecirme; y esperar el momento de volver a mi vida de mierda de siempre. Estoy como un árbol esperando la lluvia.

Un mensaje de texto me indica que debo seguir correspondiendo a mi tarea diaria, es parte del circulo: si no produces no comes, si no comes mueres; y si mueres quién demonios te va a fastidiar la vida después, si la vida es cien veces absurda es mejor que estar muerto.

Encender el radio es una cantaleta que no tiene reparo. Un discurso obsesivo sobre mantenerse antisépticamente, higiénicamente, y obstinadamente fuera de peligro. Resguardarse parece la meta de la raza humana, que pende de un hilo para no extinguirse. Y las hormigas siguen trabajando allá abajo, mientras nosotros nos preocupamos por la economía, el libre mercado y los impuestos que nos devolverán nuestra “normalidad” anhelada.

El paisaje está poblado de incendios que desfasan en un agreste lívido purpureo la atmosfera circundante. De un tiempo para acá, luego de semana santa, las posibilidades de que la lluvia pueda lavar toda la mierda que nos ha sobrepasado los límites de la tolerancia se ha hecho de rogar. Un calor abominable escupe exhalaciones fantasmales, terroríficas y hediondas a mortandad. No aquella de la que hablan los noticieros, una mucho más dramática, el espíritu.

Una tarde gris donde me hallaba asfixiado de tedio leo entre líneas la coartada de un tipo que se ha hecho fanático de la limpieza, un emprendedor del caos que percibe aduladores: un hallazgo sustancioso para los voceros apocalípticos. Este tipo pretende haber encontrado la cura para el famoso “virus” que nos mantiene sumidos en la depresión inducida. Este fulano dice que el remedio es más que evidente, “se encuentra al alcance de todos, desinfectante y enjuague bucal para quitar el mal sabor”. Menuda cagada, pero genial para seguirle escurriendo el epíteto de “estupidez” a la naturaleza del ciudadano común.

Los griegos afirmaban que el hombre es el único animal capaz de pensarse dentro de su propia circunstancia. Esto es un hecho irrefutable, la interpretación que les hiciera Nietzsche a los capacitados helenos es materia de otro costal. Naturalmente, para mí la hermandad que existe entre los animales y nosotros se emparente con la capacidad que tenemos de devorar para sobrevivir. A pesar de ser seres racionales, pensantes, con capacidad para transformar su entorno; no somos más que maquinas deseantes, impregnadas de lívido salvaje acomodado a los impulsos. Y esto no lo digo yo, bien se desarrolló de las plumas de inminentes pensadores del psicoanálisis; o bien la llamada escuela de la sospecha. Esta última es un trio musical que fustiga las particularidades que enconan, y siguen trayendo roncha a niveles insospechados en la sociedad humana. Bien sea porque sus vidas fueron arrastradas por la desgracia particular, el amor se les negó como un sueño traslucido o el misticismo era parte de su naturaleza sagaz. Sospecho por mi parte, acusado de intolerancia filosófica, que dentro de muchos años seguiremos muertos, condicionados o alienados a conceptos estructurales que nos mantendrán atados. Sobreviviremos, ¿a qué costo? No lo sé.

Yo no tengo más que mis manos para seguir desarrollando palabras que cortan el papel en proporción a mis pensamientos. Como una navaja de afeitar que derriba patrones de filamentos que se vuelven un estorbo para la persona que exhibe una barba de mendigo, el pelo hasta los hombros y los ojos bañados en triste abnegación. Obtengo lo que soy de lo que he sido, disimulo con parsimonia el haber encontrado un significado dentro del juego de cartas que me han puesto sobre la mesa, aunque el azar tienda sus redes hacia la fatalidad. Un demonio se enfoca en sostener mi aliento con su dulce voz, imitando la espada justiciera de los ángeles. Sonaré simbolista pero no lo soy, apenas y puedo contraer nupcias con la metáfora, aquella dama de niebla que no conviene a los solitarios.

Otro día en que puedo extender la bandera de la libertad sin cortapisas, diluyendo temas sobre pastiches de voces que cumplen con su deber humano: medir al hombre sobre sus propios pies.

Que esta cuarentena se extienda todo lo que deba, pueda o cultive sobre los seres humanos la disposición a ser animales salvajes o domesticados, poco me importa. La condición imperfecta que nos determina será el ingrediente donde se cultiva lo mejor de un rencuentro tímido y necesario con el yo.

Heráclito tenía mucha razón, vamos siendo como el río que nunca se detiene, una puerta que se abre a la transformación inexorable.

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