País enfermo

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Hay virus de virus y países de países. Los nombres de los virus, será mejor dejarlo a los virólogos, pero al país de esta historia podemos llamarlo: Kilombo.

Contaba con una gran extensión de tierra que contrastaba con su falta de organización y experiencia en los temas propios de una nación. Sus riquezas han debido ser suficientes para que cada kilombino que había existido y faltaba por existir, tuviese su monedita de oro, pero no se encontró nunca una razón suficiente, más que aquel primer virus que los arropó, que explicase el deterioro de aquel pobre país rico.

En raras ocasiones un virus se hace ciudadano, pero en él atípico caso de Kilombo el virus se hizo del poder. Entonces estar enfermo fue la norma.

Muchos años y generaciones pasaron, suficientes para dejar atrás cualquier opción de cura y ante la terrible realidad de la desesperanza, la resignación se dejó colar como opción inteligente.

Los kilombinos fueron vencidos y comenzaron a procurar la enfermedad, a tratar de infectarse con la mayor intensidad y tiempo posible. El virus nunca se imaginó tan exitoso, tanto que comenzó a escasear, y el acceso a lo infeccioso comenzó a ser una cuestión de élites, dejando al resto y mayoría del pueblo kilombino sin virus, pero con hambre de enfermedad.

Todo el país entró en una época oscura y de abandono, interrumpida brevemente por aquel presidente y su discurso en el balcón de la plaza. Algunos pensaron y piensan que ese fue el día donde todo cambió, pero la experiencia que no tenían, hubiese podido recordarles que las soluciones perfectas suelen ser unánimes.

El discurso estuvo lleno de adrenalina y mensajes viejos disfrazados de palabras nuevas. Luis, Felipe y Juan, dueños honorarios del banquito hacia el extremo sur de la plaza, escuchaban con la misma inexpresión y crítica de todas las tardes.

–¡Por décadas! –vociferaba el nuevo presidente– estuvimos sometidos al mismo virus disfrazado de enfermedad de primer mundo… pero los supuestos líderes del pasado nos trajeron un vulgar dengue y nos dijeron que todos tendríamos acceso. Pretendían que nosotros, el pueblo mismo y su ignorancia, los mantuviesen en el poder. ¡Pero hoy!… –con cada frase el eco parecía extenderse–, es el día en el que el ¡pueblooo!… ¡se convierte en el nuevo líder!.

La gente poco a poco se hacía gentío alrededor de la plaza y apoyaba cada frase con un aplauso, un grito o lo que fuese que su alma tuviese a la mano.

Luis escuchaba el discurso con cierta esperanza, había algo en aquel presidente que lo atrapaba, posiblemente lo mismo por lo que Juan lo detestaba. Felipe que siempre tenía un aire de superioridad, prefería no tomar posiciones todavía y escuchaba cada detalle.

–¡Hoy es el díaaaa! –continuaba el entusiasmado líder– que finaliza el yugo… de aquellos pocos que quieren… toda la enfermedad para ellos. Les enseñaremos a todos los enemigos de Kilombo, que somos un pueblo dispuesto a luchar por lo que nos pertenece y que reclamaremos a partir de ahora nuestro derecho a estar enfermo.

Los aplausos eran ovaciones, los gritos alaridos.

–¡Hoy es el día, en el que el dengue muere y nace el mayor proyecto de inclusión que Kilombo haya visto… LA CHIKUNGUNYAAAAA!!!!.

La euforia arropaba la plaza, quizás reflejo de un largo desahogo pendiente.

Luis ya se había dejado llevar por la emoción y estaba abrazado con unos cuantos. Juan no se iba de allí porque su apego al banquito todavía era mayor. Felipe continuó observando sin mencionar palabra por un par de horas más, hasta que regresó Luis. Entonces dijo sus primeras palabras.

–¿Eso no es… como la misma vaina?.

Luis y Juan se indignaron.

–¡NO!… –exclamaron ambos.

–¡Es mejor! –dijo Luis.

–¡Es peor! –dijo Juan.

Felipe supo que aquel día estaba lejos de ser una solución para todo el pueblo Kilombino.

–Ellos han dicho –saltó primero Luis– que esta vez si alcanzará para todos, que cada quien tendrá su gota infectada y así estaremos todos enfermos. Además, no es algo tan común como el dengue. El chikungunya, tiene hasta mejor nombre, es de nosotros, es del pueblo Kilombino. Es la salvación te digo.

–¿Una gota?…–escupió Juan su comentario–, ¡Ja!, eso no alcanzará para nada y seguro habrá que hacer colas grandísimas porque ellos quieren controlar todo. Recordaremos los tiempos cuando el dengue andaba libremente por las calles. ¿La salvación?… A mi me suena que son los mismos chupasangre pero de distinto charco.

El silencio intercedió en nombre de su amistad y no permitió que la conversación avanzara más. Ya habían dicho suficiente por ese día.

–Ya veremos– cerró Felipe la conversación.

Cada quien se montó sobre el camino que conducía hasta su casa, todos pensando inevitablemente en el futuro de Kilombo y en esta nueva enfermedad, importada de un país hermano que se había vendido como propia.

Kilombo, a pesar de su juventud, conservaba raíces democráticas, y los Kilombinos habían hablado. Solo quedaba ser testigo del porvenir y esperar que las gotas prometidas rindieran para todos.

*****

Como en todo aprendizaje empírico, los años tuvieron que acumularse para que los kilombinos entendieran que la chikungunya no es tanto lo que duele, sino el tiempo que pretende quedarse contigo.

Desde aquel discurso en la plaza, todos entraron en un cuadro febril altísimo, infeccioso y de reposo necesario. Fueron momentos de dicha para los kilombinos, todos estaban en cama disfrutando de su malestar y los pocos que no creían en ella solo les quedó imitar hasta el extraño caminar de los infectados. El que no estuviese enfermo se tomaba como traidor. La demencia febril arropó al país y permitió que el virus se comportase como lo que es y destruyera todos los recursos a su alrededor en cada espacio que ocupaba. Demostró ser un virus inteligente, se dejaba colar disfrazado de dengue utilizando el mismo sistema, o por lo menos uno bastante parecido, en el que la sociedad ya confiaba, el patas blanca. Tenía su propia personalidad y su propia agenda. Al principio, rumores acusaron sus verdaderas intenciones, pero el pueblo estaba cansando de aquel viejo dengue sin rumbo y sin sazón de los últimos años. Una salida se había hecho necesaria, pero con tanta hambre, cualquier montón de basura parece pila de oro.

La chikungunya se vendió como un cuadro clínico menos complejo que el dengue, incluyente, nada amenazante y, con la bandera de lo patrio el porcentaje de infección que alcanzó fue total.

Atacó solo en los sitios estratégicos, cual general militar, y su mejor arma fue la ilusión de movimiento que creo entre los kilombinos. Todo el pueblo hablaba y pregonaba la libertad para moverse a voluntad, pero solo aquellos que intentaban tomar una dirección distinta descubrían la dura realidad, y es que el dolor correctivo del virus, era tan fuerte que parecía invento, los gritos tan intensos que se perdían en el silencio y la evidencia tan abrumadora que se hacia invisible.

Afectaba fuertemente las muñecas, los codos y los tobillos, reservando para aquellos más rebeldes el golpe favorito de quien ejerce como suyo el poder, directo a las rodillas.

Dejó de ser opcional hacer las colas para adquirir la gota del año. Kilombo se paralizó e incluso quienes nunca se dejaron picar, comenzaron a padecer los síntomas. El objetivo se había cumplido, Kilombo era un país enfermo y el virus reinaría para siempre.

*****

La plaza siempre había servido para narrar de manera elocuente la realidad nacional. Su estado parecía ser el reflejo de un sentimiento compartido por todos los kilombinos y el guión de los últimos años contaba una historia que nadie quería escuchar, llena de duras verdades sobre aquello que kilombo había dejado de ser. El polvo adornaba toda la escena, el descuido se merecía el rol de protagonista y la falta de progreso completaba un reparto que nadie disfrutaba. Para contar la historia actual de kilombo, el blanco y el negro hubiesen sido suficientes.

El banquito hacia el extremo sur de la plaza, que en su buenos tiempos hubiese soportado hasta cuatro adultos, hoy temblaba y rechinaba con la visita de los tres amigos de siempre. Tanto era el deterioro que solo dos de ellos se sentaban al mismo tiempo, quizás temiendo que el banquito finalmente cediera, era el único que había sobrevivido.

Juan, que siempre estuvo en contra de la chikungunya, prefería sentarse al lado derecho del banquito. Allí descubrió que sarna sin gusto solo termina en un terrible caso de consciencia a la piquiña, que nubla el juicio e ignora la evidencia de que rascarse solo empeora todo. Fue obligado a sentarse y allí entendió que permanecer inmóvil, no cura la enfermedad pero alivia los males. Luis, que había llevado la peor parte con respecto a los dolores, dejaba que su orgullo lo mantuviese de pie, dejando su puesto a la izquierda del banco, vacío. Felipe siempre analizaba un poco mejor las cosas y por eso tomaba el centro de banquito, donde lucía todo más estable y sobre todo menos complicado. Así los tres amigos fueron todos los días, como quien se presume alcanzado por el destino, a encontrarse, quejarse y atribuirse culpas mutuamente, en aquel banquito donde ya no cabían todos.

En ese lugar de la plaza se sentían en primera fila para lo que fuese a ocurrir, aunque nunca esperaron que algo realmente sucediera. Pero aquel día, el destino y los cuentos agotados de la tertulia guardaban algo distinto.

–¿Que estará pasando hoy? –preguntó Luis, quien se quejaba poco para no revelar que la chikungunya ya no era de su agrado.

–¿Que va a ser?…–dijo Juan, señalando una conmoción camino a la plaza– seguro otro de los discursos esos para decirnos como el dengue fue lo peor para Kilombo y que la chikungunya es lo mejor del mundo. Más de lo mismo.

–No –interrumpió el adolorido Felipe–, se trata de una gente que está promoviendo una solución a todos nuestros problemas y dolores.

–¿Solución?…–interrumpió Juan– otra enfermedad seguro, ahora le irán a poner virus intergaláctico patriótico supremo, pero esta gente solo sabe de chikungunya y mientras los pendejos como Luis le sigan creyendo y los ilusos como nosotros creamos posible que el patas blanca recapacite, tendremos dolores para rato.

–Que enfermedad ni que nada –dijo Felipe–, ellos andan diciendo que mejor es curarse.

–¡Aaahh!…–refutó Luis– como si en Kilombo las enfermedades pudiesen dejar de existir. Los gobiernos de las últimas décadas se encargaron de destruir todo. Aquí no queda nada sino seguir enfermos, por eso yo prefiero la chikungunya.

Felipe observaba a sus amigos con un poco de lástima. No porque la amistad se hubiese perdido, pues allí estaba, sino por la insensatez de discutir sobre cual enfermedad era mejor, defender a uno u otro patas blancas no parecía tener mucho sentido. Veía con impotencia la incapacidad de todos los kilombinos para entender que estar sano todavía era una opción. Felipe guardaba un espacio de rencor en su amplio corazón para los gobernantes que habían usado el poder, para hundirnos en la miseria de quien envidia un malestar.

Los pensamientos de Felipe fueron interrumpidos por el tumulto de gente que se acercaba a la plaza siguiendo a un joven que tenía una forma peculiar de caminar, propia de un líder nacido. Los viejos políticos de Kilombo, siempre caminaban erguidos con una ligera inclinación hacia atrás, casi esperando el aire de los abanicos imperiales, una posición de quien se adjudica un poder divino y no de alguien que pretende el servicio. Este nuevo muchacho, que decían estaba atrayendo grandes multitudes, tenía un nuevo andar. Usaba pasos largos, entendiendo lo extenso del terreno, y pisaba firme, pues parecía llevar el peso del mundo encima. Su cuerpo se inclinaba hacia adelante por el esfuerzo de arrastrar masas y así podía ver el suelo de su próximo paso. Ver al muchacho se sentía como lluvia de agua fresca, de esas que hasta lavan.

–Buenos días amigos– les dijo el joven a los tres viejos amigos, representantes fehacientes de la poca variedad de opiniones entre los kilombinos de hoy.

–Buenos días –respondió Felipe, mientras Luis y Juan dejaban al prejuicio nublar sus pensamientos.

Luis no se aguantó.

–Yo se quien eres tu… y te digo que ninguno de nosotros quiere nada contigo.

–No es necesario que hables por mi –dijo Juan, aunque tampoco le agradaba el muchacho.

–Amigos –dijo el joven con risa liviana–, yo no vengo a molestarlos ni tratar de convencerlos. Solo si ustedes quieren les puedo hablar de un camino distinto al que hemos arrastrado por tantos años.

–¿Camino distinto? –opinó Juan con sarcasmo– yo se lo que nos vas a decir y no eres el único que lo anda diciendo. Por allí andan otros con el tema de curarnos y para serte honesto, la solución de los demás luce un poco mejor, por lo menos más rápida.

–De que hablas –preguntó Luis, fingiendo inocencia sobre el tema de las alternativas que se manejaban.

–Tu sabes –le dijo Juan–, en la calle de atrás están el grupo “Sangre nueva” y mas allá los del mosquito.

–Ah si…–dijo Felipe– como si tu fueras a dejarte cortar un brazo o una pierna.

En kilombo, especialmente dentro las nuevas generaciones, habían surgido fantasías con la idea de curarse. El grupo “sangre nueva”, dentro de su radicalismo, planteaba una teoría donde afirmaba que cortando un miembro del cuerpo, se podía dejar drenar todo lo malo e inyectar sangre renovada que limpiara todo el organismo, para ellos continuar con un brazo menos era un precio justo para dejar atrás la enfermedad. Gozaban de muchos simpatizantes y aunque nadie realmente había tomado el primer paso, la sencillez de su concepto calaba como discurso.

Una segunda alternativa, igual de radical, se habría paso entre los opositores de la chikungunya. El grupo “no al mosquito” ponía en el centro del objetivo al patas blancas. Justos y pecadores se entendían como el único responsable del malestar y era necesarios exterminarlos a todos. No se conocía muy bien lo que ocurriría después de la aniquilación, pero garantizaba el fin de la chikungunya, según ellos.

–Tienes razón querido amigo — respondió el joven político a los ataques de Juan.

Miró una vez más al trio de amigos como buscando en sus almas y con un poco de dolor, reconocía los corazones golpeados.

–La solución que nosotros ofrecemos es un poco más lenta que los demás, pero por varias razones. Primero no queremos que nadie se tenga que cortar un brazo o algo parecido, suficiente sangre mala hemos tenido con nosotros los últimos años… y para serles honesto, una solución que indique el exterminio de cualquier cosa nos parece la peor de las enfermedades.

–¿Y que propones tu entonces? –Preguntó Luis para sorpresa de sus amigos.

–Bueno… lo primero que debo decirles es que yo sufrí la chikungunya, con muchísima intensidad, tanto que pensé que moría. Mi única opción fue mirarla de frente, enfrentarla y curarme….

El cuento se volvía interesante.

–Y lo logré.

Felipe miraba de frente al muchacho, los otros volteaban la cara, como para acomodar la oreja y escuchar mejor, tratando de aparentar desinterés.

–Entendí que para no estar paralizado solo hay que moverse. La chikungunya tiene la intención de sentarnos pero la voluntad camina más lejos que las rodillas. Desde ese día y con mucho cariño por Kilombo, fui probando varias cosas hasta que pude armar un plan que he venido compartiendo con todos estas personas que hoy me acompañan y quisiera explicarles.

Los tres amigos se quedaron callados, ni negando o afirmando, solo escuchando.

–Al levantarse, tienen que tomarse un caldo preparado con ingredientes de nuestra tierra, eso les ayuda a volverse a sentir parte de Kilombo. Nadie puede entender lo que no ama y es importante que nos acordemos del beneficio, privilegio y lujo que gozamos por el hecho de haber nacido aquí. Les garantizo, no hay nada como una sopita por la mañana para impregnarse de nuestro país.

Los tres amigos se reían. Una risa propia de quien descubre la sencillez de lo complejo.

–Cuando ya estén bien despiertos hay que comenzar con una serie de ejercicios. Poco a poco eso sí, tenemos mucho dolor acumulado en el cuerpo. Al principio son ejercicios individuales, pero en lo que sientan progreso lo más recomendable es salir a ayudar un vecino, hay algo en la bondad que ayuda a la sangre circular mejor.

Luis y Juan se miraron como kilombinos que son para reconocerse el uno a otro. Tenían tiempo que no lo hacían.

–En algo de tiempo y con esfuerzo, podrán llegar a media mañana sin dolores, en ese momento es hora de buscar un oficio. En estas épocas resulta fácil, pues la enfermedad nos alejó de lo humano en un trabajo digno, todas las profesiones tienen vacante y estamos tan acostumbrado a lo malo, que lo bueno está a la mano.

El peso de la reflexión hizo que los amigos bajaran la cabeza.

–Es cierto que nuestro plan lleva más tiempo de lo que esperan. Sabemos que algunos han esperado lo suficiente y también es verdad que la chikungunya no promete nada. Pero hay males que se arraigan en el alma, afincándose en el inocente, en el no educado. Por ellos debemos recordar nuestra condición de kilombinos y por nosotros mismos, tenemos que pararnos todos los días. A mí me gusta, de paso, terminar el día con un baño de cariaquito…¡pero no morado!… el mío es tricolor.

El banquito sin darse cuenta tenía los tres amigos sentados al mismo tiempo. Al dejar los prejuicios por fuera todos cabían sin problemas.

El joven no podía quedarse más tiempo, las masas convencidas lo empujaban, aunque el sabía que valía más la pena conversar con los más enfermos. Con su gorra y su camisa blanca dio otro largo paso y le dio la espalda a los tres amigos.

Luis y Juan voltearon sus caras para no verse a los ojos. Felipe trataba de leer lo que decía en el reverso de la camisa del muchacho de las verdades.

Leyó lo que decía y se quedó pensando en lo absurdo de escoger un lado, en el tiempo que había estado enfermo, en su amistad con los enemigos y en el banquito que nunca quiso dejar para que no le pasara nada. En ese momento entendió que la mejor manera de cuidar el banquito de todos es curarse primero, ¿si no puede ni apretar una tuerca como piensa afianzarlo al suelo?, ¿sino es capaz de barrer el piso como hace para no caminar sobre la basura? ¿Sino puede dejar de defender a sus amigos como rayos se van a reconciliar?.

Se apretó las rodillas para sentir el dolor y poder ponerse por encima de él. La voluntad lo ayudó. Se puso de pie y comenzó a seguir al muchacho. Luis y Juan miraron sorprendidos, se habían quedados solos en el banquito, uno en el extremo derecho y otro en el extremo izquierdo.

Felipe comenzaba a creer en el muchacho, pues sentía el dolor dentro de sí gritando, pero de agonía más que por autoridad. Podía sentir que sería un largo recorrido, pero la gente alrededor parecía renovada aunque todavía en dolor. Todos mirando al muchacho que iba de primero, incansable, con su mensaje en el reverso de la camisa.

“¿Y si nos curamos?”.

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