Mi vida, a través de los perros (LXVI)

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Una de las primeras cosas de las que me ocupé a mi regreso fue, como le había ofrecido a Aurora, de la compra de un computador personal para estar en mayor contacto con ella. Ya nuestra comunicación no iba a depender de la ineficiencia habitual de las compañías de correo, sino que viajaría rápida y sin obstáculos a través de internet. Claro, esa era la expectativa, pero la realidad era bastante decepcionante: la velocidad que brindaban los proveedores de internet, a través de las líneas telefónicas a las cuales se conectaban los computadores utilizando un módem de 28 KBS, o a lo sumo 56, era ínfima. Sin embargo era siempre mejor que esperar semanas y semanas por una carta.

Ese aparato instalado en la sala de mi casa fue toda una revelación. Como mencioné anteriormente, era un lego en temas relacionados con la tecnología. Pero las posibilidades que me brindaba ese computador me subyugaron desde un principio. Era un paliativo para la soledad: no veía el momento de regresar a casa después de un largo día de trabajo para sentarme frente a él y pasar horas y horas navegando por las diferentes páginas que iba descubriendo. Aún en esos tiempos primitivos ya había de todo: páginas de viaje, literatura, arte, sexo, cocina y cualquier otra área del conocimiento tenían cabida en lo que ya comenzaba a llamarse el ciberespacio.En un principio mis búsquedas fueron atolondradas y sin mucho método, era como entrar en una enorme tienda por departamentos y no tener muy claro lo que se quería, y marearse por la enorme oferta de mercancía. Pero poco a poco fui entendiendo mejor los mecanismos, y diferenciar entre los contenidos valiosos y las chatarras que andaban diseminadas por allí.

Por supuesto me empleaba a fondo con el correo electrónico, razón principal de esa adquisición. Creo que le mandaba a Aurora unos cuatro o cinco correos diarios, con cualquier tontería que se me ocurriera, y ella me los respondía de buena gana al principio, pero como es natural poco a poco se fue aburriendo y muchas veces mis mensajes quedaban sin respuesta. Eso me generaba cierta angustia, revisaba el buzón de correos recibidos cada cinco minutos a ver si había correspondencia, y me impacientaba cuando no era así. Comencé a desarrollar una especie de obsesión, hasta que por mi propio bien logré calmarme y entender que las cosas no tenían por qué ir al ritmo que yo esperaba. Y también me moderé en los envíos, y mandaba solamente cosas que consideraba relevantes o interesantes. Como las fotos que le tomaba a Caruso: le había hablado bastante de él a la niña, tal vez magnificando un poco sus reales dimensiones (aunque en realidad era un animal grande y poderoso) y ella manifestaba curiosidad por verlo. Entonces, utilizando un scanner que había comprado junto con el computador, digitalizaba las fotografías que le tomaba al perro y se las enviaba a Aurora. Ella hacía lo mismo con su pastor alemán, y entramos en una sana competencia a ver cual perro era más fiero, más inteligente o más fuerte. Sus respectivas proezas eran inventariadas, comparadas y comentadas por nosotros. Así podíamos pasar largos períodos, sintiéndonos más cercanos a pesar de la enorme distancia que nos separaba.

Un día, en esas navegaciones errantes, llegué a una sala de chat. Ya algo me habían comentado sobre esos lugares, y me habían advertido que no fuera a dar detalles privados, así que me cree una personalidad ficticia y un seudónimo, y comencé a participar. Era un submundo extraño y surrealista, en donde todo podía tener cabida, y gracias al anonimato no había moderación en las confesiones. Al principio me limitaba a leer y si acaso a responder con monosílabos, pero poco a poco comencé a involucrarme más y a interactuar con algunas participantes (claro que me refiero a la identidad virtual, me imagino que muchas de las personas que se identificaban como muchachas de 25 años eran en realidad hombres de 50 cumpliendo alguna fantasía). Aunque estaba advertido de los chascos en los que podría caer, la soledad es mala consejera y fui relajando poco a poco la guardia. Llegué a entablar amistades virtuales con algunas de ellas, llegando a deslizar algún detalle que hubiera sido mejor dejar oculto, tal como mi profesión, mi zona aproximada de trabajo, mis horarios. La necesidad de contacto humano y la facilidad de ese medio se conjugaron para ser sucedáneo de las relaciones interpersonales.

Un día ocurrió lo inevitable: una de las mujeres con las que era más asiduo me propuso saltar de lo virtual a lo real. Me mandó algunas fotografías, y me pidió encontrarse conmigo en un local nocturno. A pesar de que todo me decía que esa era una pésima idea, la curiosidad me impelía a aceptar esa proposición, y accedí a ella. Sin embargo a última hora algo de sentido común afloró, y no acudí a la cita. Quien sabe, tal vez me perdí de la mujer de mi vida, o me salvé de haber sido secuestrado, robado, o quien sabe qué otra cosa. Eso es lo bueno de la vida virtual: uno puede zafarse de ella sin muchos contratiempos. De hecho, más nunca volví a entrar en esa sala de chat, y desaparecí en la noche cibernética sin dejar rastros.

Mientras tanto continuaba la convulsión en el país. Se acercaba el cierre de la campaña política y la candidatura del exgolpista, contradiciendo mis pronósticos de pobre analista político, subía como la espuma. En un acto de pánico el resto de los partidos, presintiendo que se acercaba una debacle de proporciones escandalosas, decidieron aglutinarse alrededor del único candidato que podía hacerle algún contrapeso a esa figura que crecía cada día en las encuestas, gracias en parte a su carisma personal pero sobre todo por el apoyo irreflexivo que le proporcionó cierta élite del país, poseedora de medios masivos de comunicación y de gran influencia en la opinión pública. Fue así como la ex reina de belleza y el viejo caudillo veían como su propia gente los abandonaba, en un fútil intento de parar esa fuerza inexplicable para ellos.

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