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Juanita Reverón

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Amara, por Susana Meza
Amara, por Susana Meza

Cuando Reverón fue enviado al manicomio por última vez y para siempre, Juanita rápidamente murió de tristeza, dicen los cronistas. Murió ahogada por la espuma blanca, prístina y cegadora, de un oleaje de recuerdos; murió aplastada por la oscuridad de El Castillete, donde la luz había decidido partir junto con Reverón para no volver; murió de silencio y melancolía. Murió de cordura y abandono; porque incluso el último de los Panchos decidió marcharse, sin ánimos de mirar atrás. Tomó una maletita de cuero, y metió allí algunos de sus cachivaches y medio racimo de cambures. Se marchó a la selva que rodea las playas de Macuto, para alfabetizar a los monos que se encontrara en su camino, y enseñarles a usar, también, tenedores, corbatines y sombreros. Con el último Pancho y la luz, también se fueron las visitas. Juanita se quedó sola en un rancho laberíntico lleno de muñecas; en un harem de concubinas enamoradas, sin su señor. Pero también las muñecas empezaron a marcharse poco a poco. Cada noche, Juanita contaba a sus compañeras y a la mañana siguiente una hacía falta. Algunas aparentemente lograban escapar ilesas. Pero a otras las encontró a medio camino de huida. Una despeñada por el desfiladero delante del rancho, siendo devorada por los cangrejos de la playa. Otra, destazada en los bordes de la selva, quizás por un cunaguaro o algún felino mayor. Una última destripada por zamuros daltónicos, que no hacían diferencia entre trapo sucio y carne humana.

Pero todo acabó cuando se terminaron de marchar los pájaros. En la malla del patio, no quedaban ni los piojos de algún pajarito de papel. Sólo entonces, la luz terminó de abandonar cada espacio respirable, y las tinieblas inundaron El Castillete. Juanita tuvo que aprender a caminar a tientas, a vivir a tientas, como un ciego, como un lúcido, incluso a plena luz del abrasador sol de la costa. No era posible ver un solo color en kilómetros de paisaje; ni amarillo, ni verde, ni naranja, ni azul… ni mucho menos blanco.

Juanita entonces abrió el baúl de Armando y sacó sus ropas. Cosió y descosió a ciegas y los arremendó a su medida. Se puso la ropa raída encima y se subió a un cocotero. Despeinó docenas de cocos y con sus pelos se hizo una barba poblada, con la que adornó la mitad de su cara y se hizo también un vello corto y rizado que rellenó buena parte de su pecho y abdomen. Cambió el color de su piel con los patuques blancos de Armando. Buscó los pinceles, las telas, el atril, se sacó la camisa, se ató un mecate fuertemente a la cintura, tan fuerte que cortaba la respiración y las ideas, y comenzó a pintar. Poco a poco Juanita se fue diluyendo de El Castillete, y la luz comenzó su lento regreso. Con Armando Reverón una vez más en su rancho trabajando todo el día, un nuevo Pancho se presentó para el oficio de portero, las muñecas regresaron del más allá, por medio de ritos espeluznantes que la misma noche realizó, los pájaros volvieron, esta vez con esposas e hijos, y las visitas comenzaron a tocar a la puerta, esperanzadas de ver al maestro.

Mientras tanto, en la celda de un psiquiátrico, moría rápidamente Juanita Mota, de tristeza, de soledad, de oscuridad y de cordura. Armando, en su rancho, la dibujaba día y noche, con el recuerdo fijo en una obsesión, tratando de traerla de regreso, y con ella, al resto de la luz.

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