Mi vida, a través de los perros (XXXIV)

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Al parecer Lucía tenía el firme propósito de restablecer la situación, ambigua y acomodada a sus caprichos, que sostuviéramos en el pasado, sin ningún tipo de obligaciones por parte de ella, sin ningún tipo de derechos para mí, más allá de disfrutar de su compañía cuando a ella le viniera bien. Se instaló, como era previsible, en el cuarto principal de la casa, es decir en el que acostumbraba ocupar yo. Pero, como todo en ella, fue algo impreciso, que podría variar en cualquier momento y sin aviso previo.

Hablando de la casa, por esos días ya comenzaba a tomar aires de comuna hippie, por la variedad de personajes y horarios diversos que se daban cita en la propiedad. Como era natural, Helga fue construyendo   una red de interesados en su actividad, tanto compradores como colegas o simples curiosos que iban y venían sin cesar, y comenzaban a formar parte del ecosistema del lugar. Siempre respetando, eso sí, mis espacios: nunca penetraron mis recintos privados a menos que yo los hubiera invitado antes, cosa que pasaba con alguna regularidad, sobre todo cuando llegaba la hora del pago mensual de mi inquilina, momento festivo y ceremonioso en el cual escogía alguna pared virgen de ornamentos y colgaba la pintura, brindando con quien estuviera por las cercanías. Ya tenía 6 cuadros de Helga, para mí maravillosos, en palabras de Lucía bodrios absolutos. Pero allí no daba mi brazo a torcer, ignoraba olímpicamente sus opiniones y al contrario los colocaba en lugares privilegiados, con la mejor iluminación posible para poder disfrutar a cabalidad los detalles que, sin sentido de la economía, prodigaba la pintora. En esos momentos estaba en medio de una transición, y de aquel estilo onírico de los primeros cuadros que le conocí comenzaba a transitar por terrenos más abstractos, con algunas reminiscencias del surrealismo de principios del siglo XX. En parte creo haber podido influenciar ese cambio de timón, puesto que en alguna oportunidad le presté mi colección de libros de arte, poniendo especial énfasis en el volumen dedicado a ese período prodigioso de la pintura, en donde se quebraron los códigos clásicos y la experimentación era la norma. Ella quedó deslumbrada con esas proposiciones, ya que venía de una escuela más bien conservadora y respetuosa de las formas tradicionales, por lo que pienso haberle abierto un mundo nuevo, en el cual se sumergió sin medida.

Lucía despreciaba esas manifestaciones, y desaparecía durante algunos días cuando cumplía la ceremonia mensual, sin decir nada, pero con visible mal humor. No creo que  fueran celos, pues no era capaz de albergar ese sentimiento; más bien se trataba de algo territorial. Yo la dejaba hacer, ya estaba acostumbrado a sus desplantes y los tomaba como algo natural, pues después regresaba mansa a ocupar su lugar del lado derecho de la cama, y por los momentos eso era suficiente para mí. Durante ese período la soledad que se había convertido en mi estado habitual había desaparecido, y más bien estaba demasiado acompañado. Tanto, que a veces yo mismo inventaba pretextos para estar solo, pues llegaba a aturdirme con tanta palabrería a mi alrededor.

Un par de veces al mes me tocaba viajar fuera de la ciudad, y durante esas pausas trataba de poner un poco de orden en mis asuntos espirituales. ¿A qué estaba jugando? ¿Cuánto tiempo más podría durar esa situación irreal? Esas preguntas me asaltaban con frecuencia, pero no tenía con quien ventilarlas. En esos momentos me hubiera venido bien algún amigo, el proverbial «mejor amigo» que todos debiéramos tener pero del cual yo había carecido durante toda mi vida. Haciendo un poco de introspección, caí en cuenta sobre el predominio de las figuras femeninas en mi existencia. Había estado casi siempre en un matriarcado, y aunque pareciera una situación envidiable, en el fondo estaba extrañando la camaradería masculina, la cual había suplido con mis perros, siempre machos para contrarrestar de alguna manera la influencia femenina. Pero los perros son buenos escuchas y nada más.

Al regresar de un viaje vi que la fauna de Villa Tomás, como habían comenzado a decirle a mi propiedad, había ganado un nuevo especimen. Una hermosa y tontísima hembra de raza afgana, que alguien le había regalado a Lucía. Parecía haber encarnado la misma actitud de su ama: cuando me vio por primera vez, lo hizo lanzándome una mirada displicente, de arriba a abajo, para luego darme la espalda como si no fuera digno de alguna atención de su parte. Y lo peor de todo es que el pobre de Byron estaba subyugado por la perra, la miraba con sus ojos tristes y expectantes, suplicando por una migaja de atención que ella le donaba muy de vez en cuando, las raras veces en las que le apetecía jugar en los jardines. Eran una pareja grotesca: él, rechoncho y bajito, ella alta  y esbelta. Bromeando, una vez le dije a Lucía:

-¿Te imaginas el animal que saldría de ese par?

A lo que ella respondió:

-Estás loco, Emperatriz jamás se dejaría montar por el enano siniestro.

Eso me dolió, pues Byron, feo y todo, era un noble y leal perro, de talante bondadoso y capaz de dar enormes cantidades de cariño. Enseguida pensé en la analogía entre ambas situaciones, pero no quise entrar en una discusión con Lucía y perdí una oportunidad de oro para ventilar ese asunto que ya comenzaba a tomar cuerpo en mi cabeza: así como Emperatriz le negaba el cuerpo a Byron, me negaba Lucía su alma. Se me entregaba físicamente sin ningún pudor, pero era algo parecido a una competencia atlética, una actividad física nada más, ajena por completo a cualquier sentimiento. Parecía incapaz de expresar amor, por lo menos hacia mí; todavía hoy ignoro si esa actitud era nada más conmigo o si constituía algo generalizado. Era una gata hecha mujer, si se me permite el torpe símil. Tal vez sea algo injusto, pero eso era lo que sentía en esos momentos: Lucía era una enorme gata, que me buscaba solo cuando me necesitaba. Y ya comenzaba a hartarme de eso.

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