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Milan Kundera, la responsabilidad colectiva y el comunismo – A propósito del 8O-

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Quería escribir a un artículo acerca de la responsabilidad de los chavistas para el nuevo período, es decir, acerca de la importancia de su rol en Venezuela al avalar con su voto el gobierno de Chávez. Como bien decía en el artículo que escribí acerca de la abstención  yo no creo en el voto como un cheque en blanco sino como un contrato donde ambas partes tienen una responsabilidad, unos deberes y unos derechos.  Acá nadie puede decir que votó engañado y que no sabía en lo que se estaba metiendo. Recordé cuando iba a empezar a escribir un pasaje de «La Insoportable Levedad del Ser» que creo puede explicar mucho mejor que yo lo que pienso y siento al respecto.

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A los que creen que los regímenes comunistas en Europa Central son exclusivamente producto de seres criminales, se les escapa una cuestión esencial: los que crearon estos regímenes criminales no fueron los criminales, sino los entusiastas, convencidos de que habían descubierto el único camino que conduce al paraíso. Lo defendieron valerosamente y para ello ejecutaron a mucha gente. Más tarde se llegó a la conclusión generalizada de que no existía paraíso alguno, de modo que los entusiastas resultaron ser asesinos. En aquel momento todos empezaron a gritarles a los comunistas: ¡Sois los responsables de la desgracia del país (empobrecido y despoblado), de la pérdida de su independencia (cayó en poder deRusia), de los asesinatos judiciales! Los acusados respondían: ¡No sabíamos! ¡Hemos sido engañados! ¡Creíamos de buena fe! ¡En lo más profundo de nuestra alma, somos inocentes! La polémica se redujo por lo tanto a la siguiente cuestión: ¿En verdad no sabían? ¿O sólo aparentaban no saber? Tomás seguía atentamente esta polémica (la seguían los diez millones de habitantes de la nación checa) y opinaba que había comunistas que no eran del todo inocentes (inevitablemente tenían que haber sabido algo de los horrores que habían ocurrido y no cesaban de ocurrir en la Rusia posrevolucionaria). Sin embargo, es probable que la mayoría de ellos, en efecto, no supiera nada. Y llegó a la conclusión de que la cuestión fundamental no es: ¿sabían o no sabían?, sino: ¿es inocente el hombre cuando no sabe?, ¿un idiota que ocupa el trono está libre de toda culpa sólo por ser idiota? Supongamos que un fiscal checo que a comienzos de los años cincuenta pidió la pena de muerte para un inocente fue engañado por la policía secreta rusa y por el gobierno de su país.

Pero ¿cómo es posible que hoy, cuando sabemos ya que las acusaciones eran absurdas y los ejecutados inocentes, ese mismo fiscal defienda la limpieza de su alma y se dé golpes de pecho? ¡Mi conciencia está limpia, no sabía, creía de buena fe! ¿No reside precisamente su irremediable culpa en ese «¡no sabía!, ¡creía de buena fe!»?
Y fue entonces cuando Tomás recordó la historia de Edipo: Edipo no sabía que dormía con su propia madre y, sin embargo, cuando comprendió de qué se trataba, no se sintió inocente. Fue incapaz de soportar la visión de lo que había causado con su desconocimiento, se perforó los ojos y se marchó de Tebas ciego. Tomás oía los gritos de todos los comunistas que defendían su limpieza interior y se decía: Por culpa de vuestro desconocimiento este país ha perdido quizá por siglos su libertad, ¿y vosotros gritáis que os sentís inocentes? ¿Cómo sois capaces de seguir presenciándolo? ¿Cómo es que no estáis aterrados? ¿Es que conserváis la vista? ¡Si tuvieseis ojos, deberíais atravesároslos y marcharos de Tebas! Aquella comparación le gustaba tanto que la utilizaba con frecuencia en las conversaciones con sus amigos y, con el paso del tiempo, iba expresándola con formulaciones cada vez más precisas y elegantes. Leía entonces, como todos los intelectuales, el semanario editado por la Unión de Escritores Checos, con una tirada de alrededor de 300.000 ejemplares, que había logrado una considerable autonomía dentro del régimen y hablaba de cosas de las que otros no podían hablar públicamente. Por eso en el periódico de los escritores se hablaba también de quién y cómo era culpable de los asesinatos judiciales durante los procesos políticos al comienzo del régimen comunista. En todas estas polémicas se repetía siempre la misma pregunta: ¿sabían o no sabían? Tomás creía que esta cuestión era secundaria y por eso escribió un día sus ideas sobre Edipo y las envió al semanario. Al cabo de un mes recibió respuesta. Le invitaron a que pasara por la redacción. Cuando llegó, lo recibió un redactor de escasa estatura, erguido como una regla, y le propuso que modificase la sintaxis en una frase. El texto se publicó en la penúltima página, en la sección de cartas de los lectores. Tomás no quedó satisfecho. Se habían tomado la molestia de invitarle a visitar la redacción para que les autorizase a modificar la sintaxis, pero después, sin preguntarle nada, recortaron notablemente su texto, de modo que sus ideas se vieron reducidas exclusivamente a la tesis básica (considerablemente esquemática y agresiva) y dejaron de gustarle. Eso sucedió en 1968. En el poder estaba Alexander Dubcek y con él los comunistas que se sentían culpables y estaban dispuestos a reparar de algún modo las culpas contraídas. Pero los otros comunistas, los que gritaban que eran inocentes, tenían miedo de que la nación indignada los juzgara. Por eso iban diariamente a quejarse a la embajada rusa y a pedir ayuda. Cuando se publicó la carta de Tomás, gritaron: ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¡Ya se escribe públicamente que nos tienen que arrancar los ojos! Y dos o tres meses más tarde los rusos decidieron que en su virreinato las discusiones libres eran intolerables, y una noche su ejército ocupó la patria de Tomás.

Milan Kundera, La Insoportable Levedad del Ser

 

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