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Cenizas Eternas: Avatares del Cine Yanomami


Siempre comienzo por lo negativo y después derivo hacia lo positivo. Hoy voy invertir la metodología, para luego extraer el saldo general de la función. En principio, puedo recuperar cuatro virtudes de “Cenizas Eternas”.
Primero, su legítimo interés por rescatar el tema indigenista en la cinematografía nacional del tercer milenio. De hecho, la película supone una necesaria continuación de las investigaciones locales y criollas, alrededor del caso, bajo una mirada posmoderna e híbrida, a camino entre el documental y el melodrama.
En tal sentido, el trabajo de Cadenas se enmarca en el mismo contexto de largometrajes vernáculos de la talla de “Jericó”, “Amazonas, el Negocio de este Mundo”, “Yo Hablo a Caracas” y “Yakoo”, por citar algunos ejemplos representativos donde el problema fue deconstruido, desmontado y hasta denunciado por parte de los realizadores combativos de la historia reciente.
Gracias a ellos, comprendimos el impacto de la colonización(Lamata), la polémica con el asunto peliagudo de las misiones católicas en la región( Azpurua y Rubartelli), el genocidio silencioso de nuestras etnias a manos de los conquistadores de ayer y ahora, la riqueza estética y cultural de los mal llamados “aborígenes”, y la progresiva e inevitable pérdida de su pureza étnica de “buenos salvajes”, al calor del contacto con la civilización.
Al respecto, la contribución artística de la plástica autóctona, se pierde de vista. Verbigracia, reivindicamos el esfuerzo antropológico del fotógrafo, Antonio Briceño, por retratar y dignificar sin necesidad de arrasar o imponer un enfoque etnocéntrico, así como el cuerpo de obra de Pepe López dedicado al análisis del mercadeo consumista de los fetiches “originarios”.
Mutatis mutandis, “Cenizas Eternas” conjuga e invoca los referentes antes mencionados y les insufla un segundo aire en la pantalla, justo cuando tiende a ser arropados e instrumentalizados por el poder, de manera politiquera y demagógica.
En efecto, la pieza busca responderle al patrón kistch impuesto por la red de medios oficiales, cuya óptica pretende restaurar un visión maniquea y reduccionista del tópico, al exponer a nuestros antecesores como víctimas y criaturas del cielo, despojadas de matices humanos. Una pésima herencia de la pátina del pintor Pedro Centeno Vallenilla al servicio del dictador, Pérez Jiménez. A propósito, Gustavo Guerrero lo estudió en su magnífico libro, “Historia de un Encargo”, ganador del Premio Anagrama de ensayo.
Por ende, mientras el “proceso de cambios” construye dioramas armoniosos de museo de ciencias, Margarita Cadenas derriba las tesis de Rousseau, del mito del regreso al estado natural del hombre.
Por tanto, “Cenizas Eternas” comparte la imaginería apocalíptica de Conrad en “El corazón de las tinieblas”. En consecuencia, guarda relación con la percepción realista y descarnada de los tristes trópicos, a cargo de Werner Herzog en sus expediciones de “Aguirre” y “Fitzcarraldo”.
En pocas palabras, lo mejor de “Cenizas Eternas” radica en su plasmación de un supuesto paraíso, cercano también a la pesadilla de la urbe de concreto. Dios y el diablo en la tierra del sol. Aquí caben dos acotaciones.
A favor del resultado, “Cenizas Eternas” no escatima recursos para mostrar lo censurado de la existencia indígena: el sexo, la violencia, la dominación masculina de la prole, el consumo de sustancias para alcanzar trances espirituales y las sangrientas luchas tribales intestinas.
Sin embargo, a la autora a veces se le pasa la mano con la brocha gorda, y cae en el estereotipo opuesto. Es decir, delinea un perfil binario caracterizado por la excesiva satanización del macho y la predecible glorificación de la mujer en contacto con el shabono, a través del filtro publicitario de la discutible imagen de la protagonista.
Inconscientemente, la foto fija de Patricia Velásquez le echa la partida abajo a la apuesta conceptual de la directora, al conducirla por los derroteros manidos del tradicional calendario de la modelo o la Miss en guayuco. Postal de escasa credibilidad incorporada por una actriz inverosímil, encargada de proyectar la fantasía erótica de la clásica y romántica luchadora ecológica, devenida en guerrera tras su caída y adopción en el seno de los colectivos y comunidades utópicas de la selva. Variación del cliché de “Pocahontas”, “Avatar” y “Danza con Lobos”. Corriente de complejo de culpa y de pedido de perdón por el diezmo de las venas abiertas de América Latina. Toda una impostura.
Por fortuna, el reparto de secundarios, salva la patria por la puesta en escena y la dramaturgia. No en balde, compartimos la reflexión del colega, Juan Carlos Carrano, para La Cotufa: “Las felicitaciones se las llevan, en grupo, la gran mayoría de los actores que hicieron papales secundarios de indígenas (Enrique Dorante, Amílcar Marcano, Francisco Gonzáles), pero sin duda la mejor actuación es la de la hermosísima Arlette Torres, quien interpreta a Maroma, una Yanomami que se convierte en la mejor amiga de la protagonista.”
Los demás intérpretes del elenco, le vuelven a imprimir un sello de “deja vu” y telenovela al acabado de la empresa, tipo “Kaina”. Alejo Felipe destaca por su veteranía. Erich Wilpret tampoco me molesta, aunque lo siento estancado en su papel de costumbre. Pero la cubana, Danay García, es un hueso difícil de roer, por su acento marcado y su forzado recital de pasiones encontradas, de hija al encuentro de la matriarca. Son errores de producción indefendibles. Ojalá fuesen los únicos.
El sonido es un dolor de cabeza y el sincro, sencillamente, no existe, brilla por su ausencia. Atención a los panas del micro, “NotiCine”, mentira conductista repetida mil veces, según la teoría de Goebbels. Todavía quedan materias pendientes por resolver en la industria.
A pesar del optimismo solemne de Edgar Ramírez, “Cenizas Eternas” se escucha como “Soy un Delincuente”. En aquella época, era justificable. Ahora no se entiende el defecto. En paralelo, las recreaciones oníricas son inocentes y pecan de subrayadas. Los focos de la luz tampoco se disimulan en la noche y el día, mientras la escenografía se alumbra misteriosamente como un set o un estudio del canal cuatro.
Encima, el montaje apenas logra ocultar las innumerables fallas de racord. La cámara registra encuadres frontales y acartonados, casi de definición amateur. Prefiero la etapa documental de Cadenas, por vía de “Macondo” y “Más allá de las Apariencias”.
El último, de seguro, la inspiró para escribir el libreto de “Cenizas Eternas”, en vista de su parentesco con las exploraciones de Jaques Lizot, descuartizado por cierto en “Secrets of the Tribe”, del brasileño José Padilla con el venezolano, Tuki Jencquel. Allí descubrimos las sombras de las conjeturas y suposiciones de Lacques Lizot y Napoleón Chagnon en el entorno aludido. Lizot, acusado de pedofilia, indagó el componente sexual de los yanomamis, obteniendo conclusiones sujetas al debate.
Para ilustrar a Chagnon, traemos a colación los juicios del crítico, Óscar Calavia: “Napoleón Chagnon, que, desde 1968 había convertido en un best-seller permanente (se calcula que sus seis ediciones habrán vendido unos cuatro millones de ejemplares) su libro Yanomamö: the fierce people, donde presenta a esos indios como adictos a una extrema y constante violencia que él explica en términos sociobiológicos; pero que al menos en parte se explicaría también por los modos en que él mismo la azuzó durante su estancia. Chagnon habría sido, también, cómplice de las viruelas de Neel.”
Por ende, en nombre de la ciencia y el entendimiento de la alteridad, se contribuyó a asolar la cultura del amazonas. “Cenizas Eternas” no llega tan lejos.
Aun así, nos inquieta su explotación literal de las versiones amarillistas de Chagnon y Lizot, compensadas con un dudoso afán didáctico y moralista en el acto final, cuando la joven verbalice el subtexto y su lección de autoayuda. El mensaje lucía evidente en la pantalla. No hacía falta comentarlo con una locución “choronga” y cursi.
El balance, entonces, no favorece a “Cenizas Eternas”, lastrada aparte por su curioso ánimo decorativo para animar “flash backs”. Muy bonita “Villa Planchart”, la mansión diseñada por Gio Ponti. No obstante, su condición de galería abierta y pública, la convierten en un referente “zombie”, en un no lugar, en un espacio ajeno y distante a la identidad de los arquetipos. Es como filmar una “culebra” en una quinta del Country Club. Inmediatamente, yo asoció a “Villa Planchart” con la historia de la familia Planchart. Ya vimos el documental, “El Cerrito”. Para rematar, ahí se estrenó un susodicho y anacrónico “fashion film”, para el lucimiento de Eglantina Zingg.
Por consiguiente, constituye un elemento de distracción nostálgica, contraproducente para la película. “Cenizas Eternas” opta por compartir una esencia frívola de la caracas mantuana, refugiada en su zona de confort.
La buena noticia es su invitación a romper con la burbuja de cristal, de las niñas y chicos lindos de la capital. Los convoca a emprender un viaje para reencontrarse con sus raíces. Lastimosamente, el mundo es distinto.
Sea como sea, apreciamos el gesto de interpelarnos y trasladarnos a una odisea existencial, pertinente. Cada uno decidirá si la acepta o no. Esperemos no sea un espejismo aislado y atrapado en el presente. Nuestro futuro pasa por probar, como mínimo un sorbo, de las “Cenizas Eternas” del pasado.
PD: recomendamos los segmentos de la jungla y de interacción en el shabono. Principales aciertos de Cadenas. Marcamos distancia con la negociación de Wilpret, el aborto y el escopetazo del desenlace. El “indio malo” termina siendo el chivo expiatorio de la tragedia. Y por supuesto, hay redención en el epílogo.

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