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Libros electrónicos: lo real sigue ganándole a lo virtual

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La revolución literaria y bibliotecaria es inevitable: los libros electrónicos llegaron para quedarse. Esto es, el soporte que permite el acceso a los símbolos cuneiformes que se supone transmiten ideas (dicho esto, cuando vemos la cuestionable calidad de ciertos libros, hay que preguntarse cómo diablos hizo el escritor para no avanzar imagen alguna, idea alguna, durante páginas y páginas de texto). La realidad es que la muerte del libro electrónico y la vuelta a la versión «árbol muerto» de la literatura es prácticamente imposible.

Sin embargo, el libro electrónico aún no logra imponerse como una alternativa viable en muchos países, sobre todo aquellos de raigambre nostálgica y conservadora (estamos pensando en Europa). Las razones de esto y los problemas derivados de la dicotomía real/virtual son el tema de este artículo.

Intentaré separarme de los argumentos reaccionarios personalistas de tipo, «adoro el olor de las páginas de un libro» para tratar de realizar una evaluación sincera de las diferencias entre estos dos soportes, el físico y el virtual. Trataré de afirmar que si el libro electrónico pretende destronar al libro físico como objeto cultural, aún le faltan muchos problemas por resolver.

No es un problema de mercado, ya que las ventas de Amazon de libros electrónicos sobrepasan las ventas físicas hoy en día y el aparato «Kindle» es extremadamente popular en los Estados Unidos. Igualmente, quienes vaticinaba la muerte del «Kindle» con la aparición del «iPad» de Apple se han equivocado ya que el público parece distinguir claramente entre estos dos objetos. Un Kindle y un iPad no son para nada parecidos en lo que a la lectura se refiere. El aparato de Amazon, con su luminosidad atenuada, se hace muy agradable para la lectura mientras que los propietarios del iPad utilizan este último para la lectura sólo de manera accesoria. Muchas personas poseen ambos objetos y utilizan el Kindle para leer libros electrónicos y el iPad para consultar sus correos electrónicos, ver videos y jugar videojuegos.

Estamos hablando entonces de la calidad de la experiencia puesto que el objetivo de la tecnología siempre ha sido mejorar ésta, no empeorarla. Nadie extraña los teléfonos con cableado por encima de los inalámbricos, nadie argumentaría que el desarrollo de pantallas de ordenador capaces de reproducir películas en alta calidad, navegar en la red y ver los canales de televisión tradicionales todo en uno, sea una mala idea.

Entonces, cuando hablamos de la dicotomía real/virtual en torno a los libros, creo que aún hay muchas cosas que mejorar para que la experiencia virtual pueda sustituir la experiencia real y podamos finalmente entrar en la era digital de la literatura. He aquí algunas ideas.

El problema físico. Una de las ventajas más grandes del libro físico es su presencia. No hablo solamente del hecho de que el libro «exista», hablo del hecho de que, al estar allí (¿Dasein?, Heidegger) nos obliga a leerlo. Igual que el acceso a los MP3 ha trivializado el acto fundacional de «descubrir» un disco (tocarlo, explorar la carátula, leer las notas de producción, poseerlo en cierta manera y luego disfrutarlo en la privacidad del hogar con el tocadiscos) y que hoy en día la diferencia entre descargar un disco de Miles Davis y toda la discografía es de escasos minutos (lo cual conlleva a que no escuchemos ni la mitad del material descargado), la capacidad de acumular libros en el Kindle y olvidar de leerlos es inmensa. Por sólo atisbar una solución: si existiese una aplicación que nos recordara que empezamos a leer «Crimen y castigo» y que vamos por la página 200 para así incitarnos a terminarlo, esta carencia de brújula y orientación en nuestra biblioteca de Babel virtual podría evitarse.

La falta de biblioteca. Extendiendo el punto anterior, la guerra entre los proveedores virtuales de libros es infantil y contraproducente. No hay manera de contar con una sola base de datos o biblioteca virtual, ya que cada empresa ofrece su aplicación y son incompatibles. El usuario debe abrir el programa de Kindle, Nook o Borders para buscar el texto; de no conseguirlo, debe cerrar la aplicación y abrir la siguiente. Para que los libros electrónicos se impongan, es necesario crear una sola aplicación que sirva de raíz a todos los libros que hemos comprado o descargado.

Imposibles de traspasar o prestar. Los libros electrónicos no son mucho más baratos que los libros físicos (dependiendo de la edición) y muchas veces el ahorro se cuenta en escasos dólares entre los dos soportes. Sin embargo, las diferencias en lo que respecta a la posesión y a la pertenencia son abismales: el libro electrónico no puede ser prestado a un amigo que desee leerlo, no puede ser donado a la biblioteca municipal o revendido. Si los usuarios dicen sentirse distantes del libro electrónico, esta sensación de falta de propiedad es sin duda una razón mayor.

Son demasiados privados. Mucha gente cultiva el fetiche del libro y utiliza éstos para definir su personalidad en la biblioteca de su casa. No es lo mismo entrar en casa de alguien que tiene la colección completa de En busca del tiempo perdido en la estantería de la sala, que en casa de alguien que posee los siete tomos de Crepúsculo/Twilight (¿son siete, no?). En este sentido, los libros electrónicos, con su carácter privado y oculto en algún disco duro, no ofrecen alternativa alguna al fetiche físico.

Para concluir podemos afirmar que, si el libro electrónico desea imponerse como un objeto cultural y un referente para nuestra época, aún debe evolucionar para suplir las necesidades que por los momentos sólo puede darnos el libro físico. De no hacerlo, será simplemente una moda más, un tamaguchi de principios del siglo XXI que alimentó las arcas de Amazon y Apple durante un tiempo. Pero esto es poco probable ya que las posibilidades que abre el libro electrónico son casi infinitas. Sin embargo, para desarrollarlas se requiere un poco más de tiempo de reflexión y desarrollo que lo que impone el mercado y sus lógica de inversión/ganancia. Podemos imaginar, no libros electrónicos sino paquetes culturales en los cuales el soporte permite el acceso a un abanico de estímulos: literarios, fotográficos, audiovisuales y demás. El usuario podría leer En busca del tiempo perdido y escuchar la sonata de Vinteuil al mismo tiempo. Podría recorrer París de la mano de Cortázar, con un plano interactivo al lado. Podría tener una tabla de conversión monetaria ajustada a la inflación y a la época para entender cuántos rublos gastó Dimitri Karamázov en champaña.

En fin, las posibilidades son inmensas. Pero aún hay mucho camino, digo gigas, que recorrer.

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