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El Hombre Que No Se Iba

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Es una de esas noches fresca y despejada con la que a veces nos premia la temporada de lluvias, una confabulación afortunada de extraños factores, casi como nuestros esporádicos encuentros. Desde mi llegada no hemos parado de hablar y reír salvo para un trago de deliciosa cerveza o una calada de venenoso humo, aunque también nos interrumpimos para corear en perfecto spanglish algún rock de principio de los ’90 en señal de agradecimiento a la emisora de radio que nos acompaña. Hace unos pocos años ni lo hubiésemos notado, pero lo incómodo de estas sillas de patio nos recuerda nuestra edad, esa que implacablemente deja mella sólo por fuera. Nos separa una mesa de madera cruda decorada con varias aureolas húmedas y un cenicero cerca de su máxima capacidad, por sobre los que pasan nuestras palabras brincando de un tema a otro como abriendo ventanas de Windows, valga la redundancia, acortando camino con los códigos propios y las abreviaturas cultivadas a lo largo de nuestra infinita amistad; porque sabemos que una noche apenas si alcanza para ponernos al día en nuestras vidas tan interesantemente llenas de estupideces que compartir.

Ya pasamos de largo las más recientes revelaciones y descubrimientos personales, los pseudoplanes futuros, las últimas películas y la música en general, los recuerdos que ─ aunque repetidos y archiconocidos─ nunca han dejado de renovar nuestras risas; apenas deteniéndonos en el trabajo y la política, temas de los que siempre evitamos hablar. Los verdaderos amigos nunca hablan de trabajo, para eso están los compañeros de oficina, esos que cumplen año cada seis meses y se les pica una torta azul maluquísima sobre servilletas de papel en unas sala de reuniones donde reina la fórmica. De política sólo se habla con desconocidos en la cola del banco o con tíos domingueros a través de un periódico abierto.

De pronto un silencio y una mirada cómplice se entienden tácitamente como el preámbulo de que algo bueno viene a continuación. Se aprovecha el momento para recargar las cervezas en nuestras manos y los cigarrillos en nuestros dedos, con la pericia de una parada en pits en medio de una carrera en la que siempre terminan accidentados los hígados, pulmones y cerebros. Un sonoro brindis con palabras sobreentendidas, un empinado trago y una humeante exhalación dan paso a mirar los rincones infinitos y preguntarnos con falsete de timidez: –”¿Y… Qué hay de tus amores?”. Medias sonrisas, cejas arqueadas y un breve contacto de ojos pelaos’ indican que llegamos a la segunda mitad de la noche.

─  ¿Te acuerdas de Leonardo? –pregunta entrecerrando sus ojos, como tratando de mirar dentro de mí, como si yo realmente supiese de muchos otros Leonardos.

Igualo su mirada y sostenemos por segundos una conversación telepática en la que pregunto con asombro: –“¿Por fin te cogiste a Leo?” y ella responde descaradamente: –“Si”, y yo replico desaprobando: –“¡Que bolas tienes tú!…¡Ese güevón!”.

─  No, no lo recuerdo –digo yo con cinismo, sólo para que se humille explicándome.

Sostenemos otra conversación telepática, esta vez con ojos dilatados y sólo una ceja levantada. Me dice con pestañeos: –“El coño de tu madre, ¡Claro que sabes quien es!”, y yo me limito a responder con una mueca: –“¡Jajaja! ¡Pero no te voy a dar el gusto de acordarme así nomás!”.

Su venganza a mi muda malicia viene en forma de palabra. Muchas de ellas, demasiadas. Me cuenta desde la primera vez que conversaron una tarde en la universidad, de la afinidad que sintió aquella ocasión en que compartieron apuntes, de como le tenía arrechera a la noviecita oxigenada del tipo, de un cuasibeso en la celebración del grado; en fin, echó de lado sus virtudes de pana cervecera y se metió de lleno en el papel de jeva, contándome cada cosa con un lujo de detalles al que yo sólo puedo responder con una expresión rígida, haciendo pausas para tragar más cerveza e inhalar más humo de lo que realmente me pide el cuerpo. Finalmente rompo mi falsa cara de duda.

─ ¡Ah claro! ¡Leonardo, Leo! ¡Si–si–si, ya lo recuerdo! Me hablaste bastante de él en la universidad –digo con un aún más falso asombro–. Al que le decías El Robot… ¿Y? ¿Que hay con él?

─ ¡Ay, que rata! Hasta a mí se me había olvidado eso… Bueno pues, nada, que nos volvimos a encontrar… Y entonces… –se muerde los labios y sus ojos se hacen remolones, representando con maestría el papel de tímida–. Bueno, tú sabes… –deja un suspenso adrede, volviendo a entrecerrar sus ojos mientras me mira.

─ ¡No, no sé!… ¿Y entonces? –indago con un ademán de interés.

─ Bueno, ¡pero ya va! –dice con un gesto que aguanta la inercia de la conversación–. Déjame empezar por el principio: Resulta que yo estaba con Patricia, mi amiga la del gym, tú sabes quien es y entonces nos estábamos tomando un café y de pronto se me aparece Leo por detrás y me tapa los ojos y me pregunta: –“¿sabes quien es?” y entonces me suelta y me saluda así con ese cariño de toda la vida y entonces nos ponemos a hablar un rato y entonces quedamos en llamarnos el fin de semana para vernos y tal y entonces el viernes a eso de las 4:00 me llama y me invita a salir a tomarnos algo por ahí más tardecita y entonces yo le digo que si pero hasta temprano porquesupuestamenteteníaunasdiligenciasquehaceraldíasiguienteenlamañanitacosaqueesmentiraperobuenoyatúsabesporsiacasomefastidiabaynecesitabaunaexcusaparaescarparmeyentoncesblablabla….

Nuevamente su condición de jeva se manifiesta en más descripciones y sinsentidos de los que puedo asimilar. Sus palabras se traducen a la recreación de una noche de fiesta cualquiera que comienza muy tarde y sin embargo parece no tener final, una de esas noches que sólo cambian de locación o intérprete pero cuentan la misma historia por todos vivida al son de música estridente y consciencias volatilizadas por el alcohol. Bostezo, me obligo a sostener a una posición incómoda en la silla para no dormirme –cosa que logro sin mayor dificultad–, busco nuevas provisiones en la nevera, enciendo un par de cigarrillos y le extiendo simultáneamente la fría botella y el humeante ansiolítico. Siempre asintiendo, pero con la esperanza de crear una pausa artificial en su cadencia que me permita retomar el control de la conversación. No funciona. Mi segunda cerveza desde que empezó esta función de cine continuado ya está cerca de terminarse y todavía su primera parece derretirse sobre la mesa, dañando el patrón circular tan arduamente trabajado; mientras que mi cigarrillo ya reposa en mis pulmones, el suyo, aún sobre el cenicero, no es más que un cabezal de ceniza que desafía abiertamente la ley de gravedad. Mi caballerosidad tiene un límite, no aguanto más.

─ Al grano, mi niña: Se dieron unos besos borrachos, ¿Y entonces? –le interrumpo en seco.

─ ¡Ay, si eres hombrecito! –sentencia regañona–, Bueno más o menos, si: Nos dimos unos besos en el carro, y bueno… No sé… O sea… Entonces… –sus ojos divagan un poco por los alrededores.

─ ¿Aquí en tu casa o la casa de él? –le atajo rápidamente antes que se pierda nuevamente por la ramas.

─ ¡No, no! ¡Mi casa, mi casa! Aquí pues, sabes que me gusta tener el control –dice mientras golpea la mesa con un mazo imaginario.

De aquí en adelante ya no aplica ninguno de los filtros sociales que dan pie a la civilización tal como la conocemos. Lo que sea que corre por nuestras venas diluye cualquier barrera que diferencia a una vulgar puta del resto de los mortales: Unas cobran, las demás son simplemente discretas, los hombres somos unos güevones toditos y lo mejor es no hacer preguntas cuyas respuestas preferimos no saber. La señal química emanada del corazón, alma, sentimiento o momento apenas si hace una visita de cortesía por cerebro antes de ser transducida entre lengua y paladar en mensajes demasiado directos para muchos oídos y muchos orgullos. La cruda verdad, ese es ahora el nombre del juego.

─ ¿Y todo bien? Es decir, no necesito detalles, pero supongo que no vas a dejar el cuento hasta aquí –digo mientras me reclino, sé que esto puede ir para largo.

─ Bueno si, aunque la verdad no sé –dice como buscando la respuesta en el humo que asciende–. Es decir, bien para él, pues, pero esa noche para mí fue todo como… Como… Como raro –agrega con inseguridad.

─ ¿Cómo que raro?… ¿Corto? ¿Breve? ¿Chiquito? ¿Blando? –inquiero con una mueca torcida.

─ Jajaja –ríe sin muchas ganas para sí misma–. No vale, nada de eso, al contrario… –hace una pausa y duda si continuar–. Solo que… Así como… Como cuando uno… ¿Tú ves mucho porno? –pregunta casi entre susurros.

─ ¿Porno?… Pues, no sé, supongo que lo normal –digo con cierta aprehensión–. Como siempre esta ahí al alcance de un clic… Supongo que si, aunque eso ahora es normal, ¿No? –quedo con una cara inquisitiva.

─ Si, normal… Pero ¿Es normal que lo uses como escuela? –pregunta nuevamente y le agrega un tono de asco– ¿Que lo uses como escuela y realmente aprendas de eso?

Me quedo un rato inmensurable con una mueca de extrañeza y negación. Quisiera saber hacia donde se dirige esta conversación, pero hay tantas posibilidades abiertas que va a ser necesario entrar en detalles escabrosos.

─ ¿Qué quieres decir? ¿Te filmó? ¿Te pegó? –y agrego pausadamente– ¿Te pagó?

─ ¡No vale! ¡Ni loca! –dice como exorcizándose–. Es que fue como demasiado crudo todo, no sé, cero  romanticismo: Puro tira’, nada de hacer el amor –exclama rápidamente, como ya si lo trajese ensayado.

─ ¡Ah vaina! ¡Ni que fuesen unos quinceañeros! –Le digo con desdén, pero luego suavizo un poco el tono– Pero ¿Cómo que crudo? ¿No es siempre así, pues?

─ ¡No coño! o sea: De buenas a primeras el tipo empezó a decirme groserías y vainas sucias –dice mientras su voz sube de tono y gana coraje–. Luego, no solo no apagó la luz: ¡Las prendió todas!; me daba como órdenes todo el tiempo para que me pusiera así o asá; aullaba, mugía y bramaba; con el bicho ese parao’ toda la noche –en este punto siento como su voz se quiebra, pero continúa–. ¡Ay no! ¡Te juro que ha sido lo más cercano a una violación que he sentido! –termina cubriéndose los ojos, quizás enjuagándoselos.

─ ¿Toda la noche? –agrego imprudentemente, aún sin salir de mi asombro.

─ Y toda la mañana –contesta ya entre sollozos y se contrae a una posición cuasifetal sobre la silla.

Sólo alcanzo a poner mis manos sobre sus hombros, lo más cercano a un abrazo que la mesa que nos separa lo permite. No sé que decir, sobre todo porque aún no entiendo del todo cual es el problema. Estas conversaciones suelen girar en torno a pequeñas desilusiones, fláccidas sorpresas, precoces interrupciones, lugares incómodos, roncadores de oficio, cursilerías fuera de lugar o unos pocos hábitos ni tan extraños. Pero esta es la primera vez que debo enfrentarme a una queja por excesivo entusiasmo y respaldo atlético. Mi mente, aunque sé que adormecida, trabaja frenéticamente para buscar las próximas palabras que he de pronunciar cuando ella se recupere. Siento la urgencia de ser yo el que maneje todo de aquí en adelante, y para ello debo encontrar las palabras adecuadas para darle pie a que descargue sus penas sin yo parecer un insensible que no la comprende. Poco a poco se reincorpora, la miro con incomprensión disfrazada de compasión, mientras ella se frota la cara y se peina. Me sonríe. Le sonrío de vuelta y le lanzo un beso travieso. Ríe más, resuella sacudiendo la cabeza y seguidamente enciende un cigarrillo. Parece hora de continuar.

─ ¿Será que tú estabas muy borracha? –y simulo rectificar sobre la marcha–. ¿Será que él estaba muy borracho?

─ Hummm… No creo… –exhala y continúa–. Eso pudiese ser una buena explicación: Si él bebiese… –agregando en tono grave–. Y si hubiese sido sólo esa vez.

─ ¿Qué? –grito ahogado, casi tosiendo la pregunta–. O sea que… ¿Ha sido más de una vez? ¿Y de paso no bebe? –hago una pausa mientras asimilo–. ¡Perro! Ahora si te creo que es un psicópata, ¡pero tú eres peor!

─ Y te digo más: Tampoco fuma –suelta una risa ligera, reclinando su cabeza–. ¡Yo si estoy loca, vale!

─ Si, claro que estás loca, pero no por eso –y revolviendo mis manos, agrego–: Por lo otro, por lo de más de una vez.

─ Si, bueno, claro… Pero ¿Qué podía hacer? –negando y encogiéndose de hombros–: ¡El tipo no se iba!

─ ¿Cómo que no se iba? –digo como sacudiéndome la incertidumbre.

─ Así como lo escuchas: No se iba –dice acentuando cada sílaba con la cabeza y prosigue en tono más pedagógico–. Llegó la mañana… Bueno: La tarde, por lo que te expliqué antes; y el tipo se quedó de lo más sabrosón el resto del día descalzo y en interiores, abriendo la nevera, viendo televisión, se comió mi helado, tomó una siesta, se dio una ducha, luego me quería duchar a mí pero me encerré con seguro… Y cuando salí, él ya estaba de nuevo metido en la cama.

─ Y a todas estas, ¿Tú que hacías? –le pregunto tras haber superado el asombro inicial–. ¡Que sé yo!… ¿No le decías nada?

─ Si claro, muchas indirectas, muchas, a cada rato, pero él como si nada –da un honda calada y mientras suelta el humo, agrega–. Es que, o sea, si no le puse un freno cuando he debido hacerlo, al principio, era como incongruente que después le reclamara el abuso de confianza, ¿Me explico? –asiente contagiosamente y continúa–. Y bueno, yo no soy así muy familiar, estoy acostumbrada a mi vida sola pero él en realidad no estaba haciendo nada así malo–malísimo… Él simplemente estaba ahí.

─ Claro, fue como una inducción acelerada a una relación de muchos años –suelto a manera de resumen.

─ Si, se podría decir que si –Asiente mientras termina su cigarrillo en silencio.

─    ¡Qué asco! –digo jocosamente mientras ella sonríe e imita la frase sólo con el movimiento de sus labios.

¿Qué asco? Me congratulo por mi manejo magistral del tema, por la manera sutil en que lo hice parecer que no era un problema sino una situación, por como asumí todo el choque para que ella se sintiera ligera. Preguntas amplias que dan lugar a respuestas cada vez más simples y concisas que ilustran el todo, tantas horas estudiando la teoría binaria finalmente rendían sus frutos. Ahora nos sentimos liberados de su peso traumático y lo convertimos en una anécdota, de la que ahora podemos seguir hablando sin el riesgo del llanto. Porque sin duda hay mucho todavía por saber, pero antes, hay que buscar más cervezas.

─ ¡Salud!

─ ¡Salud! –seguido de nuestro choque de botellas característico.

─ Y bien… –agrego mientras me acomodo en la silla de tortura–. El tipo volvió a la cama y se enrolló como si nada –afirmo reasumiendo el punto–. ¿Y entonces? ¿Otra vez?

─ Ajá: ¡Oootra vez! –dibuja un círculo en el aire con cada O, y agrega–. ¡Y oootra vez! –esta vez el círculo es más grande y la O sostenida se hace mayúscula, pero ríe, casi frenéticamente.

─ Pana, te volviste loca… Ahora si es verdad que no entiendo nada –me dedico un rato a mi cerveza y al terminar agrego aclarándome la garganta–. ¿Te gustó la vaina o no?

─ Bueno, al principio… Es decir, sucesivamente, me daba un poco de miedito, pero como ya iba entendiendo cual era su juego simplemente lo fui perdiendo y lo fui siguiendo –dice con cierto desenfado–. Entonces era yo la que terminaba dando órdenes… Y cumplía, ¡Vaya que si cumplía! –risa cuasi histérica nuevamente.

─ ¡Ajá! –le digo en tono recriminatorio–. Yo sabía que no podía ser tan malo, total, que yo sepa nadie se ha separado nunca por eso… ¡Por lo opuesto si!

─ No pana, pero es que este tipo está enfermo, en serio –vuelve a poner cara de acontecimiento–. Me estaba volviendo loca.

─ ¿Cómo es eso? ¿No le habías agarrado el tumbao’ pues?

Esta vez calla abruptamente. Se queda un rato con un rictus indescifrable, fuma nerviosamente mientras mira hacia todas partes excepto hacia mí. Ahora siento que pequé de ligereza, tal vez me puse demasiado coloquial demasiado pronto. No lo sé, me confunde mucho su ambivalencia. Creo que prefería su estadio llorón, por lo menos así la arrinconaba y sabía que le molestaba. Pero no volveré a la etapa inquisitiva, que va, ahora pondré mi mejor cara de espejo mientras sea ella la que hable. Y a todo lo que me quiera decir, simplemente asentiré. Estoy seguro que de eso es que se trata la solidaridad.

─ Mira, lo que pasa –comienza en un tono forzosamente maternal–, es que es como estar con una máquina, también es su ventaja, pero uno no quiere tener a Terminator siguiéndolo a todas partes, así, con su metralleta de monosílabas todo el día y su otra metralleta tiesa toda la noche… Y el día también, pero en fin, ¿Me estás siguiendo?

─ Ajá, al pié de la letra –digo antes de apretar los labios y evitar hacer alguna pregunta.

─ Coño, me gustaría que me hiciera reír –mira hacia arriba y rectifica–. O sea, que haga un chiste, que diga algo cómico, que tenga una opinión de algo, que me dé cariño y no sólo placer… –se queda un rato en blanco y agrega–. Que sea un amigo, o que por lo menos tenga amigos y me hable de ellos, pero nada de eso.

─ Entiendo –soy un genio, claro que entiendo.

─ Por otra parte, que me deje sola, que me deje leer, que me dé mi espacio –dice y señalándose sendas ojeras–: ¡Que me deje dormir!

─ Claro –si, definitivamente soy un genio.

─ ¿Ves? –Y se queda silbando sobre la última ese como para terminar de zanjar el tema.

El silencio que de pronto reina cae con todo su peso sobre mis hombros. Creo que ya he tenido suficiente por hoy, estoy física y mentalmente exhausto. Aunque me he reído y gozado como hacía tiempo no lo hacía, mi cuerpo ya no tolera un trago o una calada más y sé que mañana no toleraré los que de hoy he abusado. La noche empieza a cobrar ese tono plomizo que recorta lo que antes era uno solo con la penumbra y la quietud del aire evita que se haga sensible su registro más bajo de temperatura. Debe ser tardísimo, pero ni picando un ojo logro interpretar el amasijo de agujas y números en que de pronto se ha convertido este reloj.

─ Amiga, me voy –digo mientras me incorporo torpemente como una marioneta–. No aguanto el sueño.

─ Está bien, tranquilo –me responde compasiva–. Pobrecito, ya sé que soy una ladilla, pero primero ven acá.

Se para, se aproxima con los brazos extendidos y me abraza fraternalmente. Nuestra amistad nunca ha sido muy física, de hecho ni siquiera registro en mi memoria el último saludo con besito que nos dimos: ¿Sería hoy al llegar? No importa, nunca ha importado, y supongo que este abrazo sólo indica su agradecimiento por haberla escuchado. Nos quedamos así un rato, creo que con los ojos cerrados, aunque sólo puedo hablar por mí. Al separarnos, sostenemos nuestra última conversación telepática, en la que ella pregunta: –”Estás bien para manejar hasta tu casa”, pero mis ojos aún cerrados responden: –”¿Ah? ¿Qué? ¿Cómo? ¿Manejar? ¿Yo?” y termina con su: –«¡Qué bolas!… ¡Así no te voy a dejar ir!”. Típico, la conversación que viene a continuación es casi un estribillo.

─  ¿Por qué no te quedas a dormir? –dice con preocupación–. Estás demasiado borracho y además es peligroso que andes solo por ahí a esta hora.

─  No vale –digo trastabillando un fallido aplomo–. Yo manejo mejor borracho –vaya frase delatora–. Además, me quiero comer una erepa –y corrijo bajando el tono–: Erepa, arepa, erepa…

─ ¿Ves? Ya te vas a poner inventorcito –Y me hala por un brazo hacia adentro–. No pana, te comes algo aquí, yo tengo vainas de picar ahí en la nevera.

─ ¿Tienes pizza fría? Si tienes pizza fría me quedo… O pasticho, ¡Ahhh! ¡Pasticho! –y me convierto yo en el lazarillo– ¡Pasticho! ¡Pasticho! ¡Pasticho!…

─ ¡Cállate, gafo! –me interrumpe riendo– Tengo una ensalada de pasta fría con aceitunas… Así que si, con queso y tomatina debe saber a pasticho, ahí vemos que inventamos.

─ ¡Pasticho! ¡Me quedo! –remato con mi mejor cara de perro obediente.

Llegamos a su cocina y diligentemente saca un envase con la pasta prometida. Le agrega la tomatina y mucho queso, nunca es demasiado. Por mí estaría bien así, pero la pone a hornear un poco mientras arregla el sofá–cama del salón, lo viste con olorosas cobijas y ajusta un cojín de almohada para este habitual polizón: ¿Cómo no adorar a una amiga así?. Pronto la pasta está lista y, aunque ni por equivocación sabe a pasticho, es lo suficientemente carbohidratada para bajarme del barco escorado en que hace unos momentos me sentía naufragar. La sinapsis entre mis neuronas se reactiva y empiezo a hacer un recuento mental de la noche que está por terminar, sólo para darme cuenta de que hay todavía un importante cabo suelto.

─ A todas estas: ¿A dónde fue a parar Leonardo? –pregunto maniobrando a través del bolo alimenticio que da vueltas en mi boca–. ¿El peo no era que no se iba, pues?

─ No sé… Salió hoy y no ha regresado –dice serena mientras estira las sábanas–. Pero no creo que regrese, por lo menos no hoy.

─ ¿Qué? ¿Hoy? –trago grueso y grito alarmado–. ¿O sea que anda por ahí? ¡Tú eres loca! ¡A ver si llega ese hombre y me encuentra aquí! ¡Nos va a matar a los dos a güevazo limpio!

─ ¡Jajaja! –ríe a todo pulmón–. ¡Tú si eres loquito, vale! Tranquilo que yo le dije que tú vendrías, de hecho él compró las cervezas que nos tomamos.

─ ¿Me lo juras? –pregunto desconfiado–. Pero a lo mejor no le guste eso de que me quede a dormir, no sé, ¿No dices que es loco?

─ No vale, tampoco así –me calma con su tono de indiferencia–. Es loquito, quesuo’ y sadiquito, pero aún no ha dado la primera muestra de celos –y con un ademán, agrega–. Además, yo creo que sabe que es físicamente imposible que yo ande buscando más de lo que él ya me da: Imposible, no puedo –finaliza entrecruzando los brazos agitadamente sobre su vientre.

La lucidez ganada tras la comida evita que saque de mi cabeza la perturbadora imagen de Leonardo desnudo arrollando la puerta con su verga tiesa, reclamando: –”I’ll be back, te dije que I’ll be back!”, para luego violarnos maquinalmente mientras grita: –”Hasta la vista, baby!”. Finalmente el cansancio logra vencer a mi vívida imaginación, así que me acuesto hasta sentir que empiezo a dejar de sentir. Creo tener la intención de gritar un: –“Buenas noches”, pero es demasiado esfuerzo para el tiempo que nos conocemos. Al final no sé si lo hago, sólo espero que mis sueños sepan mantener a raya al Leoneitor de mi imaginación.

El día llega rápido o eso supongo, porque al abrir los ojos parece que ya ha avanzado bastante. No sé cuanto he dormido, y esto de despertar en un lugar que tras los primeros pestañeos no reconozco de inmediato aumenta el desconcierto. La luz es vespertina, cosa que agradezco porque la fotosensibilidad magnifica el retumbar de mi cerebro que rebota en su estuche óseo. Espero no tener que escuchar a nadie con un reclamo o no tener que hacer un reclamo yo mismo: Me duele todo, me duele hacer, me duele pensar. Tengo una lucha de clases entre mi vejiga a reventar y mi garganta seca, me pregunto si Karl Marx lo hubiese resuelto con orinoterapia. Camino pesadamente hacia el baño, con una pastosidad de sabor indescifrable en la boca y textura de lija en mi lengua. Tengo que orinar sentado, esta vez por más de una razón, y comienzo el deslastre que parece no tener fin.

─ ¿Ya te despertaste? –le escucho decir a través de la puerta.

─ Seeeh… Pero me duele mucho la cabeza –digo en voz baja, pero me sale tan grave que fácilmente atraviesa la madera hueca–. ¿Hay alguna pastilla por ahí?

─ En el gabinete bajo lavamanos hay de todo, agarra las que necesites –la sombra de sus pasos se observa nerviosa bajo la rendija de la puerta.

─  Vale, tráeme agua porfa… ¡Mucha agua! –la aspereza de mi garganta se va suavizando con el uso, así que debo ir subiendo el tono.

Lavo mi cara y al enjuagarme robo unas gotas que escurren sobre mis labios. Por la textura que siento al relamerme, imagino que ya mi barba pasó de la sombra azulada a los negros cañones. A veces me sorprende la rapidez con que crece, pero hoy no puedo comprobarlo porque este baño de visitas no tiene espejo. Me enjuago la boca con agua fresca y dejo colar una poca por detrás de mi paladar, para luego secarme con una toalla que desprende el mismo aroma de las sábanas entre las que desperté. Antes de salir abro el gabinete, tan lleno de medicinas de todo tipo que tengo que recordar cual es la que aparece en la propaganda de televisión. Tomo dos pastillas de la caja y salgo, encontrando un gigantesco vaso, hasta el tope de agua, esperándome en la mesita del pasillo. Tan bella y obediente ella.

─ ¿Por qué hay tantas medicinas en ese gabinete? –le pregunto sin un auténtico interés antes de lanzar las pastillas con pericia directo al fondo de mi boca.

─ Porque así lo receta el médico –responde con desgano desde su cuarto.

─ Hummm… ¿Y cuando se va a poner un espejo en ese baño? –digo a media voz entre trago y trago.

─ ¿Para qué? ─y agrega como recitando un poema─ Si todos los rompes a puñetazos cuando te emborrachas.

─ ¿Qué? –Grito por primera vez en lo que va de día, tosiendo un poco del agua que aún no termina de bajar por mi garganta– ¿Cómo que cuando me emborracho?… ¡Si yo no bebo!

─ Tienes razón, querido, disculpa –dice con fastidio–. Siempre se me olvida… ¿Por qué no vienes a la cama? Tengo un trabajito para ti –exclama con una picardía que de inmediato reconozco.

─ Allá voy… –digo ansioso mientras sueno con cuidado mis dedos.

Algunas heridas en mis nudillos aún no cicatrizan bien.

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