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62.262 candidatos al olvido

Una parrillita para el proletariado

En un doloroso segmento del excelente documental No End In Sight, un funcionario declara frente al esqueleto quemado de la Biblioteca Nacional de Bagdad: «Todo lo escrito estaba en esta biblioteca. Ahora, no tenemos Patrimonio».

A pesar de que la Oficina para la Reconstrucción y Asistencia Humanitaria (ORHA) había compilado una lista de lugares de interés cultural y social, las fuerzas de ocupación norteamericanas, bajo órdenes expresas de no realizar labores de seguridad y protección, permitió el saqueo sistemático de todos los sitios de interés de Bagdad. Excepto el Ministerio del Petróleo.

Esa fue una de las historias más relevantes de Abril de 2003. La comunidad intelectual puso el grito en el cielo. Los norteamericanos no sólo habían invadido ilegalmente otro país, sino que además, habían sido cómplices del mayor genocidio cultural desde la segunda guerra mundial.

Seis años después, nadie lo recuerda. A nadie le importa.

En estos últimos días he disfrutado enormemente los artículos que  se han escrito con respecto a la destrucción de 62.262 libros de las bibliotecas del Estado Miranda. Claramente, los escritores sacan sus mejores armas cuando peligra su oficio.

Disfruté también el ejemplar ejercicio de cinismo de Fernando Báez en El Nacional del Domingo 29 de Marzo, al argumentar «No tengo los informes a la mano, nunca se me reportó nada parecido». Una habilidosa artimaña del saliente director de la Biblioteca Nacional para promocionar su «Historia Universal de la Destrucción de Libros».

En las (pseudo) democracias de Occidente, la gente que destruye libros –y sus supervisores– usualmente no actúan de manera irracional. Tienen, a lo sumo, una razón lógica (en este caso, el supuesto reemplazo de volúmenes dañados por el uso), y en el peor de los casos, la habilidad intelectual para construir una negación plausible. Esa negación plausible es la reproducida por los medios, la que le llega a ese 60% de los venezolanos que apoya incondicionalmente a la barbarie.

El resto, ese montoncito de caracteres escritos con pasión y un poco de dolor, son los cacareos de un grupúsculo que, en el tercer mundo, sistemáticamente traiciona a la mayoría. «Esos parias disociados que se hacen llamar intelectuales».

¿Asombro? ¿A estas alturas, asombro?
Esta nueva fascinación ante la barbarie sólo genera un discurso inútil, que no mueve masas, ni toca grandes temas. Un discurso elitista que puede ser obviado por esa inmensa mayoría que, si bien reconoce la importancia de los libros como instrumentos de liberación, prefiere creer la versión oficial: que los volúmenes serán reemplazados, que en Venezuela se imprimen muchos más libros que los que se destruyen.

Hemos caído en otra trampa intelectual, cautelosamente empaquetada como noticia para generar intriga, asombro y parálisis. En su momento, la aniquilación de 7000 años de historia fue un cataclismo. Hoy es una partícula en un desierto de barbarie. Una distracción perfecta, un golpe maestro de Rumsfeld y compañía.

Dentro de seis meses, los partisanos seguirán imponiendo el discurso, la barbarie seguirá comandando los ratings y los intelectuales seguirán de espaldas al país. Así como con la historia escrita de Mesopotamia, dentro de seis meses, nadie recordará estos 62.262 libros.

Por eso quizás, sólo quizás, hace falta trascender el asombro. Transformarlo en acciones.

(gracias por la idea, Alexis)

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