Cuando llegué a casa de La flaca, esta me recibió medio bebida y diciéndome.
-¡Quiero que quites la denuncia y salves a mi gatico! -, me espetó La Flaca entre sollozos.
-Pero, si fue tu idea.
-No me digas lo que es obvio; yo sé que fue mi idea, pero me arrepentí.
-Pues no se puede; la prensa, el diputado; hasta hay un juez involucrado, ya se acordaron los 19 años de prisión para El gato.
Al decir esta cifra, La flaca estalló en un llanto combinado con lágrimas que culminó en desmayo.
Luego de que La flaca despertó y notó que ya no había nada que hacer, luego de arrepentirse hasta de haber nacido y de decepcionarse cuando percibió que yo no cedería, a pesar de sus súplicas, a interceder ante el diputado Mejías para que diera marcha atrás a todo; La flaca, me exigió que me fuera y que nunca más volviera a verla.
Habían pasado unas semanas desde el incidente, no pude cumplirle la promesa a La flaca y la llamé compulsivamente cada hora de cada día, hasta que al llamar escuché la voz de una operadora que me indicaba que el número que discaba ya no estaba activo. Luego fui a su casa, y allí, me recibió su mamá diciéndome que La flaca había decidido irse al interior de la república a casa de sus abuelos durante una temporada larga.
Dejé que el alcohol me sodomizara la voluntad durante tres días en los que apagué teléfonos, baje el breaker que alimentaba el timbre de mi apartamento, y me aislé del mundo para entregarme a mi despedida. Me despedía de ese jovenzuelo ilusionado que soñaba con ser escritor, cineasta, artista conceptual, fotógrafo, poeta, opinador de oficio y hasta animador de televisión. Ese carajito lleno de esperanzas e ilusiones con la vida, ese niño que realmente creía que solo trabajando y soñando se podía ser feliz.
Sumarié mi patética existencia hasta ese entonces: había perdido mi adolescencia entre drogas y amistades que supuestamente durarían por siempre y que no duraron tanto, ya que los demás “maduraron” y solo quedamos La flaca y yo, hasta que La flaca se entregó a un miserable. Luego me había convertido en un asalariado de un diputado corrupto al que debía escribirle farragosos y cursis discursos. Había manipulado al sistema de justicia para llevar a prisión a un dealer que me había distribuido su merca durante buena parte de mi vida con la esperanza de que La flaca, una mujer a la que solo había tocado en una ocasión por despecho, accediera a estar junto a mí, pero esta se arrepintió y me dejó solo, sumariando mi existencia y disponiéndome a cambiar para transformarme en un hijo de puta.
Comencé a ver el mundo desde una distancia y escepticismo que me eran extraños, pero poderosamente adictivos desde que comencé a sentirlos. Evaluaba con desprecio, como un académico que analiza un libro que no se ha leído, aquellos momentos en que usaba la soberbia intelectual como arma para cautivar a los incautos que hablaban conmigo, los tiempos en que caminaba, enmarihuanado y feliz por las calles de San Antonio junto a mi únicos y legítimos amigos, despreciando al mundo y a los demás.
Pero eso ya no existía, a partir de ahora la amistad estaría determinada por mis intereses; no tendría amigos o enemigos sino intereses. La soberbia sería solo una excusa para ocultar mi estupidez. Y realmente me dispuse a insensibilizarme ante las cosas supuestamente importantes de mi vida. Tanto así, que mi conciencia dejó de interrumpirme mientras escribía y había hecho un silencio que no sé si era cómplice o producto de su muerte.
Al tiempo que me despedía de ese escritorzuelo nacido para perder, le daba la bienvenida a Julio Gorenzer, un nombre que me cree, porque sabía ahora, que mi destino no era el arte sino la política.
En la noche de elecciones, Julio Gorenzer, llegó al comando de campaña a las 7:00pm, tenía en sus manos las primeras proyecciones que daban como ganador con más del 64% de los votos escrutados al diputado y candidato a la reelección Orlando Mejías. Luego de leer la cifra el diputado se acercó a Gorenzer y le anunció que sería designado como secretario de prensa de la oficina de la Presidencia del Parlamento.
-Pero, diputado, usted no ha sido nombrado Presidente del Parlamento –observó Julio.
-Sí pero después de esto, ¿Quién me negará el cargo?
Mientras el diputado se alejaba de su futuro secretario de prensa Gorenzer se quedó observando fijamente a una reportera de un canal de noticias que contemplaba con escepticismo al Diputado reelecto. Era la misma reportera, mediana, con rostro de muñeca, trasero de rumbera y labios de víbora que había cubierto toda la campaña electoral y que conocía de la falsedad del recién ratificado Parlamentario. Gorenzer la había visto desde que nació, desde el día en que sustituyó a un escritor fracasado; siempre había querido acercarse a ella, pero nunca tuvo el tiempo.
La reportera ha notado que un extraño personaje, en cuya presencia no había reparado nunca a lo largo de los dos meses que llevaba cubriendo la campaña electoral del farsante ganador, la miraba fija y morbosamente.
-¿Qué me ves? –le preguntó, tratando de intimidarlo. Pero no lo logró, ese chico tenía una inquebrantable confianza en si mismo.
-Veo unos labios que me gustaría besar, un trasero que me muero por sentir con mis manos y, en general, veo a una mujer a la que pienso penetrar hasta hacerla llorar de placer.
Lejos de impactarse o incomodarse por la procacidad del extraño, la reporta Amara sonrió. Luego de sonrojarse le pregunto:
-¿Tú quien eres?
-¿Yo? –respondió Gorenzer, o quizás fui yo-. Yo soy el escritor oculto, el que escribe las cosas que la gente como tú escucha y cree ciegamente.
Fin.
John Manuel Silva