Entraron a nuestra casa cuando los dos dormíamos apretados al silencio

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Durante un tiempo me sentí protegido y cuidado por mi madre, con la cual mantenía una comunicación profunda y permanente.

Cierto es que tenía la desventaja de ser ciego y mudo, pero esto no impedía nuestra natural co-participación en el dolor o la alegría.

Cuando ella me hablaba a solas, en la intimidad de su cuarto, yo sufría por no poder expresarle mi reconocimiento, mi profunda gratitud por ese amor sublime que solo un hijo puede valorar.

Al sentir sus manos deslizarse por el entorno de mi cuerpo – mientras ella canturreaba una de esas canciones que tanto me emocionaban -, hubiere dado mi vida por mirarle a sus ojos.

“Pronto conocerás una nueva casa” me repetía con su dulcísima voz, y yo imaginaba mi futura morada envuelta en colores diferentes que ni siquiera conocía pero a los que siempre mencionaba : verde, amarillo o celeste, sobre todo celeste. “Mañana pronostican un día celeste”, acostumbraba a decirme cada tanto, y yo pensaba que eso de los días celestes era algo muy importante porque mi amada madre siempre se quejaba del cielo gris y que estaba harta de ver caer tanta nieve sobre Buenos Aires.

Una tarde me confesó que pronto yo vería el cielo celeste, pero luego, como preocupada, agregó: “Si Dios quiere hijo mío; si Dios quiere…”.

Naturalmente, yo pensé que ese Dios sería algo o alguien muy significativo en su vida, tal vez tanto como Jorge, ese Jorge al que durante un largo tiempo – mientras visitaba a mi madre – me vi obligado a tolerar.

Yo sabía que él no tenía nada contra mí; al contrario, creo que cuando me nombraba, el tono de su voz sonaba cálido. Claro que estando ellos juntos…, tan juntos que yo podía oír la respiración entrecortada de ambos, me venían deseos de gritar y de gritar y de gritar… Entonces, mi madre me retaba, explicándome que mi actitud era egoísta y que el egoísmo era el peor de los pecados.

A pesar de comprender el significado de esa palabra, nunca pude evitar esa sensación de congoja durante la presencia de Jorge en nuestra casa. Sólo cuándo él se marchaba, al quedar a solas nuevamente con mi madre, yo volvía a tranquilizarme. Era como si nos ligase un contacto invisible, un vaso comunicante entre todos nuestros conocimientos.

Ella me explicó que nosotros nos entendíamos telepáticamente. También me dijo que los nuevos adelantos científicos permitían ahora comunicarse con los seres como yo, antes pasivos espectadores del mundo de los adultos.

Su voz vibraba en cada cosa que decía; maravillosa cascada de palabras que soltaba a través de largos e íntimos monólogos, en los cuales canalizaba sus más intimas emociones.

Por ella, sabía que esto era una osmosis : si reía, yo reía; si lloraba, yo lo hacía en silencio. Todo, absolutamente todo, me lo transmitía de una manera casi mágica. Esta magia que desde hace unos días, ha depositado entre nosotros una comunicación profunda y sublime.

Magia que también ha depositado en mi pecho una nueva sensación: angustia; ella me lo dijo. Ambos la padecemos desde que Jorge dejase de visitarnos repentinamente.

Pobre mi madre…; a la hora de dormir, me seduce los oídos con esas tiernas baladas que andan en busca de mi sueño; pero es inútil; algo tiembla en su voz y yo tiemblo.

Hace poco golpearon a la puerta. Ella dormía profundamente; sólo cuando los golpes comenzaban a herir mis oídos, mi madre se revolvió en la cama. “¿Quién es…?” Silencio. “¿Eres tú, Jorge?”, volvió a indagar mi madre con un tono de voz que raspó la angustia. Y otra vez el silencio. Un silencio tan denso que yo – pegado a ella – podía escuchar los latidos de su corazón.

En esos momentos, alguien profirió una carcajada soez. “¿Quién está ahí?” pensó mi madre. No lo dijo. Sólo lo pensó. Entonces, el hombre de la ronca risa, liberó su ronca voz : “Pronto vendremos a buscarte, puta, muy pronto”. Mi madre nunca me había dicho que era una puta; tampoco me explicó que quería decir esa palabra; no obstante, intuyó mi ansiedad, porque casi al instante le oí decir que me tranquilizara.

Y nuevamente sentí sus manos rodeando mi cuerpo mientras ella lloraba en silencio.

Yo me sentí más que nunca unido a su vientre, percibiendo las sordas implosiones de su corazón; también escuchaba el rumor de la sangre dilatándole las venas, y, por primera vez tuve noción del miedo, ese miedo nuevo que amenazaba escandalizar mi carne.

Al fin logró calmarse y tal vez para distraerme, me explicó que preparaba un árbol de navidad porque quería festejar la nochebuena conmigo, y, como si hubiese adivinado mi curiosidad, me dijo que Cristo, el hijo de Dios, había nacido en un humilde pesebre más de dos mil años atrás( aunque yo no sabía nada respecto al tal Cristo, imaginé que sería muy importante teniendo en cuenta la manera especial que lo nombraba).

Imprevistamente, me confesó que Jorge vendría a visitarnos. “Él sabe el valor que tiene la Navidad para mí”, me dijo, y yo, dentro de mi oscuro mundo, pensé que era feliz en esos momentos, dialogando con su Dios y su Cristo navideño.
Creo que los dos nos disponíamos a dormir cuando yo también me sentí emocionado al escuchar sus dulcísimas canciones, todo, claro está, sin dejar de recordarme a Jorge, prometiéndome que muy pronto me llevarían a una nueva casa; que después que el doctor me operase, yo también podría hablar y ver; que pese a las desgracias, el mundo era hermoso y aún eran posibles los verdes, amarillos y celestes que pronto deslumbrarían a mis ojos, “… porque Jorge no nos abandonará”, repetía siempre, siempre Jorge en la ansiedad de su voz.

Yo la escuchaba como ido, más cerca del recuerdo de los golpes en la puerta, presintiendo que el miedo volvería en otra carcajada, cuándo -repentinamente- escuché una voz distinta y comprendí que Jorge había vuelto.
Llegó excitadísimo; lo adiviné porque hablaba agitadamente como si el tiempo persiguiera sus palabras.

En medio de quejidos malhumorados, comenzó a hablarle a mi madre de extraños sucesos; que había descubierto acontecimientos políticos terribles; que la región patagónica estaba dominada por fuerzas desconocidas y que toda la clase dirigente del país colaboraba directa o indirectamente con el enemigo . Creo que mi madre no comprendía a que se refería Jorge. Yo tampoco sabía que era aquello de la Patagonia ya que nunca antes había escuchado esa palabra. “¿Quién es el enemigo?”, acotó de pronto mi madre, partida por la duda.

Entonces, Jorge se apresuró a responder que por el momento no podía precisarlo y menos ahora que había renunciado a su condición de agente de Inteligencia del Estado.

También comentó que aquellos a los que les decían chupados, conformaban parte de la resistencia patriótica, y que no podría quedarse mucho tiempo porque “… seguro que los de Inteligencia me andarán buscando”, sentenció.

Esa noche – como siempre ocurría cada vez que él se quedaba a dormir en casa – volvieron a dormir juntos; y también como siempre, no pude evitar la sensación de abandono al sentir que los dos se abrazaban intensamente.

Cierto es que no podía verlos, pero intuía que sus cuerpos – uno sobre el otro – se movían y jadeaban en medio de palabras densas y asfixiantes.

A través de mi madre, yo olfateaba la carne húmeda y caliente, el cuerpo de ambos moviéndose hacia arriba y hacia abajo en un jadeo que crecía y crecía hasta ahogarse en un largo y formidable grito compartido(ésos eran los momentos en que más sentía que rechazaba a Jorge).

A la mañana siguiente, después de sentarse al lado de mi madre, Jorge comenzó a darle una serie de recomendaciones, con más soltura en su voz. Por sobre todas las cosas, le pidió que negase todo en caso de que los tipos lograran entrar en la casa. “¡ Yo ya no existo!” – gritó -; “… yo te dejé con el crío y nunca más me viste. ¿ De acuerdo? Sólo van a querer asustarte…”

Luego, poco antes de marcharse, reflexionó: “Dios mío, Nury, es una lucha terrible porque ellos tienen el aparato y ahora no es como antes de la guerra. Ahora son estas malditas corporaciones sin bandera que…” y Jorge no pudo continuar porque mi madre comenzó a llorar en silencio. En esos momentos, nada me resultó más impotente que sentirme ciego y mudo.

Cuando Jorge logró calmarla – después de musitar un sentido hijo mío mientras nos abrazaba a los dos – me pregunté cuánto faltaría aún para que el doctor me diera la luz y la palabra.

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Ellos regresaron. Forzaron la puerta y entraron a nuestra casa cuando los dos dormíamos apretados al silencio.

Llegaron en medio de un ruido creciente y pronto comenzaron las preguntas a mi madre: dónde estaba Jorge; que actividades tenía ella y quienes eran los otros dos subversivos que los secundaban. Y mi madre, que casi no podía hablar porque la angustia le tapaba la boca, apenas pronunciaba palabras incoherentes.

Pronto comenzaron los golpes y uno de ellos le recalcó que si no les decía donde estaba Jorge, “… vamos a reventar a tu hijo” y al instante dijo otro: “Je, je; te conviene hablar puta, porque después que te montemos vamos a destrozar a tu pibe con este hierro. ¡ Éste! ¡ Éste! ¿ Lo ves bien? Con éste te lo vamos a reventar… ¡A ver si me la dejan quieta que yo voy a ser el primero en montarla, carajo!“.

Y de pronto mi madre se abrió a un grito tan hondo que yo sentí que algo se desprendía de mi carne cuando los latidos de su corazón volvieron a repercutir como graves y sonoros golpes en mis oídos y ya no pude evitar que el miedo frío y pegajoso se deslizase por mi piel mientras mi madre continuaba inmovilizada sin poder ver que le hacían esos hombres sólo oyendo su espantoso grito que surgía del fondo de sus entrañas y yo quería gritar y no podía hasta que unos de los hombres pidió que trajeran el hierro y entonces sin saber porque quise aferrarme a algo moviendo los brazos hacia arriba tratando de escapar a ese hierro puntiagudo que pronto desgarraría mis carnes a través de la vagina de mi madre.

José Manuel López Gómez
página web: www.sanesociety.org/es/JoseManuel
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