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Un cabrón a punto del nirvana

Ese día había desayunado de forma copiosa, llenando sus arterias con grasa animal y grandes dosis de cafeína. Se sentía tan lleno de vida como un toro. La diferencia entre cualquier otro día y este, es que este era el día de su cumpleaños. Aquella mañana de febrero cumplía 30 años. Mal gastados o no, era un cuarto de vida quemado, tirado a la basura, utilizado en tareas fatuas y vivencias inocuas. La mayor parte de su infancia transcurrió entre viajes alrededor del país, en buses mal ventilados y moteles de mala muerte. Superior a cualquier infante de su edad, podía hacerle frente a cualquier adversidad sin derramar una sola lagrima, como cualquier niño por un dulce o una basurita en el ojo. El no, él se preocupaba por sobrevivir, más que eso, por subvertir las dolencias ridículas en fortaleza guerrera.

La juventud era un fantasma que gozaba de un aura maldita y a la vez nostálgica para René. Sus años dorados palidecían en sus ojos tristes e irritados por el humo del cigarrillo que no se quitaba de la boca hasta haberlo consumido por completo. Este vicio en particular, lo había adquirido en sus años de bachillerato, al amparo de su compañero y fiel pana, al que podía confiar sus más dolorosos pesares y desventuras Tony. Cada tarde luego de salir de clases, pasaba por la bodega del isleño y compraba una cajetilla para él y Tony. Las charlas hervían alrededor del amor platónico, la sensación de vacío, el problema de la emancipación paternal y la posibilidad de resistir a la inmunda rutina. Era cierto, la adolescencia era infinitamente estúpida, pero también no duraría para siempre. Al darse cuenta de esto, no tuvo otra opción que crecer. Hacia eso se dirige el árbol que una vez fue semilla y pronto talarán, para fabricar una hermosa silla de comedor.

Al chequear su agenda de contactos no conseguía aferrarse a ninguna persona con la cual sintiera una pizca de afecto. Participaba de grupos de apoyo, a los cuales acudía de vez en cuando, con la tonta ilusión de conseguir un alma desolada como la suya, en ese caso cambiaría el gris por el amarillo. El color de la felicidad según un famoso pintor impresionista. Solo pensar en eso le provocaba nauseas, cuando un tesoro brillaba en lo oscuro el cerraba los ojos y pensaba en un animal muerto por arrollamiento. La inconmensurable finitud de los mortales le devolvía la sonrisa al rostro, y sentía un tremendo deseo de ser feliz.

El volumen de su vida se barajaba en sus manos. Como una mano de cartas en un casino clandestino. Al todo o nada, un trago de ron y apuntando con la mirada a la falda, muy cortita de la mujer que repartía las cervezas y los tequeños rebosados de queso blanco. En ese caso tuvo un pensamiento que le permitía respirar entre tanto borracho inmundo y asqueroso.  No todo en este bar era basura, su vida era un traste sucio sí, pero podía lavarlo en la espalda desnuda de esa negra que llamaban Rosa. Como soñaba con una mujer de piernas largas y uñas de cunaguaro como Rosa. La diosa mapanare de sus sueños húmedos, el cocuyo de su cuartucho de soltero, la posibilidad de permanecer vivo después de un cuchillazo de Boris. Ese truhan infeliz se dedicaba a cuidarle el culo a Rosa, no para cogérsela, no. El tipo le hacía al proxeneta, porque su respaldo era un puñal y su fiel magnum 44. Todos en el bar habían probado las mieles de la negra de fuego, menos René.

Las penas van perdiendo asalto tras otro con el peso de los días. Él podía permitirse la ferocidad con que un loco ve por primera vez la luz de la mañana. Ese día, ese preciso día de febrero había nacido hace 30 años. Para celebrar la dicha y el oprobio coloco un vaso de ron sobre la mesa, busco entre sus cassettes desgastados uno de Daniel Santos. El famoso poeta de la desgracia, el bolero es así, un sorbo de ácido con el estómago vacío. Probo bailar un poco, con las manos buscando un abrazo en el aire, desnudo, como un ciego en la calle tanteando las espaldas de un desconocido. Aferrándose a las paredes blancas, saboreando el mar, el odio que existe en el fondo de la botella que esta pronta a expirar. Respiro, sin pensar en el esfuerzo de los pulmones de fumador consumado. Busco entre sus diarios el del día del robo, porqué los buenos momentos se viven dos veces, pensó. Luego hayo la página de sucesos, sentía los mismos nervios, el ansia, las axilas sudadas por el miedo de dispararle a un inocente. El banco no contaba con gran clientela, a lo sumo unos viejitos, dos o cinco, no recuerda bien. Las cajeras, 1, 2, 3… la tercera era la negra Rosa. Se había escapado de su destino, trabaja para un banco desde hace un tiempo, es difícil imaginar una puta con prontuario de quiebra huevo, haciendo una vida digna frente al gran teatro de lo cotidiano. Con pechos que parecían desgarrar la camisa ajustada, blanca y de rayas. Saco de color azul oscuro y una falda pequeñita como las que pavoneaba en el bar. Con un terrón de azúcar en la lengua larga y roja, una serpiente venenosa que nunca había querido introducir en mi boca. René cargaba su automática 9mm. La apretaba justo entre los huevos y el pantalón. El hierro le helaba la entrepierna, sentía desvanecerse antes de comenzar la película. Cuando el proyector hace su acostumbrada quemadura de cigarrillo en la parte superior de la pantalla y todos suspiran, y todos gimen y todos comienzan a besarse como bestias salvajes en el cine. La típica mano muerta junto al pote de cotufas, una risita, me estas mirando feo, tengo hambre, dame un abrazo, liviandad en mi pecho de lobo feroz, costilla de adán enchumbada en salsa para parrilla.

Lagrimas amargas corren por sus mejillas, la barba a medio crecer le arde en el mentón, como un ejército de hormigas que atacan a una intrusa. Los gritos se le atascan en los oídos, los disparos, vidrios rotos… “ay René que estás haciendo amor mío, no me mates, yo te amo”. Escape preciso, como un gato que vuela por los tejados de la noche, estuvo cerca de ser baleado, como un don nadie al le regalan su último nirvana, un boleto sin regreso hacia la nada. Prefirió cerrar el diario, siguió fumando libra por libra su mala leche. La sonrisa le daba de oreja a oreja, no era una felicidad consumada, ni un sarcasmo impotente. Era un reflejo en un espejo roto, la desfiguración lo hacía infinito en su miseria para llenar otro vaso de ron con la música bastarda de Daniel Santos, su cabrón triste favorito.

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