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La pura mentira: predicando con la verdad.

Los evangelistas creen en la verdad como forma de salvación y predican con la palabra. Al parecer Carlos Malavé cree lo mismo, porque su película La Pura Mentira es una moralina a favor de la verdad, construida sólo con diálogos aleccionadores e imágenes sin fuerza expresiva.

Las películas de Carlos Malavé deberían traer, junto con el ticket de entrada, un resumen del argumento de la misma, ya que las incoherencias de sus guiones son tan grandes que se hace imposible hacer un resumen argumental de las mismas. Recuerdo que cuando vi Las Caras del Diablo en el cine, siempre pensé que la voz en off que narraba la película correspondía al policía protagonista, interpretado por Jean Paul Leroux. Luego, cuando la vi en DVD, comprobé que en realidad la voz corresponde al asesino que incorporaba Guillermo Canache, y que las cosas que dice mientras la película avanza son en realidad pistas que debería guiar al protagonista hasta él.

En La Pura Mentira me ocurrió lo mismo, no podía entender todas esas escenas puestas en la película porque sí, un medalaganismo argumental que, por cierto, se está haciendo costumbre en algunas de nuestras películas, como si en una cinta un personaje muerto puede aparecer vivo en la siguiente escena sin que medie una explicación, bien sea temporal: estamos viendo un momento anterior a su muerte; o sobrenatural: estamos viendo un espectro. Y no es así, claro: las acciones de una película deben tener sentido, a menos que estemos hablado de cine experimental, de una película de Malick o Reygadas y, obviamente, no es el caso; no se trata de técnicas innovadoras, sino de simple pereza de malos guionistas.

Por ejemplo, esta película narra la historia de Juana (Mariaca Semprún), quien tiene un don sobrenatural: cada vez que alguien le dice algo, escucha un ruido en su cabeza que le hace saber si le están mintiendo. Adquirió este talento siendo muy niña, luego de sufrir una caída, el día en que su padre (Julio Alcázar) abandonaba el hogar luego de comprobar la infidelidad de su madre (Catherine Cardozo). Esto le trae problemas para relacionarse con el mundo y con los demás. Pronto aprende que “la gran verdad es que todo el mundo miente”. Hasta aquí, todo bien, podría ser una buena historia, a pesar de lo mal filmada que está.

Pero luego sabremos que el don de Juana no es infalible, éste falla si quien le miente es alguien a quien ama, por eso la alejan de su hijo???? O al menos así nos lo hacen saber, aun cuando esto no tenga ningún sentido. Como tampoco tiene sentido que su hijo le haya dicho que la amaba, aun cuando la alejaron de él siendo un recién nacido. Aislada del mundo, Juana es confinada a trabajar en ¿una línea 0-800 dentro de una agencia de publicidad? donde se dedica a…. ¿hablar con clientes a la media noche? Luego de una serie de absurdas casualidades, Juana logra hacerse con un boleto de lotería premiado que correspondía en realidad a su jefe, del que se infiere que fue amante. ¿Este boleto era parte de una farsa tramada entre él y el personaje de María Fernanda Palacios? Parece que sí, pero nunca nos lo explican. Como tampoco nos dicen por qué si existía una trampa urdida para que el jefe de Juana ganara el sorteo, la animadora del mismo (Gigi Zanchetta) se muestra fuera de lugar cuando le comunican frente a cámara que el ticket no fue vendido.

Total que luego de otra serie de absurdos acontecimientos, Juana logra, con la ayuda de un abogado (Ernesto Calzadilla) llevar a su jefe a la cárcel y obtener un programa de televisión donde utiliza su don sobrenatural para descubrir si sus invitados están mintiendo. Una especie de Talk Show en el que el invitado es desenmascarado frente a las cámaras. Así circulan una serie de sospechosos habituales, desde un político corrupto hasta un pedófilo, desde parejas infieles hasta un asesino que confiesa un crimen en vivo. Todo funciona hasta que una mujer descubre la infidelidad de su esposo y lo asesina en vivo. De ahí en adelante, Juana recibirá una lección por haber convertido su donde en un arma para destruir a los demás.

O más o menos eso es el argumento de la película.

La cinta, pues, se quiere erigir en una fábula moralista de niña buena corrompida por la televisión. Según el evangelio de la cinta las mujeres son consumidas por su vanidad y falsedad, amén de sus deseos de fama. De hecho, el personaje de Zanchetta tiene doble cara, frente a la pantalla es pulcra y sobreactuada, detrás de cámaras es grosera y chabacana; a ella se opone Juana, quien es toda honestidad y, cuando deja de serlo, cuando miente y ambiciona, desciende al infierno y es aleccionada.

Siguiendo con la moralina, la televisión representa el mal absoluto, el embrutecimiento del pueblo que, aún frente a un niño recién atropellado, prefiere pedir autógrafos, indolente al dolor ajeno. La salvación es el amor, ¿lo dice la biblia, no?, representado en el personaje de Calzadilla de quien nunca sabemos nada, ya que jamás se profundiza en él: al principio parece un galán oportunista pendiente de poseer a Juana, al final, es el más honesto y ético de los personajes, sin que haya evolución alguna entre un estado y el otro. Lo mismo pasa con el productor tartamudo de televisión encarnado por Guillermo Canache, quien de ser un tipo siniestro y calculador dispuesto a todo por el raiting, se convierte en un ser adorable, casi el comic relif de la película, de no ser porque no da risa.

Al final, el libreto concluye de manera simple: la televisión es mala, la fama destruye, las mujeres no deben ser insensibles que sólo quieren sexo, las mujeres deben dejar su vanidad de lado y abrazar la sencillez y la verdad, el amor nos salva… Tal vez el único momento en que la película trasciende este evangelio reaccionario es cuando un personaje advierte el gusto de los venezolanos por el escándalo efímero, como lo advertía Desorden Público en una de sus mejores canciones, Skandalo.

No sólo el guion falla, a la pobreza argumental hay que sumar una realización realmente deficiente. Las actuaciones son terribles: Mariaca Semprún, quien no transmite absolutamente nada; Ernesto Calzadilla, esforzándose por pronunciar groserías con entonación de actor de radionovelas; Gigi Zanchetta, en un horrendo estereotipo, muy mal resuelto, además; y Guillermo Canache, quien puede llegar a ser realmente tedioso a medida que avanza la trama.

Siendo que el guion no tiene coherencia, las escenas tampoco la tienen. Pasamos de una oficina de agencia publicitaria, donde pueden verse carpetas con el logo del Ministerio de la Cultura (¿¿¿¿Rodaron en la misma sede administrativa de La Villa del Cine????), a un call center, que parece una comisaria policial, o un baño que bien podría ser el de un centro comercial. La fotografía es horrible, parece una telenovela. De hecho, toda la película tiene un acabado de televisión, de unitario noventoso. Y aquí surge la mayor contradicción de la cinta: siendo una película que pretende condenar a la televisión, el director no sólo no escapa al lenguaje televisivo, sino que repite sus peores defectos, es decir: actores de telenovelas, que no saben actuar; humor de Cheverísimo, pero autocensurado; decorados de cartón piedra, que nunca te crees; y lo peor, un absoluto desconocimiento del lenguaje cinematográfico. Hay unas tomas en las que Malavé quiere usar pantallas divididas, pero el recurso está tan mal logrado, que termina dando risa; como da risa el arrollamiento del niño o las dos caídas de la protagonista.

En resumen, La Pura Mentira es un filme realmente fallido. Si El Último Cuerpo representó una recuperación creativa, técnica y actoral del cine de Malavé respecto a sus dos malogradas primeras películas, con ésta el director da un tremendo salto hacia atrás y firma su peor película.

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