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AMUAY: Lo peor está por venir

Quise esperar un tiempo para ir contra la tendencia natural frente a los desastres, esa en la que primero la gente se solidariza y hace su mejor esfuerzo para luego desentenderse del asunto.

Aprovecho de escribir ahora, justo cuando me entero que, no conformes con haber cocinado la catástrofe mediante la negligencia, ahora el gobierno lo adereza de manera de crear otro desastre de igual o peor magnitud. Me refiero a las secuelas psicológicas en las víctimas.

Vamos por partes.

¿Qué es el trastorno de estrés postraumático?

Frente a un evento como el de Amuay, debemos saber que nadie queda exento de consecuencias. Las víctimas individuales son solo la punta del iceberg, el centro de una onda expansiva que toca también a sus familias y sus redes sociales, a los trabajadores de rescate y el personal de salud involucrados (como también sus familias y redes sociales), las poblaciones vulnerables y los negocios impactados en la zona, hasta resonar en la gente común y sus comunidades. Quizás suene cursi, pero todos somos Amuay. Especialmente porque pronto estará por verse el impacto económico sobre la nación, sobre ese país que ha elegido depender exclusivamente de la renta petrolera.

Junto a este impacto en lo extenso, se da otra dimensión, que afecta el mundo interno de las personas. Cuando experimentamos eventos traumáticos, todos quedamos afectados, al menos en lo inmediato (con ansiedad, estrés, miedo a que nos vuelva a pasar algo igual o similar…). Con el tiempo y las condiciones adecuadas, la memoria del evento se “digiere” y, poco a poco, podemos retomar la vida cotidiana con normalidad.

Condiciones adecuadas: necesitamos hablar de lo sucedido, dejar que las emociones fluyan; permitir que nuestro cuerpo y nuestra mente se reintegren; que lo que vivimos y sentimos (el impacto en lo real) y lo que decimos y pensamos (nuestras representaciones respecto a lo vivido y sucedido) se vayan alineando de manera congruente. El efecto básico por el cual se genera un trauma es por esta disociación (o splitting): el evento es tan abrumador que no podemos asimilarlo y, como mecanismo de protección, surge la separación entre los registros antes mencionados. Por eso en el trabajo clínico evidenciamos que la gente traumatizada puede hablar de lo sucedido, por un lado, sin que esto tenga relación con lo que su cuerpo expresa, por el otro. A la vez que, “sin razon aparente”, ciertos estímulos generen reacciones emocionales desproporcionadas. Por ejemplo que un encendedor cause miedo o ansiedad.

En términos generales, con el tiempo y la posibilidad de hacer el trabajo de reintegración, las personas pueden reponerse por sí mismas. Sin embargo, y aunque se den las condiciones adecuadas, alrededor de un tercio desarrollará lo que se conoce como estrés postraumático. Con esta etiqueta se indica la presencia de:

Estos serían algunos de los síntomas relacionados con la incapacidad para procesar de manera espontánea el evento traumático. El resultado es obvio: el compromiso de la salud en general y la incapacidad para desenvolverse en el trabajo o las actividades cotidianas. Vivir con estrés postraumático es como estar en el purgatorio o como uno de esos titanes en el inframundo; cada día es el eterno retorno de lo mismo, cómo una computadora que se guinda, donde la mente está en un loop constante, con el evento fresco en la memoria a corto plazo. Una vez que el estrés postraumático se instala, se requiere atención especializada, de lo contrario puede continuar por toda la vida.

Es alentador saber que hay recursos terapéuticos para resolver este problema. Hay intervenciones específicas muy efectivas para superar el estrés postraumático, como EMDR (Siglas en ingles para la Desensibilización y el Reprocesamiento a través del Movimiento Ocular) o la Terapia Sensoriomotora. Digamos en este punto, no sin que algunos profesionales de la salud mental se sientan ofendidos, que el estrés postraumático requiere técnicas muy específicas y que, por ejemplo, hablar y hablar del asunto (una vez que está instalado el trastorno) puede estar contraindicado. Con esto digo, por ejemplo, que sentarse en un diván a asociar libremente sólo conseguirá retraumatizar a la persona (ya que el habla ocurre de manera desconectada de la experiencia corporal) y que someterse a las terapias de inundación del modelo conductual es, en lo fundamental, un acto cruel, antes que terapéutico (pues se somete a la persona al impacto emocional de la experiencia, dejándola desasistida en la posibilidad de elaborar representaciones).

Maldita política

Asi las cosas, es alarmante que pese más la preocupación por la imagen de Chávez, de cara a las elecciones presidenciales, que el drama que están viviendo en este momento los sobrevivientes a la explosión de la refinería. Con esto me refiero al sacrificio forzado de las víctimas de Amuay, quienes no pueden articular adecuadamente su voz en lo individual y, especialmente, en lo social.

Para quien no lo sepa, no es sólo que Venezuela carece de políticas públicas de salud mental y, por consiguiente, de servicios para hacer frente a una tragedia como la aludida; es que muchas de las víctimas están siendo atendidas sólo por los psicólogos de PDVSA, a la vez que se les impide dar entrevistas o expresarse frente a desconocidos.

Puesta en el contexto del estrés postraumático, esta situación es un acto iatrogénico de la peor calaña ética. Si bien es cierto que en Venezuela un psicólogo puede ejercer legalmente en cualquier rama, en la práctica los psicólogos venezolanos tenemos limitaciones de acuerdo a nuestra área de experticia. De hecho, la mayoría de los psicólogos de PDVSA, por el tipo de organización, son psicólogos industriales quienes (especialmente si vienen de la UCV, una escuela que gradúa profesionales ya especializados) carecen del entrenamiento mínimo para la asistencia clínica. Peor aún, el trabajo con trauma, por ser una hiperespecialización, se requiere mucho más que simplemente dedicarse a la clínica o al asesoramiento psicológico para ser competente.

Si a esto le añadimos el componente político, las amenazas explícitas o veladas para comunicar lo sucedido, para simplemente expresarse como cualquier humano lo haría después de una tragedia, lo menos que podemos hacer es horrorizarnos ante lo que está por venir, a saber, un contingente de venezolanos que sufrirá de estrés postraumático, buena parte del cual será resultado de este manejo absurdo por parte del gobierno.

El panorama de “la gente del petróleo” en Venezuela es simplemente desolador: a ese primer gran trauma, el del despido armado de los empleados previos a la PDVSA roja rojita (el abuso y la violencia a ciudadanos venezolanos, muchos de los cuales ahora viven como refugiados en el extranjero) se le suma la tragedia de Amuay, una tragedia con un costo aún indeterminado en lo económico y definitivamente ya muy alto en términos de lo humano.

Quiero cerrar con la mejor ilustración del drama venezolano expresado en Amuay: en una bomba de gasolina de Falcón, a pocos kilómetros de la tragedia, el bombero se extiende explicando las bondades de El Comandante. La cliente, exasperada, responde:
Debe ser que su gestión te tiene viviendo dignamente, que en tu casa nunca se va la luz o el agua.
No importa, tengo mi afiche de Chávez que es más importante y me ilumina.

Pobre pueblo. Pobre país. Pobre gente.

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