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Diez cosas obligatorias para el caraqueño, que nunca he podido realizar

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La “caraqueñidad” es una de mis más preciadas posesiones:
si por algo siento apego es por esta pobre gran ciudad, maltratada y querida en
igual medida por sus habitantes. He vivido aquí toda mi existencia, y no tengo planes
diferentes para el futuro. A pesar de ello existen ciertas actividades, íntimamente ligadas al hecho de ser caraqueño, que nunca he tenido oportunidad de (o interés
en) hacer. Para algunas todavía hay tiempo, otras en cambio desaparecieron para
siempre. Aquí va mi top ten de la nostalgia por lo que nunca fue:

  • Comer perrocalientes donde Filippo.

Debe ser el perrocalentero más famoso de toda Venezuela; sin
embargo nunca sacié el hambre con alguna de sus creaciones. Me dicen que los suyos son (o eran) clásicos, casi que austeros: apenas el pan, la salchichita, el repollo, la cebolla y las salsas. El de antes, pues, sin todo el aditivo barroco que se consigue uno en casa de otros perreros. Claro, también tengo unas cuantas décadas de haber dejado el sabroso pero peligroso hábito de
ingestar asquerositos: la edad nos hace precavidos o más bien miedosos. El caso es que Filippo es toda una institución, creo que hasta patrimonio de Chacao lo
nombraron. No se si siga con su negocio, allí a la sombra fálica del obelisco de Altamira, o si lo cedió a algún familiar o paisano. Lo cierto es que no haber comido nunca un perro allí es un demérito para mi condición de caraqueño.

  • Conocer por dentro el Aula Magna.

Jamás en mi vida puse pie en ella. Mi cuerpo nunca se posó en las butacas que plenan el recinto. La excepcional acústica de la sala, ayudada por las nubes de Calder, todavía no ha sido apreciada por estos oídos que cargo en la cabeza. Y de que hubo posibilidades las hubo (y las hay). Pero por alguna razón siempre se me ha hecho esquiva. Uno de los íconos de la modernidad me ha sido vedado durante toda mi existencia. Algún día, digo yo, podré disfrutar de un concierto o de otro evento en esa maravillosa obra, principal representante de la arquitectura más imaginativa que engalanó nuestra ciudad, de manos del maestro Villanueva.

  • Montarme en el autobús de San Ruperto.

No se de donde le proviene la fama, sin embargo esa línea es nombrada con orgullo por todo caraqueño que haya hecho vida ciudadana entre los años 60 y 90. Los autobuses de San Ruperto eran sinónimo de viaje que atravesaba la ciudad, de horas invertidas a bordo de enormes y antiguos autobuses donde los asientos ostentaban resortes salidos de la tapicería (siniestros y silenciosos terroristas que atentaban contra el vestuario), e imaginativos graffittis en sus respaldares. Por supuesto que abordé muchos autobuses en mis años de peatón adolescente, pero nunca tuve la oportunidad de hacerlo en los legendarios «San Ruperto».
  • Comprar licor en “El médico asesino”.

Es muy frecuente que en las conversaciones orbitantes alrededor de los hábitos etílicos de la juventud salga  a relucir el nombre de «el médico asesino». Quien más, quien menos, todos tienen alguna anécdota sobre ese tema, ya sea de su propia cosecha, ya sea heredada de terceros. Según la información que poseo, el sugerente y premonitorio nombre corresponde a una especie de taguara, situada por los lados de Catia, famosa por producir guarapitas de diversos sabores,  a precios más que asequibles para los estudiantes que eran parte importante de su clientela. Creo que cerró sus puertas hace varios años, quizás décadas. Para alimentar el recuerdo y de paso maltratar al cuerpo se consigue en las licorerías una guarapita embotellada llamada «Doctor Killer», en honor al médico asesino (de hígados).
  • Amanecer en “El tropezón”, después de una rumba.

Es costumbre del caraqueño ir a una arepera a cerrar una noche de farra, para comerse una tostada, un reparador hervido de gallina o un «nervioso» (como le dicen al mondongo). Por supuesto que yo no escapé de dicha actividad; sin embargo nunca lo hice en ese sitio emblemático de la madrugada caraqueña de los años 70. Era habitual escuchar «nos vemos en el Tropezón» a la salida de las fiestas, o el comentario alusivo al sitio los días siguientes. Vaya a saber porqué nunca me tocó a mi ir allí…
  • Conocer la
    Casa “Anáuco Arriba”.

Uno de las pocas muestras coloniales que le quedan a la ciudad, es menos famosa que su hermana mayor, la  Quinta Anauco. Queda en la misma zona de San Bernardino, pero más pegada del Ávila, subiendo hacia Cotiza. La única vez que decidimos ir a conocerla era un día feriado y, siguiendo la lógica perversa de la burocracia, estaba – por supuesto- cerrada (eso de no abrir los sitios de interés turístico los días de asueto es algo totalmente absurdo, pero que le vamos a hacer, vendemos petróleo, no turismo). Por lo que pudimos ver desde el vehículo, está bien mantenida. Queda pendiente para una visita, trataré de hacerla un martes laboral a las 9:30 de la mañana (¿estará bien?).
  • Hacer mercado en Quinta Crespo.

Los mercados populares son una mezcla de caos con exotismo. Si se sabe buscar bien, o en su defecto se cuenta con un baquiano, la experiencia de compra puede ser muy gratificante. Quinta Crespo es el mercado por antonomasia. Según he escuchado y leído, allí se puede encontrar de todo. Literalmente (recuerdo una crónica de Ben Amí Fihman en donde reseñaba la adquisición de nada menos que un pavo real en dicho mercado, que fuera sacrificado a posteriori en aras de una receta). Claro que en estos tiempos es como que muy complicada la logística para destinar un medio día, o más, para efectuar las compras semanales, por lo que recurrimos al sempiterno supermercado, o hipermercado, de acuerdo al prefijo de moda en el momento. Pero siempre me quedará el gusanillo, la curiosidad, de frecuentar cual parroquiano habitual el mercado de Quinta Crespo.
  • Ir al Cementerio a comprar ropa.

El equivalente a Quinta Crespo, en cuestiones de vestimenta, es El Cementerio. Toda una tradición caraqueña constituye la visita a dicha zona en vísperas de Navidad o de cualquier otra fecha significativa, en búsqueda de la percha que se lucirá en la ocasión. Sé de gente que viene del interior expresamente a comprar allí, pero luego dicen que compraron la ropa en El Sambil, ya que según ellos la mercancía es la misma y cuesta apenas una fracción (las malas lenguas dicen que los comerciantes de los centros comerciales se surten allí).
  • Bailar en “El maní es así”.

El baile, lo confieso, no entra dentro de mis habilidades. Tengo dos pies izquierdos (bueno, en mi caso derechos, por ser zurdo). Sin embargo, con la pareja adecuada (entiéndase mi mujer, la única capaz de descifrar mis intentos de pases) logro cumplir sin mucha pena el cometido. «El maní es así», situado a una cuadra escasa de Sabana Grande, en la calle El Cristo de Las Delicias, fue durante mucho tiempo el templo de la salsa y demás ritmos caribeños, nombrado por todos, visitado por cualquier extranjero de algún renombre, y creo que está por relanzarse. Tal vez logre un día entrar al templo y hacer pasar la menor pena posible a mi compañera, al son de Fania y con unos cuantos rones circulando por mi cuerpo.
  • Escuchar una retreta en la Plaza Bolívar.

Tal vez suene pavoso y anticuado, y no se si todavía existe esa costumbre. Sin embargo me encantaría ir un día a la Plaza Bolivar, tocado con un sombrero de pajilla, a darle de comer a las ardillas, pasear por el perímetro, tomarme una fotografía al lado de la estatua ecuestre, y a disfrutar de la música antañona, para posteriormente tomarme una cerveza en la Doncella. ¿Ah, ya cerró?

Nota: es una ociosidad señalar que, por razones obvias, las fotos no fueron tomadas por mí, sino copiadas de la Web. Salvo la que encabeza el artículo.

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