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Las venas abiertas de los Estados Unidos

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nyc2011 38El papel de inmigración me pregunta sin ambages, de lo más voulez-vous coucher avec moi, si pretendo asesinar al presidente de los Estados Unidos. La casilla subsiguiente me insta a «jurar por mi honor» que no he participado en genocidio alguno entre 1939 y 1945, algo fácilmente comprobable con sólo echar un vistazo a mi fecha de nacimiento. La paranoia de los policías que gestionan la fila que conduce a la taquilla de inmigración con sus porras y sus ladridos de «next!» recuerda, extrañamente, a los militares que participaron en el genocidio antes mencionado. Avanzamos ordenadamente hacia la línea imaginaria que separa el Estado de Nueva York del resto del mundo y me percato de que la fecha, brillante y digital encima del aviso de US Customs, me parece extraña. Hay algo en todo este cuadro que se me escapa, un detalle que Sherlock Holmes ya hubiese detectado pero que yo, sumido en la excelente 1Q84 de Murakami desde hace varios días, no logro discernir. Segundos después estoy a punto de gritar la versión venezolana de eureka, léase: coñodelamadre, sólo a mí se me ocurre viajar para acá en la víspera del once de septiembre.

Manhattan está deslucida, como una amante vieja y agotada que pretende convencerte de que trepes en su cama. La ciudad respira con dificultad, sus extremidades ya no le responden. La crisis económica es palpable, tanto en los rostros de las personas como en los carteles de «out of business» que se erigen por doquier. Las finanzas, hinchadas con los esteroides de la especulación, han hecho estragos en los sectores medio y bajo de la sociedad neoyorkina. Igual que la ilusión del cuartobate atlético se derrumbó en medio de escándalos de dopaje, el sueño americano constató de manera grotesca que su ídolo tenía pies de barro, que sus bíceps eran más falsos que las tetas de una modelo venezolana.

El once nos recibe con la máquina propagandística en sobre marcha. Desde cualquier televisor, radio o página de Internet se intenta emular el sufrimiento vivido hace diez años. En esto, los medios norteamericanos decepcionan por lo previsibles que pueden ser. La nación que se vanagloria en su capacidad de inventiva e innovación se contenta con reciclar las herramientas de comunicación empleadas por todos los gobiernos para avanzar contenidos y explicaciones simplistas. Desde Los Ángeles hasta Pionyang, mentiras más, mentiras menos, los países se esfuerzan por avanzar lecturas históricas unidimensionales llenas de pathos, excluyendo cualquier intento de análisis más profundo con la etiqueta de «antipatriota» o «manipulador».

Porque en medio de la tragedia que vio miles de civiles perder la vida se construye la farsa de un relato épico que busca fundar las bases de la nación norteamericana contemporánea. Ya lo había hecho el poeta Virgilio al trazar la fundación de Roma sobre los residuos de la guerra de Troya al mimetizar el relato homérico en su Eneida. En la Nueva York del 2011 el discurso épico es netamente semiológico y se basa en las imágenes televisivas que constituyen el esqueleto sobre el cual discurren los «analistas». Estos, más que «analizar» algo, se contentan con afianzar el relato con las claves de simulacro/repetición que estudiara Baudrillard hace unas décadas.

Así, no hay mejor ejemplificación de las contradicciones del sistema norteamericano que el memorial de Ground Zero. Valiéndose de la «compulsión de la repetición de Tanatos» estudiada por Freud en 1928, los medios, y a través de ellos la sociedad entera, se empeñan en repetir el evento traumático para mimetizar el sufrimiento colectivo. Dicha compulsión evita cualquier lectura comprensiva; de hecho, diez años después del once de septiembre es poco lo que ha aprendido el mundo occidental, aparte de prohibir a los viajeros subirse al avión con agua y retirarse los zapatos en los controles de seguridad. La imagen del avión estrellándose contra la torre derrumba todo intento de entender las consecuencias de dos guerras –una de ellas completamente ilegal-, el asalto al estado de derecho que representó el Patriot Act y al derecho internacional que es Guantánamo. Nada de ello aparece en la imagen de Obama al lado de George Bush parados en Ground zero. Ninguno de ellos rinde cuentas, ni Bush por sus «armas de destrucción masiva», ni Obama por su promesa de cerrar Guantánamo. Los gobernantes hincan la cabeza y se contentan con reciclar el sufrimiento de Tanatos, de la muerte, e invitan al país a participar en el ritual totémico sin derecho a preguntar nada.

Diez años después de los atroces atentados, lo único que pueden mostrar los Estados Unidos son huecos. Frente a Obama y Bush yace el hueco de las Torres Gemelas y este vacío recuerda las promesas que ellos, como buenos políticos, no han cumplido ni cumplirán. Pero frente a la población devastada y excretada del sistema productivo por la avaricia de un puñado de especuladores financieros aparece el hueco fiscal más grande de la historia de su país, con sus correlatos de desempleo, pobreza y abandono. En Nueva York se han multiplicado los vagabundos. Se les ve por doquier, empujando coches de supermercado con sus escasas pertenencias mientras en Washington se preocupan más por una oscura agencia de notación que los degrada a AA+ que por la supervivencia de estos ciudadanos.

Es esa la sensación que da la Gran Manzana hoy en día. Por un lado, los bancos hacen ganancias récord y los inversores se comportan como jugadores de póquer que saben que la casa va a quebrar pronto, tratando de maximizar su apuesta antes de que el casino se derrumbe. Por el otro, la clase media y baja se inyecta el speedball de las contradicciones norteamericanas: Rick Perry y Michelle Bachman proponen reducir la enseñanza de los métodos anticonceptivos en los colegios a «la abstinencia» solamente, mientras en televisión un rapero sacude una cadena de oro y nos recuerda que él se acuesta con toda la discoteca y que tiene más sexo que el que nosotros tendríamos en quinientos años. El nivel de vida de la población se pauperiza, mientras se le invita a seguir las aventuras del trasero de Kim Kardashian, que bebe champán en una playa de Bali o de Goa, el todo filmado con un lente gran angular .50 que se acerca al derrière como si estuviera a punto de hacerle una endoscopia.

Porque la contradicción más grande no es que a diez años de los atentados se haya apenas construido un memorial y una fuente mediocre en Ground zero. Lo más humillante no es que jueguen con el sufrimiento y con los muertos para tratar de construir una consideración intempestiva sobre el destino divino de los Estados Unidos, como hace Kim Jong-Il en Corea del Norte. Lo más triste es la compulsión pragmática norteamericana de querer siempre ver hacia delante, sin entender jamás cómo se llegó acá. En esa avidez de futuro y crecimiento, los Estados Unidos han olvidado a las personas, a los ciudadanos. Acá no manda la gente, manda la bolsa, manda la agencia de notación, manda el sistema financiero. Y lo peligroso, lo verdaderamente preocupante, no es que ese país decida irse a la porra, es que, para el resto del mundo, el derrumbe de los Estados Unidos nos deja con el fantasma totalitario chino y el régimen iraní como únicas opciones.

Sucede que ese futuro es tan escalofriante como el hueco de Ground zero.

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