panfletonegro

Vargas Llosa y la Utopía

«Yo creo que el ser humano necesita salir de sí mismo e imaginar mundos mejores en el que vive, imaginar mundos distintos… no hay que renunciar a esta capacidad, ya que es una fuente de progreso, pero lo ideal es que esa capacidad se oriente hacia actividades donde es fértil, positiva, provechosa para la humanidad. Por ejemplo, la literatura, las artes, es una expresión maravillosa del sueño, de la fantasía, de la utopía que nos habita a los seres humanos.

Pensar y construir utopías no es sino la tentación dictatorial en el mundo concreto de la vida social. Allí es mucho más importante tener los pies bien puestos, asentados sobre la tierra que tenerlos sobre las nubes. Porque cada ves que la utopía se ha intentado materializar el resultado ha sido catastrófico, ha sido la desaparición de la libertad, el establecimiento de sistemas atroces… En ese campo es mejor eso que llamamos la democracia, esa cosa mediocre que a los grandes utopistas les repugna pero que es el sistema que crea esos consensos donde podemos vivir en la diversidad que somos… no hay manera de establecer una homogeneidad absoluta sin establecer una violencia brutal. Esa homogeneidad absoluta no existe… la democracia es el sistema que conjuga mejor esa gran diversidad.” Mario Vargas Llosa

Es interesante notar que, como autoproclamado anti-utopista, la imagen presentada por Vargas Llosa no es sino una reversión directa de la visión Platónica de La Republica. Para Platón, es la responsabilidad más propia del humano pensar en el mundo de homogeneidad comunal, relativa a la heterogeneidad de las capacidades individuales, dónde cada quién contribuye no en función a la libertad pura y llana, sino a la capacidad de servir para el bien común de acuerdo al desempeño de funciones específicas. La verdad política sigue de la Idea del Bien, el núcleo de universalidad colectiva que busca trascender la mortalidad de la individualidad humana. Por su parte, las artes y literatura, la poesía y la música, son políticamente nocivas, según Platón, en tanto amenazan la institución política con la fragilidad retórica, promulgando el libertinismo esteticista. Es decir, en tanto son sitios de concentración potencialmente política, con directa relación a la vida práctica.

Vargas Llosa propone exactamente lo opuesto. La creación e imaginación humana se mantienen circunscritas al ámbito de ‘las nubes’, y en lo que concierne la política no es sino peligroso pensar en grandes ideas. No debemos pensar ‘a lo grande’ en la política. Las democracias contemporáneas están aquí para quedarse. Mientras tanto, la poesía y literatura son diluidas al campo de un imaginario comunal sin potencial emancipador, bienvenidas en tanto se mantienen sin conexión directa con la vida práctica en la política real, más bien reduciéndose a un ejercicio etéreo para los soñadores. Es decir, bienvenidas sean las artes en tanto se reducen a la visión esteticista de la imaginación y el placer humano, desenraizándolas de su capacidad para inspirar el cambio político, o tocarlo siquiera.

¿No tenemos así una prueba más de lo que Zizek diagnostica como un ‘Fukuyamaismo’ característico de nuestra época? Se renuncia la legitimidad de las grandes ideas; el eje de capitalismo-liberalismo está aquí para quedarse; hay que ser realistas, pragmáticos, etc. Esta es la posición reaccionaria en toda su claridad: cualquier intención de elevar la política más allá del ideal democrático de las libertades individuales, y hacia un concepto de homogeneidad colectiva, es tildado de utópico, e inmediatamente aliado al prospecto de la dictadura.

La libertad (de opiniones, individuales…) y la individualidad es entonces, bajo el lente del Nóbel, más importante que la verdad o universalidad, la cual en el ámbito de la política clásicamente lleva el nombre de justicia. El problema es que al reducir el concepto de homogeneidad política a las libertades democráticas, y anunciar las últimas como el horizonte insuperable del pensamiento, Vargas Llosa substrae a la acción colectiva del ámbito de producción de nuevas verdades, reduciendo el imaginario político al destino singular del tirano: el discurso del dictador.

Esta es una estrategia común del perfil reaccionario y su desprecio por la revolución: el prospecto de cambio radical es advertido como realmente nocivo, y niega la novedad del presente bajo el manto alarmista de villanos del pasado. De esa manera, cualquier potencial creador en el ámbito político sería, cuando mucho, sujeto a las eferas del legalismo y especialización. En otras palabras, aquel que propone la posibilidad de la justicia como verdad política; quién no acepta la mera libertad y heterogeneidad de formas de vida y opiniones, es visto como quién busca simplemente imponer su voluntad sobre el resto (occidentalistas, totalitarios, dictadores, utopistas…). No hay sino la contingencia de las voluntades de individuos y culturas en las cuales el Estado reposa. Es ante el último y su imperiosa estabilidad que toda voluntad responde.

No resulta, entonces, sorprendente hallar en Vargas Llosa a un anti-Platónico, pues al rechazar cualquier concepción de verdad política se deja identificar como el viejo adversario del filósofo: el sofista. El mismo que reduce toda verdad a opinión, toda universalidad a la voluntad de afirmación individual/comunal, y la tarea de las artes y literatura cuando mucho a un ejercicio retórico sin pretensión de trascendencia. A su credo pueden sumarse todos los que piensan que predicando ‘libertad para todos’ y marchar en las calles recitando los eslóganes insustanciales de ‘la democracia’ y ‘derechos humanos’ basta para calificar de activistas, y de situarse en el campo de la política verdadera. Esta pobredumbre que reduce al activista a un loro de los órganos de poder es quizás el resultado más triste de nuestra difícil situación, en la que los viejos credos emancipadores son apropiados por comerciales de gaseosa, bancos, y gente que gasta dinerales en ropas distinguidas: ser liberal es conservador.

Evidentemente no se trata de simplemente coincidir con la visión Platónica de la antigua República en la que cada hombre obtiene un cargo en base a sus funciones naturales, ni de apelar a la nostalgia de aquellos viejos proyectos de Izquierda o demás para resucitar el credo del partido, del proletariado, o de la comunidad. Debemos rechazar la quietud de la mediocridad democrática, pero también las nostalgias regresivas, los provincialismos obscurantistas, los totalitarismos sanguinarios, y las retóricas burdas de los que protegen los ‘derechos del hombre’. Se trata de no rendir el prospecto de homogeneidad comunal a la heterogeneidad individualista y alienante; de no reducir el concepto y prospecto de verdad política, de la justicia, al ámbito de meras opiniones para el comercio banal del relativismo democrático. Finalmente, de no escarmentar, en elevarse sobre lo mediocre de la injusticia contemporánea, impulsando la imaginación a ‘las nubes’, preparándolas para que suelten relámpagos.

Salir de la versión móvil